martes, 31 de octubre de 2023

CARTA DEL P. JAVIER OLIVERA RAVASI

 

Buenos Aires, 28 de octubre de 2023

 

Querido Mario (Caponnetto):

 

Muchas gracias por tu correo, por tu caridad y tu prudencia en las palabras.

 

El texto que publiqué con fuentes viene a colación de un pequeño manual de ideologías que estoy escribiendo (algo así como “ideologías para bárbaros”) donde, entre otras, también estará presente, como debe ser, el liberalismo en sus diversos grados (lo más difícil, como te imaginarás, es resumir estos temas para la gente joven).

 

A partir de la coyuntura política de nuestro país (las elecciones de Noviembre de 2023, en la que se enfrenta el kirchnerismo y el liberalismo/libertario), efectivamente, me pareció conveniente y prudente publicarlo, sobre todo cuando comencé a leer que algunos hasta negaban su autenticidad (“no puede ser de San Pío X…”- decían).

 

Como bien sabes, sigo las nociones de filosofía práctica que me enseñaron mis padres (el mío hasta fue dirigente político y yo mismo llegué a ser candidato a diputado provincial en mi juventud), el querido Octavio Sequeiros, Díaz Araujo y, a partir de ellos las de Maurras, el Padre Julio Meinvielle y los hermanos Irazusta, entre otros. Vos, en cambio, con otros grandes y entrañables amigos, la que predicara el mártir Jordán Bruno Genta que ayer mismo recordábamos en un nuevo aniversario de su martirio (aún no reconocido por la jerarquía eclesiástica, lamentablemente).

 

Entiendo tus diferencias pero no las comparto. Y no las comparto porque, por un lado, creo que se trata de dos planos del saber distintos: el orden teórico, metafísico, apodíctico, necesario, que parte de los primeros  principios para alcanzar la Verdad, y el orden práctico, moral, que en la especie política, obra sobre lo contingente, lo irrepetible y lo que, desde la prudencia intenta buscar los medios para lograr el fin que no es otro que el Bien Común político.

 

Pero por el otro, tampoco las comparto por las probables consecuencias de esas acciones prudenciales. Me explico: creo que la prédica contra la democracia moderna de cierta parte del nacionalismo católico argentino (y subrayo “cierta parte”) ha logrado no sólo un abstencionismo partidocrático (totalmente lícito, por cierto) sino también, y sin buscarlo, un cierto “celo amargo” entre algunos jóvenes que creen que sólo resta esperar el martirio o la parusía, sin intentar hacer algo en pos de la cosa pública (para no decir “re-pública” y recordar a Anzoátegui). Y esto, aún cuando algunos tuvieran vocación y talento para ello.

 

Yo opino con Maurras que la cuestión política debe ser, cronológicamente y siempre, anterior no a los principios (claro está) sino al mismo desarrollo de la realidad (“politique d’abord”). De lo contrario, ¿de qué nos serviría una restauración católica en lo individual, una restauración de los primeros principios en nuestros estudiantes si el país continuara siendo vasallo de los imperios y sometido a las agendas globalistas? La primera de las libertades del hombre es la independencia de su Patria y, junto con ella, la restauración de los principios; no una cosa sin la otra. No aut… aut, sino et…et.

 

Respecto a la reiterada lucha contra la forma de gobierno democrática que algunos han tomado, sólo diré que yo participo de la visión irazustiana (y católica, creo) de la relatividad de esas formas, según la cual nacen de una empresa de gobierno bien lograda (situación que no ha ocurrido todavía entre nosotros, por cierto).

 

Son esas formas de gobierno relativas las que permitieron a lo largo de la historia que algunos cristianos fuesen consejeros de emperadores politeístas o que ciertos pueblos bárbaros fuesen conquistados para Cristo, aún en situaciones doctrinalmente desfavorables: San Remigio no buscó que Clodoveo fuera “primero” un católico ortodoxo y excelente en su doctrina para, recién luego, presentarle a Santa Clotilde, sino que hizo de Celestino entre un pagano que adoraba a las ranas y una princesa cristiana para que, con el tiempo, se formara el primer reino católico de occidente. Así, de la mano de la cosa pública, iría la restauración de la cultura greco-romana y la instauración de la única religión verdadera.

