POR HUGO ESTEVA
La Ptensa,
13.11.2022
Después de la
Segunda Guerra Mundial la Organización Mundial de la Salud (OMS) -institución
que acaba de demostrar su, cuando menos, escasa eficiencia durante la epidemia
del Covid- adoptó a la Bioética como nuevo paradigma para definir a la en otros
tiempos llamada Moral Médica o Ética en Medicina. Desde entonces y de modo
creciente viene promoviendo a la “autonomía” de los enfermos, contraparte de lo
que entiende como viejo y autoritario “paternalismo” de los médicos en la
relación entre ambos.
Dejando de lado la
antigua, noble, definición de este vínculo que reúne a una conciencia con una
confianza, la del profesional con la de su paciente, imprescindibles
complementos en busca del mejor resultado terapéutico; se ha llegado al punto
de escribir que “El código del juramento hipocrático, que refleja una actitud
paternalista entre el médico y el enfermo, no se puede aplicar en la ética
actual” (Sánchez Hernández V. La ética en la relación médico-paciente, en El
reto de ser médico, de González Martínez y León Paoletti. Ed Rafael Zúñiga
Sustaita, Méjico 2017 ). Así nomás echan por tierra milenios de tradición los
despiertos “bioeticistas” de hoy.
Por otro lado, se entenderá fácilmente cuán
limitada está la proclamada autonomía del paciente para decidir por sí su mejor
tratamiento en el grave trance de su enfermedad. Pero no es este el momento de
reiterar lo que ya hemos discutido largamente (Esteva H. Desarrollo de la
autonomía y el paternalismo. Editorial Académica Española, Moldova 2021). Se
trata en cambio de mostrar cómo estos mismos conceptos han invadido otros
campos y, particularmente, el de la educación.
Así como es reconocida cierta ternura
maternal entre las maestras de la escuela primaria, así hay de paternal en la
de los buenos docentes secundarios. No sólo por el modo de ocuparse de los
alumnos sino también por el hecho de que -como sucede con los padres-
profesores y profesoras son ejemplos que los muchachos observan e imitan. El
aspecto, la letra de los que todavía escriben, los modismos, las ideas, son
modelos que influyen altamente en una relación donde ningún alumno despierto
pretende la “horizontalidad” proclamada por tanto pedagogo conversador. El
estudiante mira hacia arriba con
naturalidad cuando está delante de un profesor verdadero.
Pero para ser buen profesor hay que saber.
Así de elemental y así de inevitable. Y los primeros que detectan si ese saber
está o no presente son los alumnos. La reciente toma del Colegio Nacional de
Buenos Aires tiene mucho que ver con eso. Con actitud nada común hasta donde
sé, ha trascendido en las noticias que los estudiantes pidieron la renuncia de
la rectora a raíz de su incapacidad y, más, por lo adocenado/plagiado de su
plan docente y por la ausencia de concursos para profesores durante su gestión.
Es que, en efecto,
los muchachos saben distinguir exactamente el calibre de quienes se instalan al
frente del aula. Entonces, en un Colegio cuyo secreto de alto nivel tradicional
ha sido que la mayor parte de sus profesores eran también docentes
universitarios, todavía detectan enseguida quiénes ejercen también en la
Universidad o quiénes son profesionales universitarios frente a los que ellos
mismos llaman los “agremiados”, gran mayoría en los colegios no universitarios.
La degradación de
la figura paterna, que se multiplica en amplios sectores de la sociedad,
crudamente fomentada por la cultura LGBT que los va esquilmando, deja vacíos
definitivos. Lo sufren estudiantes,
enfermos, y jóvenes en general. Perder una figura en la cual confiar
absolutamente y a quien se puede observar para tomar ejemplo sin necesidad de
preguntarle nada, es una amputación definitiva.
Aunque pueda
parecer descolgado, algo de esto debe haber intuído la vicepresidente, que se
ha vuelto cada vez más maternal en sus discursos cuando se refiere a sus
seguidores, a quienes no deja de expresar cuánto quiere y cómo cuida cada vez
que dice un discurso. Paradójicamente, los dirigentes y militantes que la
circundan acumulan cada vez más rabia, cada vez más violencia, cada vez más
inclinación a la permanente pelea. Si no rayara en el dislate científico, uno
pensaría que la personalidad psicopática de la jefa se ha transformado en
patología infecto-contagiosa.