y el Estado abandónico
Por Javier Boher
Alfil, 1-11-22
Es increíble las
cosas que tienen que llegar a pasar para que paremos a pensar qué nos está
pasando como sociedad. El domingo temprano se conoció la noticia de que Andrés
Blaquier, primo de los actuales dueños del ingenio Ledesma y responsable del
negocio agropecuario de la firma, había sido asesinado cuando intentaron
robarle la moto.
La noticia tomó
tal volumen por tratarse de un representante de una de las familias más ricas
del país, la oligarquía que odia Luis D’Elía (quien celebró el asesinato, algo
que está en todo su derecho de hacer pero que lo pinta de cuerpo entero). Día a
día hay varios muertos en situaciones de distinta naturaleza que se pierden en
el anonimato porque no son los privilegiados que suelen vivir lejos de esas
problemáticas.
Hace unos años el
hijo de un conocido contaba sobre por qué tenía que entrar a su barrio
manejando la moto sin casco: si los vecinos no lo reconocían le tiraban para
poder robarle el vehículo.
Otro contaba que
demoraba más para llegar a trabajar porque habían llegado unos nuevos al barrio
que decidieron empezar a cobrar peaje. Se adueñaron del espacio público y
cobraban por el derecho a pasar por uno de los pocos pasos directos que había
desde el barrio popular hacia la zona industrial.
Todo el tiempo
estamos frente a la inseguridad, aunque elegimos naturalizar esos hechos de
violencia y seguir mirando hacia adelante. ¿De qué sirve detenerse a pensar en
las pésimas condiciones de seguridad más que para preocuparse aún más del
constante deterioro de la calidad de vida?.
El caso de
Blaquier desnudó, además, todo el fracaso de la forma de ver y entender el
mundo que logró imponer el kirchnerismo tras casi dos décadas desde su llegada
al poder. Ahora ya son lo establecido, no lo contracultural de sus inicios.
Moldearon a la sociedad, la política y la justicia argentinas a su voluntad,
así que ya no queda margen para que se hagan los desentendidos. Todo esto es el
resultado de una gran simulación que terminó saliendo peor de lo que se
esperaba.
Los efectos de ese
discurso amojosado de centro de estudiantes de facultad de Ciencias Sociales
deja en evidencia el fracaso de que el Estado ignore su propia naturaleza; que
le dé la espalda al mismísimo fundamento de su existencia. Si el Estado no se
asegura la capacidad de construir un orden -basado en el respeto a la
integridad física y la propiedad privada, tal como lo enunció Locke hace casi
350 años- no puede prosperar ninguna actividad humana.
Cuando ayer salió
el tema en clases, uno de los chicos dijo “También, cómo se va a resistir, si
es uno de los diez tipos más ricos de la Argentina”. A mí también me enseñaron,
hace un cuarto de siglo, que si me querían robar la bici se la tenía que
entregar a los ladrones porque la vida es más valiosa, pero eso no está bien ni
convierte en lógico un desenlace luctuoso.
Buena parte de las
reflexiones apuntaron al supuesto error del empresario, como si defenderse de
un ilícito fuese una actitud reprochable. Es increíble lo trastocados que están
los valores.
El episodio
desnuda el total y rotundo fracaso de abandonar la función punitiva del Estado
en detrimento de la función social y económica. Ciertamente las condiciones
materiales de existencia pueden empujar a algunas personas a volcarse por el
delito, pero la sensación de que la posibilidad de ser castigado por incurrir
en el mismo es mínima también influye fuertemente en las chances de que ocurra.
El modelo
kirchnerista del cartón pintado y sus ornamentos retóricos ha probado su total
y absoluto fracaso. En dos décadas -entre las que tuvo los mayores precios de
los commodities de la historia, con los mejores términos de intercambio jamás
registrados y una economía saneada tras el golpazo de 2001- se dedicó a tirar
la plata, sin sacar a nadie de la pobreza estructural, sin mejorar las
cárceles, sin mejorar los indicadores educativos; se llenó la boca con un
garantismo zaffaroniano que debería haberle valido el descrédito a la runfla de
Justicia Legítima y propició reducción de penas a casos en los que no debería
haber ocurrido.
Robert Nozick
escribió Anarquía, Estado y Utopía hace más o menos medio siglo. Es, a mi
entender, el mejor argumento a favor de la existencia del Estado, aunque sea
uno mínimo. Estudia la anarquía (y el problema de la seguridad), estudia el
Estado (y el problema de que sea demasiado grande) y propone una utopía
minarquista en donde la clave es equilibrar libertad individual y seguridad.
Todo se reduce a eso: que puedas vivir tu vida sin molestar a otros; que nadie
pueda obligarte a hacer nada que no querés (como entregar tu propiedad). El
Estado es la seguridad.
Nosotros no
llegamos a eso. No entendemos la importancia de respetar el orden porque ha
sido el mismo gobierno el que ha dejado de hacerse cargo de respetarlo. No hay,
bajo las funciones actuales de un Estado elefantiásico, prácticamente ninguna
función que justifique su existencia.
El Estado actual
no garantiza la vida y la propiedad, sino que defiende a los que amenazan a una
y otra; no previene los hechos a través de la inclusión, porque elige
transferir recursos sin generar oportunidades reales; no rehabilita a los que
cometen ilícitos, porque se desentiende de las cárceles; no castiga a los
victimarios, porque elige considerarlos víctimas.
Blaquier fue toda
su vida un privilegiado, pero le tocó encontrar la muerte como a tantos otros.
No alcanza con encerrarse en un barrio privado, ir a escuelas bilingües,
veranear en el exterior o tener actividad social en clubes deportivos
exclusivos: todos formamos parte de la misma sociedad, en la que matar o morir
es una posibilidad ligada directamente a la política de abandono del Estado
gendarme que llevamos viendo hace veinte años.