 

En cuanto a mí, al escribir intento ajustarme siempre a la virtud de la Veracidad, y al obrar u opinar en política, a la de la Prudencia; y en todo, con Caridad. Tratando de no disparar nunca “hacia la derecha” ni de criticar a quien intenta hacer algo si no hay necesidad. Sino al contrario: intentando hacer apostolado con quienes aún no son “propia tropa” pero que, con poco esfuerzo, paciencia y caridad, Dios termina obrando en ellos la conversión. Me sobran los ejemplos. Es claro que en estos temas, siempre se corren riesgos, pero son los propios de quien se mueve sin certezas en los resultados.

 

Porque es muy cierto que alguien tiene que decir la Verdad públicamente pero también alguien tiene que hacer Bien en el orden práctico según nos lo permita el Buen Dios y  conforme la vocación de cada cual.

 

En fin, se trata de ópticas diferentes que no tienen por qué empañar nuestra amistad. Lo cierto es que, hasta la actualidad, no creo haberme desviado aún de mi camino que, si bien no todos compartirán, creo que es el que debo seguir en conciencia.

 

En cuanto a mí, espero nunca vacilar en apoyar a todo aquel que haga algo en pos de la Patria y de la verdadera Fe o, en su defecto, a quienes -sin que se nos pida la claudicación en los principios ni acallar la voz ante las legítimas diferencias- intenten hacer mermar en algo el mal que por todos lados se cierne, hasta tanto llegue (o logremos formar) un caudillo católico para restaurar el orden social cristiano; y todo eso, aun a riesgo de equivocarme muchas veces, como es propio de los enemigos de “la inacción que es la cordura”, según decía el agnóstico Borges.

 

Un gran abrazo en Cristo y la Patria y sigamos manteniendo la sentencia escolástica que siempre te ha caracterizado: in dulcedine societatis quaerere veritatem (“en la dulzura de la amistad buscar la verdad”).

 

Un abrazo

 

P. Javier

CLAVES

 

 para desenmascarar Halloween: el consumista, el satanista y las alternativas

 

Adelante España, Octubre 31, 2023

 

La noche del 31 de octubre muchos celebran Halloween, una pseudo fiesta pagana de origen norteamericano que gracias al imperialismo se ha extendido por Occidente a través de las películas, la afición al género de terror, los disfraces, una cierta cultura de la transgresión. Y es que la imposición de Halloween se extiende a todos los niveles. No hace falta ser cristiano para entender el espíritu macabro que hay detrás de Halloween.

 

Esta fiesta -o mejor dicho, “antifiesta”- puede parece inofensiva. Pero lo cierto es que se ha convertido en un instrumento más de adoctrinamiento infantil. Las televisiones o plataformas de entretenimiento cambian su programación con el fin de resaltar su importancia en la vida de los niños. Las tiendas se llenan de telarañas, murciélagos o calabazas. Incluso los colegios se decoran en estos días con motivos de Halloween. Todo repleto de elementos feos, macabros y terroríficos.

 

Vale la pena entender esta fiesta pagana., sus orígenes, efectos y alternativas, antes de practicarla con nuestros hijos.

 

1. El origen del nombre

La Solemnidad de todos los Santos es el 1 de noviembre y en la Iglesia se empieza a celebrar desde la noche anterior. Por ello la noche del 31 de octubre, en el inglés antiguo, era llamada “All hallow’s eve” (víspera de todos los santos). Más adelante esta palabra se abrevió a “Halloween”.

 

Pero el Halloween es otra cosa. No celebra los santos. Por el contrario, exalta la fealdad y el horror. Promueve todo lo que es contrario a los atributos de Dios, esto es: la fealdad, el horror, la irreverencia, la oscuridad y el mal gusto. En definitiva, busca promover el mal que es, “La privación del bien, la verdad y la belleza”.

 

2. Las raíces celtas y el trato con muertos

Antropólogos e historiadores consideran que al menos desde el siglo VI antes de Cristo los celtas del noroeste europeo celebraban el fin de año con la fiesta de “Samhein” (o Samon), festividad del sol que se iniciaba la noche del 31 de octubre y que marcaba el fin del verano y de las cosechas. Creían que el dios de los muertos permitía esa noche que los difuntos llegaran a la tierra, cosa preocupante para los vivos, que debían buscar las formas de protegerse, bien con sacrificios (a veces humanos) o, según otros, disfrazándose para no ser reconocidos.

