Tomás Salas
Infocatólica,
19/07/23
Las revoluciones
anteriores se han dado en el orden social, político, económico, moral. La
francesa (siglo XVIII), la comunista (XX), la ruptura moral de los 60 (mayo
francés)… todas se han opuesto al Cristianismo y, paradójicamente, ninguna de
ellas puede prescindir de elementos de la tradición cultural cristiana ni
concebirse fuera de este ámbito. Hoy, sin embargo, estamos inmersos en una
revolución distinta: persistente, incruenta, omnipresente -a veces, de forma
subliminal- en la cultura, en la enseñanza, en los medios.
Ya no se trata de
colocar al hombre en una sociedad donde se reconozca su soberanía, ni
conducirlo a un paraíso sin lucha de clases (ya que una de las clases ha sido
eliminada), ni llevarlo a una total liberación, que se identifica con sus deseo
y problemas. Esta nueva revolución, a la que podemos llamar antropológica,
pretende hacer una mutación en el concepto mismo de hombre, reduciéndolo a
alguno de sus elementos constitutivos --su carácter de ser vivo, su condición
animal, su capacidad de razonamiento lógico…- Se trataría, en última instancia,
de destruir el concepto de hombre que hemos sustentado en una larga tradición
cultural y religiosa.
Los elementos del
debate son radicalmente nuevos, aunque nada surge ab nihilo y todo tiene sus
antecedentes. Las consecuencias son graves; no sólo se han producido cambios en
las costumbres, también en la legislación de muchos países, por lo que ya no
hablamos de opiniones o hipótesis, sino de normas de obligado cumplimiento. Nos
situamos en un nuevo paradigma que parece colocar en el terreno de las
antiguallas al ser humano dotado de libertad y razón y poseedor de una dignidad
inalienable.
De esta ardua
batalla en la que estamos inmersos trata este libro Llamados a encontrarnos. Su
autor es titular de una parroquia malagueña y profesor en Centro de Teología de
la diócesis. Posee una sólida formación en Antropología Teológica, como lo
avala su tesis doctoral dirigida por Mons. Ladaria[1], y otras publicaciones.
Primeramente,
destaco que es un acierto situar el ámbito de este debate en el terreno
antropológico. Escribe: «No hay proyecto de sociedad, manifestado en sus
instituciones, modos de vida, legislación, producciones técnicas y
espirituales… que no esté alentado por una visión antropológica» (p.9).
En este ámbito
aparecen las antropologías antihumanistas, las que el autor llama del
«desencuentro». Castro hace un resumen de este complejo panorama, distinguiendo
acertadamente las corrientes del Posthumanismo (pp. 20-26) y las del
Transhumanismo (pp. 26-29). Por un lado engloba en el Posthumanismo aquellas
visiones del hombre que lo reducen a su condición, biológica, animal, a un ser
movido por sus instintos y, en todo caso, por su voluntad. Aquí tenemos una
serie de tendencias que están en plena expansión: la ideología de género, los
nuevos modelos de familia, el animalismo, el especismo. Por otro lado, el
Transhumanismo (concepto de moda entre muchos pensadores actuales) que presenta
al hombre como una máquina de pensar sumamente compleja, que puede ser
sustituida en un futuro por la inteligencia artificial, por la realidad
virtual. Aquí podemos encajar la idea del «Metaverso» (una realidad virtual
sustituyendo a la «real») o las ficciones futuristas de Blade Runner, en la que
hombres y androides conviven casi en pie de igualdad en una utopía robótica que
ya no parece tan lejana.
El pobre ser
humano se encuentra en tierra de nadie. Por debajo queda el sistema biológico,
regido por las leyes ciegas de la naturaleza, sin otra guía que una voluntad
confundida con el deseo. Por encima, la sofisticada creación técnica del propio
hombre que puede sustituir a lo que creíamos que era la maravillosa mente
humana.
Frente a esas antropologías
que nos deshumanizan, Castro propone una antropología cristiana, que él define
por el rasgo del «encuentro». Encuentro con los demás y con el Creador.
Encuentro que es consecuencia del carácter «referencial» del ser humano, como
tantos pensadores cristianos (Laín, Zubiri, Marías) han destacado. El hombre es
un ser con el otro, para el otro, desde el otro. Frente al sartriano «los demás
son el infierno», oponemos la visión cristiana de los demás como base en la que
fundamentamos el sentido del propio yo.
Se trata, de una
antropología con una dimensión esencialmente crística. Cristo como «hombre
perfecto y perfecto hombre» es el punto desde el que se parte y hacia el que se
tiende.
¿Cómo se ha
llegado a esta situación? ¿Dónde están las raíces que han alimentado este
árbol? El autor comienza hablando del giro antropológico de la cultura
occidental, de cómo el hombre se convirtió en el centro de todas las
preocupaciones. «La era moderna se caracterizó por colocar en el centro de toda
perspectiva al ser humano. Los diversos humanismos tenían en su núcleo una
visión acerca de qué es el hombre, qué es lo verdaderamente humano, y sobre la
base de este criterio conformaban sus propuestas morales, sociales, políticas…
(p.13). Es ese dilatado proceso humanista, ilustrado que desemboca en la
declaración de los Derechos Humanos (p. 106) y avanza paralelo al proceso de
secularización (p. 106) que, entre otras cosas, da lugar al estado laico.
Este largo proceso
del humanismo puede definirse como antropocéntrico: «A lo largo de toda la era
moderna lo que se ha plasmado cultural e ideológicamente en nuestra sociedad ha
sido el imaginario antropocéntrico, ligado a la convicción acerca de la
dignidad de cada ser humano» (p. 10).
Ahora bien, un
concepto del hombre sin referencia a Dios termina siendo un concepto inhumano.
«El humanismo exclusivo es un humanismo inhumano» (107). Y esa antropología sin
Dios tiene sus consecuencias, su inevitable vertiente práctica: la indiferencia
hacia los demás, su consideración de meros objetos de los que me interesa su
utilidad.
¿Estaba ya en ese
giro antropocéntrico la semilla de estas antropologías inhumanas? ¿No se
imponen esas antropologías en la medida en que avanza ese proceso de
secularización? La repuesta a estas preguntas es, cuanto menos, inquietante.
Lo cierto es que
nada es nuevo. En el comienzo del Génesis ya aparece esta situación
especialmente paradójica del ser humano, esta continua tensión entre dos polos.
Dios hace a su criatura del «barro de la tierra»; he aquí el humus primario,
natural de donde surge; no es un ser angélico sino una criatura amasada con la
tierra de este mundo, limitado por las leyes naturales que rigen el mundo
material. En el otro extremo está su aspiración irrefrenable: «el Árbol de la
ciencia del bien y del mal»; es decir, poseer la inteligencia infinita de su
Creador, serlo él mismo. Esta tentación henchida de soberbia, la pretensión
fáustica que roza lo demoniaco. En esta primitiva escena están planteados ya el
posthumanismo (barro de la tierra) y el transhumanismo (árbol de la sabiduría).
Entre estos dos extremos, al hombre le queda sólo el camino del encuentro: la
comunión con su Creador y, en consecuencia, con las otras criaturas; vivir de
acuerdo a sus Leyes con la ayuda de su Gracia.
Francisco A.
Castro Pérez, Llamados a encontrarnos. Ser humano en un tiempo inhumano, Sal
Terrae, 2023
[1] Cristo y cada
hombre. Hermenéutica y recepción en la Antropología Teológica del principio de
solidaridad del Verbo encarnado en cada ser humano (Gaudium et Spes, 22), Universidad Gregoriana de Roma, 2010.