viernes, 8 de julio de 2016

¡TODO EL PODER A LA CÁMARA FEDERAL!


Los jueces dicen saber que la situación con el gas es insostenible, pero que esto no puede dar origen a un servicio cuyo precio sea inaccesible para la población. Este es un peligroso silogismo.


Por Pablo Esteban Dávila
Diario Alfil, 7 julio, 2016


Propongamos algo simple: no votar más. Ahorrémonos las molestias de elegir entre políticos que proponen cosas distintas y que, una vez que llegan a la Casa Rosada, sólo nos digan lo mal que están las cosas y lo doloroso que será encaminar al país. Liberémonos de la tiranía de la economía, la ciencia de la escasez. Disfrutemos de más libertad a pesar de no tener un presidente electo. Démosle el poder a la Cámara Federal de Córdoba.

Hacer esto terminaría todos nuestros problemas porque, aparentemente, esta gente entiende muy bien cómo solucionar las cosas sin tanto experto dando vuelta. El caso de las tarifas del gas es paradigmático. El pasado martes se conoció que este Tribunal suspendió el aumento dispuesto por el gobierno para todos los habitantes de la provincia de Córdoba y que, al mismo tiempo, retrotrajo los valores del fluido al 31 de marzo pasado. A partir del fallo, en el territorio provincial no regirán las resoluciones 28/2016 y 31/2016 del Ministerio de Energía de la Nación. ¿Quién dijo que Córdoba no era una isla?

La medida, aunque a muchos usuarios les venga de perillas, no deja de ser demagógica. Es muy fácil ordenar que el gas valga lo mismo que Julio De Vido decía que tenía que valer (que era muy poco), pero mucho más difícil explicar cómo se hace para sostener una matriz energética con precios ridículos y multimillonarios subsidios estatales. En estas sutilezas la Cámara no profundiza, pese a que sus miembros hayan dicho que “Este tribunal no desconoce las razones invocadas por el Estado nacional en torno a la compleja situación del sistema hidrocarburífero del país y la necesidad de contar con mayores recursos para salir de la misma, pero consideramos que ello no puede tornar inaccesible un servicio imprescindible para los ciudadanos”. En otras palabras, los jueces dicen saber que la situación es insostenible, pero que esto no puede dar origen a un servicio cuyo precio sea inaccesible para la población.

Este es un peligroso silogismo. No hay peor servicio que el que no se brinda. Si se sigue por el camino que señala la Cámara pronto no tendremos más gas ni electricidad y, sin ellos, “los ciudadanos” prolijamente invocados en el fallo no tendrán este tipo de servicios en absoluto. ¿Serán entonces capaces de fallar a favor que se descubran mayores reservas hidrocarburíferas en la Argentina al precio fijado por los Kirchner? Quién puede lo más, puede lo menos.

Más allá del lógico desasosiego provocado por los incrementos dispuestos por el gobierno, a nadie escapa que la situación heredada por el kirchnerismo era una costosísima ficción que amenazaba con destruir la capacidad de generación energética del país. Los precios del gas en particular (y de la energía en general) no cubrían costos elementales de producción y distribución, y prácticamente todas las empresas proveedoras se encontraban en situación de quebranto. El manejo político de los precios de la energía no sólo llevó al fin del autoabastecimiento, sino que también a situaciones ridículas. 

Familias de clase media o media alta pagaban menos por el gas que familias de escasos recursos, condenadas a garrafas de precio libre. El gobierno anterior no dudaba en abonar una media de catorce dólares el millón de BTU a barcos metaneros (que traían gas licuado desde cualquier parte del mundo) o siete dólares a Bolivia por el mismo concepto, pero condenaba a los productores locales a recibir sólo dos dólares por millón de BTU dentro del psicodélico marco regulatorio establecido para mantener los precios internos artificialmente bajos. 