 

Como las fronteras con el Otro Mundo se debilitaban, también era un buen momento para practicar adivinación, hablar con ciertos dioses, con los muertos, buscar lo oculto… En este caso la motivación ya no era el respeto a los difuntos y servirlos (o protegerse de ellos) sino la búsqueda de poder, la idea de que con la metodología adecuada (magia, brujería, poder al fin y al cabo) es posible forzar o engañar al Otro Mundo a entregar sus secretos o su fuerza.

 

3.  Se intenta destruir y sustituir la festividad de Todos los Santos

Muchos pueblos celtas cristianizados mantuvieron a nivel popular distintas costumbres y festejos de origen pagano. Además, la coincidencia cronológica de la fiesta pagana del “Samhein” con la celebración de Todos los Santos y que el 2 de noviembre se celebre la de los Fieles Difuntos, mezcló los festejos en las mismas fechas.

 

Pero el Halloween actual se está utilizando como una auténtica invasión que está intentando devorar la tradición del día de Todos los Santos.

 

Además, Halloween invita a la desesperanza, todo lo contrario del día de Todos los Santos. En efecto, y es que realmente no se promueve el miedo como a priori se puede pensar, sino, más bien, la desesperanza. Basta recordar las palabras inscritas en el dintel de las puertas del infierno de la Divina Comedia de Dante: “Vosotros, los que entráis, dejad aquí toda esperanza” (Infierno, Canto III, 6).

 

4. El Halloween consumista. El gran negocio de la celebración

Hollywood ha contribuido con la expansión celebrativa del Halloween a través de numerosas películas en las que la violencia gráfica y los asesinatos crean en el espectador un estado morboso de ansiedad y angustia, provocando muchas veces una idea errónea de la realidad.

 

El Halloween mundano y consumista, por el contrario, olvida por completo al difunto real -puesto que eso obligaría a pensar seriamente en el sentido de la vida- y lo sustituye por el difunto ficticio, o sea, el monstruo, el no muerto, el vampiro o el zombie… y procurando no profundizar demasiado en una narrativa, pasando rápidamente a la bebida y la diversión.

 

Los comercios han apoyado la fiesta porque les hace vender: se vende turismo, alcohol, disfraces, cine, teatro, ocio, fiesta en general. En un país volcado en el ocio, la fiesta y el turismo como España es inevitable que algo así se fomente desde las patronales.

 

Entre los adultos jóvenes, exceptuando aquellos que les guste específicamente el cine o la literatura de terror, es una mera excusa para beber, ir de fiesta y ligar. Las tiendas de disfraces hace años que tienen comprobado que los disfraces femeninos que se venden o alquilan más en octubre no son estrictamente de miedo, sino «sexis»: «diablesa sexy», «bruja sexy», «vampiresa sexy»…

 

Por su parte, las niñas pequeñas quieren lo que salga en la TV (por ejemplo, las muñecas Monster High) y los únicos de verdad interesados en intentar dar miedo son los niños varones.

 

 En definitiva, exalta la cultura de la muerte. La asimilación de la desesperación al final lleva a lo que desea la revolución secularista: “Comamos y bebamos que mañana moriremos”. Por eso no es extraño que muchos adolescentes y adultos, una vez pasada la infancia, tomen Halloween como una bacanal para “divertirse por la noche”.

 

Asimismo, las máscaras, disfraces, dulces, maquillaje y demás artículos son motivo para que algunos empresarios fomenten el «consumo del terror» y saquen su provecho económico de esta «moda» estadounidense.

 

5. El Halloween esotérico o satanista

Un peligro del «Halloween mundano» o «consumista» es que puede llevar al «Halloween esotérico» o demoníaco. El primero anima a «disfrutar al límite en esta noche especial», con un elemento de «arriésgate, asume peligros». El segundo refuerza esa idea: «en esta noche especial, da un paso más, arriésgate a lo sobrenatural y adquirirás poder».

