miércoles, 2 de noviembre de 2022

BLAQUIER

 

 y el Estado abandónico

 

Por Javier Boher

 

Alfil, 1-11-22

 

Es increíble las cosas que tienen que llegar a pasar para que paremos a pensar qué nos está pasando como sociedad. El domingo temprano se conoció la noticia de que Andrés Blaquier, primo de los actuales dueños del ingenio Ledesma y responsable del negocio agropecuario de la firma, había sido asesinado cuando intentaron robarle la moto.

 

La noticia tomó tal volumen por tratarse de un representante de una de las familias más ricas del país, la oligarquía que odia Luis D’Elía (quien celebró el asesinato, algo que está en todo su derecho de hacer pero que lo pinta de cuerpo entero). Día a día hay varios muertos en situaciones de distinta naturaleza que se pierden en el anonimato porque no son los privilegiados que suelen vivir lejos de esas problemáticas.

 

Hace unos años el hijo de un conocido contaba sobre por qué tenía que entrar a su barrio manejando la moto sin casco: si los vecinos no lo reconocían le tiraban para poder robarle el vehículo.

 

Otro contaba que demoraba más para llegar a trabajar porque habían llegado unos nuevos al barrio que decidieron empezar a cobrar peaje. Se adueñaron del espacio público y cobraban por el derecho a pasar por uno de los pocos pasos directos que había desde el barrio popular hacia la zona industrial.

 

Todo el tiempo estamos frente a la inseguridad, aunque elegimos naturalizar esos hechos de violencia y seguir mirando hacia adelante. ¿De qué sirve detenerse a pensar en las pésimas condiciones de seguridad más que para preocuparse aún más del constante deterioro de la calidad de vida?.

 

El caso de Blaquier desnudó, además, todo el fracaso de la forma de ver y entender el mundo que logró imponer el kirchnerismo tras casi dos décadas desde su llegada al poder. Ahora ya son lo establecido, no lo contracultural de sus inicios. Moldearon a la sociedad, la política y la justicia argentinas a su voluntad, así que ya no queda margen para que se hagan los desentendidos. Todo esto es el resultado de una gran simulación que terminó saliendo peor de lo que se esperaba.

 

Los efectos de ese discurso amojosado de centro de estudiantes de facultad de Ciencias Sociales deja en evidencia el fracaso de que el Estado ignore su propia naturaleza; que le dé la espalda al mismísimo fundamento de su existencia. Si el Estado no se asegura la capacidad de construir un orden -basado en el respeto a la integridad física y la propiedad privada, tal como lo enunció Locke hace casi 350 años- no puede prosperar ninguna actividad humana.

 

Cuando ayer salió el tema en clases, uno de los chicos dijo “También, cómo se va a resistir, si es uno de los diez tipos más ricos de la Argentina”. A mí también me enseñaron, hace un cuarto de siglo, que si me querían robar la bici se la tenía que entregar a los ladrones porque la vida es más valiosa, pero eso no está bien ni convierte en lógico un desenlace luctuoso.

 

Buena parte de las reflexiones apuntaron al supuesto error del empresario, como si defenderse de un ilícito fuese una actitud reprochable. Es increíble lo trastocados que están los valores.

 

El episodio desnuda el total y rotundo fracaso de abandonar la función punitiva del Estado en detrimento de la función social y económica. Ciertamente las condiciones materiales de existencia pueden empujar a algunas personas a volcarse por el delito, pero la sensación de que la posibilidad de ser castigado por incurrir en el mismo es mínima también influye fuertemente en las chances de que ocurra.

 

El modelo kirchnerista del cartón pintado y sus ornamentos retóricos ha probado su total y absoluto fracaso. En dos décadas -entre las que tuvo los mayores precios de los commodities de la historia, con los mejores términos de intercambio jamás registrados y una economía saneada tras el golpazo de 2001- se dedicó a tirar la plata, sin sacar a nadie de la pobreza estructural, sin mejorar las cárceles, sin mejorar los indicadores educativos; se llenó la boca con un garantismo zaffaroniano que debería haberle valido el descrédito a la runfla de Justicia Legítima y propició reducción de penas a casos en los que no debería haber ocurrido.

 

Robert Nozick escribió Anarquía, Estado y Utopía hace más o menos medio siglo. Es, a mi entender, el mejor argumento a favor de la existencia del Estado, aunque sea uno mínimo. Estudia la anarquía (y el problema de la seguridad), estudia el Estado (y el problema de que sea demasiado grande) y propone una utopía minarquista en donde la clave es equilibrar libertad individual y seguridad. Todo se reduce a eso: que puedas vivir tu vida sin molestar a otros; que nadie pueda obligarte a hacer nada que no querés (como entregar tu propiedad). El Estado es la seguridad.

 

Nosotros no llegamos a eso. No entendemos la importancia de respetar el orden porque ha sido el mismo gobierno el que ha dejado de hacerse cargo de respetarlo. No hay, bajo las funciones actuales de un Estado elefantiásico, prácticamente ninguna función que justifique su existencia.

 

El Estado actual no garantiza la vida y la propiedad, sino que defiende a los que amenazan a una y otra; no previene los hechos a través de la inclusión, porque elige transferir recursos sin generar oportunidades reales; no rehabilita a los que cometen ilícitos, porque se desentiende de las cárceles; no castiga a los victimarios, porque elige considerarlos víctimas.

 

Blaquier fue toda su vida un privilegiado, pero le tocó encontrar la muerte como a tantos otros. No alcanza con encerrarse en un barrio privado, ir a escuelas bilingües, veranear en el exterior o tener actividad social en clubes deportivos exclusivos: todos formamos parte de la misma sociedad, en la que matar o morir es una posibilidad ligada directamente a la política de abandono del Estado gendarme que llevamos viendo hace veinte años.