Nadie, ni siquiera Daniel Scioli, sabía que semejante engendro podría continuar ni un minuto más.
Nadie excepto la Cámara Federal, por supuesto. Su fallo parece decirnos que el ENARGAS es cartón pintado (efectivamente lo fue durante el decenio kirchnerista) y que las cosas pueden permanecer indefinidamente como están, a menos que la Corte Suprema diga algo diferente. El asunto se torna absolutamente surrealista cuando se advierte que quienes impulsaron el recurso que dio origen a este fallo son Horacio Viqueira y Valentina Enet, dos antiguos funcionarios K que, por lo que se sabe, jamás advirtieron las consecuencias del desaguisado energético al que estaba sometiendo al país Cristina Fernández.

Es cierto que la administración macrista no implementó audiencias públicas, tal como señala la ley, pero nada se dice que De Vido sí las convocó, y que estas avalaron aumentos en los años 2005 y 2007, aunque luego el entonces ministro decidiera recoger el barrilete y mantener los valores liliputienses de las boletas del gas. Juan José Aranguren bien podría sostener (y probablemente lo haya hecho) que los incrementos dispuestos son una continuación de aquellas audiencias, suspendidos irresponsablemente por su antecesor.

También roza el paroxismo que la Cámara haya dispuesto que ningún cordobés debe pagar las boletas con aumentos. En este punto ha practicado kirchnerismo puro y duro. Para los jueces, es lo mismo un habitante de Las Delicias que otro de Barrio Müller, en el supuesto que éste tuviera, efectivamente, servicio de gas natural. Porque una cosa es otorgar un amparo a Zutano –quién probablemente tenga una situación personal compleja o haya sido víctima de un cálculo erróneo en su facturación– y otra muy distinta es dársela a centenares de miles de fulanos, entre los cuales haya muchos que pueden pagar las nuevas facturas. ¿No es éste un hermoso caso de populismo judicial?

Así son las cosas. El Poder Judicial se quejaba de que Néstor y Cristina querían limitar su independencia y acabar con los magistrados desafectos, pero Mauricio Macri bien podría lamentarse que ciertos jueces invaden las competencias que la Constitución Nacional ha reservado al Poder Ejecutivo. No sería, por cierto, un lamento desafortunado. Es tan malo que el presidente intervenga en cuestiones de otro poder como que éste lo haga en materias que son resorte exclusivo del gobierno. Estas intromisiones son aberraciones de la República. 

Montesquieu había dicho que “que el poder de los jueces es de alguna manera nulo y que no son sino la boca muda que pronuncia las palabras de la ley” pero ahora resulta que son bocas que crean derecho, y que controlan a los restantes poderes sin que su propio poder se encuentre debidamente controlado. Muchos, ingenuamente, hasta intentan generar posiciones doctrinales para justificar esta desmesura. No es esta, precisamente, la imagen que propone un estado liberal.
El populismo, como se advierte, no es privativo ni del peronismo ni de los Kirchner. Hay personas distinguidas dentro de la justicia que no se resisten a las lisonjas ni los clamores del pueblo, aunque no sea lo correcto. 

El gobierno tiene estamentos técnicos, expertos, cálculos y, se supone, un sentido de la prudencia que lo llevan a tomar determinadas decisiones, muchas de las cuales probablemente sean desagradables. Pero esto parece no importar demasiado. No interesa que los incrementos tarifarios formen parte de la competencia del presidente, ni que la gente que lo hubo de votar supiera que todo esto formaba parte del doloroso paquete para recuperar el tiempo perdido en el campo energético. Es mucho más simpático decir que aquí nadie debe pagar nada y pasarle la pelota envenenada a otro. Total, que se arreglen los políticos, que para eso están.

Para evitar esto, tan desagradable, es que volvemos a nuestra propuesta inicial: démosle todo el poder a la Cámara Federal. En poco tiempo aparecerán los fallos que necesitamos: fin de la gripe A, descenso de la inflación, aumento del empleo, ganar la final a Chile o que Belgrano salga campeón. Todo se reduce a redactar el fallo correcto. ¿Cómo no nos dimos cuenta antes?