 

Según el testimonio de algunas personas que practicaron el satanismo y luego se convirtieron al cristianismo, Halloween es la más importante fiesta para los cultos demoníacos porque se inicia el nuevo año satánico y es como una especie de «cumpleaños del diablo».

 

Grupos satánicos, esotéricos y brujeriles en general han heredado de los celtas la idea de que se trata de una noche «poderosa», en la que los rituales obtienen «poder».  Ex-satanistas explican que en esta noche se realizan los rituales supuestamente de «más poder», para los que algunos grupos intentan conseguir víctimas humanas, que pueden ser voluntarios fanáticos, jóvenes drogados o bebés o niños.

 

Tratar con lo demoníaco es como tratar con la mafia que asegura protegerte: te engancha y te cobra tarifas brutales. Con todo, el 99,9% de lo que pueda interesar al demonio en esta noche probablemente es el mero hedonismo, despilfarro o superstición.

 

6. Alternativas

Un punto débil de Halloween es que, al contrario que la fiesta de los Reyes Magos, por ejemplo, no tiene una historia, un cuento, una leyenda, no hay una narrativa fundacional para contar.

 

Pero lo que de verdad puede contrarrestar el Halloween consumista es hablar de los muertos de verdad, de los difuntos, de nuestros seres queridos que ya murieron y de las condiciones en que nos reencontraremos con ellos…

 

Recordarlos y orar por ellos es un auténtico contacto con la Otra Vida, que gestiona Dios. Eso es algo profundamente instalado en el corazón de cualquier ser humano que ya haya perdido un ser querido. Detenerse un momento y reflexionar sobre eso puede transformar a una persona.

 

Y ahora que ya tienes una breve síntesis de lo que es Halloween, piensa si es buena idea celebrarlo con tus hijos. De ti depende

lunes, 30 de octubre de 2023

EXTRAÑANDO EL COLEGIO ELECTORAL


 

 Javier Boher

 

Alfil, 27-10-23

 

Hay algo que la gente parece haber olvidado por completo: la vida sigue más allá de los políticos. Está claro que los gobiernos nos condicionan en múltiples dimensiones, pero a quienes ejercen los cargos los tiene completamente sin cuidado lo que le pasa a la gente común. Ni siquiera saben que existe algo más allá de la búsqueda del cargo.

 

Esta reflexión viene a que estas elecciones nos han enfrentado a un problema que se vende como una cuestión moral. El ballotage es un mecanismo institucional que existe a los fines de elegir el presidente más tolerable para la mayoría de la gente. El momento de expresar preferencias por un deso positivo ya pasó. Ahora se trata de otra cosa.

 

En el medio, la gente no termina de aceptar que es una herramienta de construcción de legitimidad de gobierno. Los reproches a los potenciales votantes de una u otra fórmula se van apilando, llegando incluso a exponer a la gente a situaciones de violencia. No se trata solamente de encono hacia los que siempre votan distinto, sino de rechazo a los que suelen coincidir, pero que ahora se diferencian en esta situación poco común en la que hay que tomar una decisión maniquea.

 

Esta omnipresencia de la política, que empuja a la gente a un sentimiento de agobio, es producto de exponer a los ciudadanos a esa elección puntual. Todo se pasa por el tamiz del ballotage, con juicios de valor sobre la calidad de la persona que tiene en su mano el poder para decidir quién será el próximo presidente. A modo de ejemplo, un amigo decidió suspender un asado porque no quería tener que ponerse a hablar de política y economía a lo largo de la noche.

 

Entiendo que a algunas personas les cuesta discutir sobre política, especialmente porque creen que las cosas son personales. Parte de la maduración y el gusto por una actividad tan noble -y oscura a la vez- es el lograr separar la discusión sobre el poder y las formas en las que se lo ejerce, de la vida cotidiana. Nadie es un enemigo por pensar distinto, fundamentalmente porque siempre se pueden buscar puntos en común para pasar el rato charlando. Si no existiera esa posibilidad de intercambio y convivencia la política misma no tendría sentido.

A partir de que toda esta situación es un poco violenta para algunas personas -que se sienten más tranquilas si otros deciden por ellas- es que vino a mi mente una figura en desuso. De hecho, las primeras elecciones que puedo recordar son las de 1995, posteriores a la reforma constitucional de 1994. De allí que el Colegio Electoral sea una figura que para mí existe solamente en los libros, no como una experiencia personal.

 

Dicha institución es un mecanismo que todavía existe en Estados Unidos, aunque allá es un tanto diferente. La idea es poner una instancia de intermediación y de acuerdo entre cúpulas partidarias para resolver los potenciales problemas de gobernabilidad de liderazgos sin raigambre territorial.

 

La ley electoral argentina vigente para las elecciones de 1983 y 1989 establecía que los miembros del colegio electoral se calculaban con un umbral del 3% del padrón electoral, no sobre los votos afirmativos. De esa manera, haber superado el 3% en el recuento que se conoció el domingo no significa que hubiesen podido quedar habilitados para ingresar al colegio electoral. Eso le pasó en mis cálculos al FIT, que apenas si pudo pasar el corte dos veces, pero sin suerte: no se llevó ninguna banca para votar por el presidente y el vice.

 

Para ver cómo se repartirían los escaños se usaba el sistema D´hondt, que los asigna proporcionalmente a la cantidad de votos que obtiene cada espacio. Las tres opciones mayoritarias saldrían así beneficiadas, mientras que la cuarta opción, la de Schiaretti, quedaría subrepresentada.

 

Para el cálculo opté por dejar los tres senadores por provincia, algo incorrecto si se parte de la premisa de que se incluyó al tercer representante en la misma reforma en la que se eliminó el colegio electoral. Sin embargo, de esa manera se aumentaría la representación de las provincias pequeñas en detrimento de los distritos más grandes (situación ya agravada por el piso de cinco diputados).

 

De ese modo, el Colegio Electoral hubiese quedado con 658 miembros y hubiesen sido necesarios 330 para ser elegido presidente o vice, porque se necesitaban la mitad más uno de los votos. Según los resultados del domingo, Sergio Massa hubiese obtenido 255, Javier Milei 215, Patricia Bullrich 158 y Juan Schiaretti habría alcanzado los 30. En realidad, siendo rigurosos, los votos habrían sido para los partidos, ya que cualquier ciudadano en condiciones de ser elegido para la presidencia podría haber sido encumbrado por la institución. En ese contexto, las negociaciones hacia dentro de las coaliciones y entre las mismas podrían haber sido muy intensas, tratando de conseguir algún tipo de acuerdo que les permitiera alcanzar el número mágico para llegar al gobierno.

 

Esas negociaciones podrían haber significado llegar a un acuerdo para un gobierno de coalición, con un presidente y un vice que representen a dos de las fuerzas en pugna. La tensión entre el Pro, la UCR y la CC podría haber significado que se quiebre la coalición a la hora de votar por el ejecutivo, pero ninguna facción tendría poder para torcer la elección. Si o si el acuerdo sería político y significaría la posibilidad de construir gobernabilidad. Si además existiera la figura del Jefe de Gabinete, tres partidos podrían haberse asegurado tener un pie dentro del futuro gobierno, fulminando la posibilidad del estancamiento.

 

No podemos saber qué habría pasado si existiera el Colegio Electoral, porque ese incentivo también hubiese jugado a la hora de armar coaliciones. Sin embargo, los partidos políticos hubiesen vuelto a la centralidad de la escena: formar gobierno hubiese sido su responsabilidad, no la de los ciudadanos que ya fueron a las urnas entre tres y cuatro veces y están saturados por la política. Al final, por culpa del Pacto de Olivos me terminé perdiendo un asado.

domingo, 29 de octubre de 2023

A 30 AÑOS

 


 DE VERITATIS SPLENDOR, LA IGLESIA SE REBELA CONTRA LA GRAN ENCICLICA

 

POR AGUSTÍN DE BEITIA

 

La Prensa, 29.10.2023

 

En el decimoquinto año de su pontificado, en 1993, Juan Pablo II concretó un proyecto postergado: escribir una encíclica dedicada a explicar los fundamentos de la teología moral. Venía madurando esa idea desde hacía al menos seis años. Lo había anticipado, por ejemplo, en la carta apostólica Spiritus Domini, de 1987, escrita con motivo del segundo centenario de la muerte de San Alfonso María de Ligorio, maestro de la moral católica. Si postergó su redacción fue, en parte, porque quiso que antes viera la luz el compendio del Catecismo de la Iglesia católica, con el que este texto dialogaría. Firmada, finalmente, en la fiesta de la Transfiguración del Señor el 6 de junio de 1993, esa gran encíclica que fue Veritatis Splendor fue una respuesta al riesgo creciente de que las verdades fundamentales de la doctrina católica terminaran deformadas o negadas por numerosos teólogos. Un daño que ya estaba a la vista. Tanto era así que no dudaba en hablar de una verdadera “crisis”, porque lo que había empezado, en sus palabras, como “contestaciones parciales y ocasionales”, había dado paso, a esa altura de los acontecimientos, a un clima de desconfianza y rechazo global y sistemático contra el patrimonio moral de la Iglesia.

 

Ese clima de rechazo, Juan Pablo II lo atribuía a corrientes de pensamiento que buscaban emancipar la libertad humana de su relación esencial y constitutiva con la verdad. Una mentalidad que veía extenderse incluso en seminarios y facultades teológicas.

 

MUY ACTUAL

 

Treinta años transcurrieron desde la aparición de esa encíclica y el paso del tiempo no ha hecho más que demostrar que el valor doctrinal de ese documento resulta más actual que nunca. Porque la rebeldía de los teólogos, en medio del subjetivismo y el relativismo imperante, no ha dejado de extenderse en estos años. Hasta el punto de que el rechazo a la doctrina tradicional sobre la ley natural, la negación de que los preceptos tienen un carácter universal, y la convicción de que se puede tolerar en el ámbito moral un pluralismo de opiniones y comportamientos, dejados al juicio de la conciencia subjetiva, han escalado dentro de la propia Iglesia hasta alcanzar, como nunca antes, a su más alta jerarquía, empeñada hoy, también ella, en sumarse a la rebelión contra este documento del pontífice polaco y, en última instancia, contra la verdad misma.

 

ANTIDOTO

 

Este aniversario puede entonces servir, providencialmente, como un nuevo llamado a la reflexión, como una ocasión de volver a la sana doctrina, como un antídoto frente a la confusión del presente. Algo tanto más importante cuando está en marcha en estos días una preocupante Asamblea General del Papa con obispos de todo el mundo en el Vaticano que ha sido descrita como una "caja de pandora", de donde se espera que surjan más cuestionamientos e innovaciones en diversos asuntos morales.

 

La décima encíclica de Juan Pablo II, que por todo esto cobra súbitamente otra vez actualidad, no fue una exposición de las enseñanzas morales de la Iglesia -que para eso está el compendio del Catecismo- sino una reflexión sobre las cuestiones de fondo: la relación entre libertad y verdad, entre libertad y naturaleza, entre la conciencia y la ley. Una reflexión, en definitiva, sobre la raíz última que hace que un acto humano sea moralmente bueno. Meditación que se alimenta de las enseñanzas de la Sagrada Escritura, las de Santo Tomás de Aquino y la Tradición viva de la Iglesia.

 

El Santo Padre presenta el fundamento de la teología moral en un horizonte amplio, lejos de rigorismos y casuísticas. Explica que la verdad no solo ilumina la inteligencia, sino que además puede modelar la libertad del hombre, que así es ayudado a conocer y amar al Señor.

 

En este sentido, Wojtyla recuerda que la Iglesia, iluminada por la palabra del Maestro, cree que el hombre está llamado a la salvación mediante la fe en Jesucristo y que se santifica obedeciendo a la verdad. Claro que, reconoce, esa obediencia no siempre es fácil. Y admite que la capacidad del hombre para conocer la verdad puede estar, también, ofuscada por las tinieblas del error o del pecado. Lo que, a su vez, debilita su voluntad para someterse a ella.

 

 

SENTIDO DE LA VIDA

 

El mensaje de esperanza que trae Juan Pablo II es que, aún en medio de las tinieblas, el hombre conserva en el fondo del corazón algo de esa luz de Dios creador, una nostalgia de la verdad, una búsqueda del sentido de la vida, presente y futura, que además puede ver que existe una relación íntima entre una y la otra.

 

El punto de partida de las reflexiones del Santo Padre, desarrolladas en tres capítulos, es una penetrante meditación sobre el diálogo que entabla el joven rico con Jesús, de acuerdo con el relato de san Mateo, y que empieza con la pregunta: “Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?”. De la hermosa exégesis que se nos propone a continuación surgen cuestiones medulares sobre el tema. La primera de todas es que la pregunta del joven está orientada a la consecución del Bien absoluto, que es algo que atrae a todo hombre y que es, en realidad, un eco de la llamada de Dios.

 

En este sentido, Juan Pablo II resalta que la pregunta, y la respuesta de Cristo, que es aclararle que “uno solo es el Bueno” y que lo que debe hacer es cumplir los mandamientos, permite penetrar en el núcleo de la moral evangélica y comprenderla.

 

Así, por ejemplo, el Santo Padre hace notar que en la pregunta del joven está ya la intuición de que hay una conexión entre el bien moral y el pleno cumplimiento del propio destino. Y apunta también que, en la respuesta de Jesús está contenida la ligazón que hay entre la vida eterna y la obediencia a los mandamientos, y entre aquella y el seguimiento de Cristo, que es el “fundamento esencial y original de la moral cristiana”.

 

CAMINO DE PERFECCION

 

Se trata, pues, de un camino de perfección que supone mucho más que el mero cumplimiento legalista de los mandamientos, que sería apenas la primera etapa de ese recorrido.

 

Del razonamiento surge con claridad por qué es necesario que el hombre de hoy vuelva su mirada a Cristo para obtener de él la respuesta sobre lo que es bueno y lo que es malo. Del mismo modo que aparece con claridad cómo la debilidad del hombre, herido por el pecado, restringe su libertad, lo esclaviza. Esto es así porque, alejado de Dios, no gana libertad, sino que la pierde. Es la famosa diferencia entre la “libertad de los hijos de Dios” y la libertad como pretexto para la carne.

 

Sobre lo primero, es decir, la necesidad de volver la mirada a Cristo, la explicación de la encíclica es que “no se trata solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino” (19). Es el llamado a imitar el amor de Jesús al Padre y a los hombres, que es total, hasta el extremo de dar la vida.

 

Respecto de lo segundo, es decir, la imposibilidad para el hombre de imitar y revivir el amor de Cristo por sus solas fuerzas, el texto nos introduce en la relación de reciprocidad que existe entre la ley (antigua) y la gracia (ley nueva). Es lo que San Agustín resume, de modo magistral, así: “la ley ha sido dada para que se implorase la gracia; la gracia ha sido dada para que se observase la ley”.

 

El segundo capítulo está dedicado al discernimiento de una serie de tendencias peligrosas de la teología moral en la cultura contemporánea.

 

Se ocupa primero de las tendencias que debilitan la dependencia de la libertad con respecto a la verdad, porque piensan que el sometimiento a normas no creadas por el hombre -como la “ley natural”- sería incompatible con su dignidad.

 

LA CONCIENCIA

 

Luego se adentra en la relación que hay entre la conciencia y la verdad. Hermosos son, especialmente, los pasajes referidos a la conciencia como “el espacio santo donde Dios habla al hombre”, y también aquellos en los que se alude a su posibilidad de un error de juicio, incluido el caso de la “ignorancia invencible”.

 

Entre muchos otros postulados, se examinan los de aquellos autores que, interesados en revisar la relación entre la persona y sus actos, quieren introducir una distinción entre la “opción fundamental” del hombre y “los comportamientos concretos”. Y también se analizan las teorías éticas llamadas “teleológicas” (proporcionalismo, consecuencialismo), que ponen la moralidad en la intención, como si eso bastara, olvidando que la moralidad del acto humano depende sobre todo del objeto elegido racionalmente por la voluntad deliberada.

 

En este repaso de errores se colocan bajo el microscopio diversas corrientes de cuño subjetivista e individualista, como las que atribuyen a la conciencia individual las prerrogativas de una instancia suprema del juicio moral, desasida de la exigencia de la verdad; o también las que postulan la completa autonomía de la razón y así pretenden erigir una moral solamente humana; o bien aquellas que quieren distinguir entre “un orden ético” mundano y “un orden de la salvación”, lo que lleva a negar la universalidad de la moral.

 

Luego de analizar estas tendencias, el último capítulo señala la importancia de la moral para la sociedad, sin la cual se facilitaría la destrucción de la convivencia y los atropellos a la dignidad humana. Y apunta a la razón última de todas las rebeldías: porque deja constancia de que la separación radical que se quiere introducir entre libertad y verdad es consecuencia de otra dicotomía anterior, y más grave, entre fe y moral.

 

En la encíclica -que invoca con mayor abundancia al Concilio Vaticano II, aunque también cita a Santo Tomás de Aquino, San Ambrosio y San Agustín- hay un reconocimiento explícito del Santo Padre de que la cultura contemporánea, impregnada de un relativismo y un secularismo creciente, que impulsa a vivir como si Dios no existiera, ha hecho que la noción de la verdad desapareciera de la vista del hombre, que así muchas veces ya no sabe ni quién es, ni a dónde va. “La fuerza salvífica de la verdad es contestada y se confía solo en la libertad, desarraigada de toda objetividad”, señala.

 

Juan Pablo II identificaba allí la misión de la Iglesia: no quedarse en la mera denuncia o el rechazo de estas teorías, sino “guiar con amor a todos los fieles” en la formación de su conciencia moral. Demostrar que la integridad y la radicalidad de la vida cristiana no es un mero ideal sino algo a lo que están llamados todos los hombres y que es posible con ayuda de la gracia.

 

UNA PRAXIS

 

El entonces cardenal Joseph Ratzinger, al presentar el texto, dijo que el documento tenía una doble motivación. Por un lado, un motivo interno, ligado al mismo fin del cristianismo: enfatizar que la fe no es pura teoría, sino un “camino”, es decir, una praxis. “La fe, que incluye la moral, es antes que nada una determinada manera de vivir”, por la que los primeros cristianos se diferenciaban de los otros en el mundo antiguo. Y por otro lado, habló de un motivo externo: señalar que la cuestión moral es hoy más que nunca una cuestión de supervivencia de la humanidad.

 

En esa presentación, Ratzinger manifestó que el tercer capítulo de la encíclica, donde se desarrolla la conexión que existe entre la conciencia y la ley, debía contarse entre los textos más significativos del Magisterio del siglo XX, lo que da una idea de su relevancia.

 

Cuando fue publicada tres décadas atrás, la encíclica despertó críticas de un amplio rango de teólogos progresistas que vieron peligrar sus esfuerzos para someter las enseñanzas morales católicas a un encuadre más “humano” o “compasivo”, donde esas enseñanzas pudieran evolucionar, o acomodarse a circunstancias culturales, comentó hace poco el arzobispo estadounidense Charles Chaput.

 

Esos mismos teólogos, que ahora son académicos de la Iglesia y pastores -apuntó-, todavía buscan formas de evadir esas enseñanzas. Y así, según su acertada apreciación, el debate actual en la Iglesia sobre materias como la identidad sexual, la conducta sexual, la comunión de los divorciados en nueva unión civil, o la naturaleza de la familia, exhuman las ambigüedades y aproximaciones flexibles a la verdad que la encíclica había enterrado.

 

El hecho de que se haya permitido florecer esos debates hasta “hacer un lío” y confundir a los fieles, está -como bien dice el arzobispo- entre las notas más deplorables del actual pontificado.

 

En efecto, hoy una parte muy visible de la Iglesia ya no quiere proponer esa radicalidad de vida de la que habla Veritatis Splendor. Este abajamiento habla de un doble desprecio: hacia el hombre, a quien ya no se ve en capacidad de aspirar a la perfección y, peor aún, hacia el poder de la gracia para elevarlo.

 

¿Cómo no reparar en la dramática paradoja de que ahora sea también la Iglesia la que tienta al hombre para que aparte su mirada del Dios vivo? ¿Cómo no dolerse ante la triste realidad de que la propia Iglesia sea la que priva a los fieles de la luz verdadera que ilumina la mente para sumirlos en las tinieblas? ¿Cómo no meditar en lo que todo eso puede significar y que nos fue anticipado? Si todo eso compromete, en definitiva, la salvación del cristiano y la supervivencia de la humanidad entera.