miércoles, 27 de abril de 2016

CLEPTOCRACIA KIRCHNERISTA: LOS CAZADORES DE LAS ARCAS PERDIDAS



Por Pablo Esteban Dávila
Alfil, 27 abril, 2016

Las correrías del fiscal Guillermo Marijuán y del juez Sebastián Casanello por el sur argentino buscando los tesoros ocultos de Lázaro Báez tienen un déjàvu ochentoso. Remiten a las aventuras de Indiana Jones, el mítico personaje encarnado por Harrison Ford que, en una de sus tantas películas, fatiga el mundo intentando encontrar el Arca de la Alianza enfrentando condignos peligros. Marijuán y Casanello son los cazadores de las arcas perdidas.

El escenario es de película. Distribuidos estratégicamente en bóvedas y escondrijos, el producido de los desfalcos del tesoro público se encontraría, supuestamente, diseminado a lo largo de los paisajes agrestes de la Patagonia, en lugares sólo accesibles después de horas de travesía en desiertos emblemáticos. El fiscal y el juez, convenientemente amparados por fuerzas del orden público, esperan encontrar fajos de dólares y euros (en esta saga los pesos no cuentan) y ser protagonistas de un encantador “operativo devolución”, en donde el dinero del pueblo regresa al pueblo.

Hay especulaciones un tanto más morbosas, como corresponde a una buena historia de suspenso. Algunos especulan que parte del suculento botín se oculta en el mausoleo de Néstor Kirchner en Río Gallegos, a la usanza de los faraones del antiguo Egipto sepultados invariablemente junto a sus pertenencias más valiosas. Suena inverosímil, pero en el relato K nada es imposible.

La justicia no está sola en la búsqueda ni, mucho menos, en las expectativas de lo que puede hallarse en las diligencias. Buena parte de la política nacional se encuentra reducida a la exhumación del dinero K. Denunciadores tanto consuetudinarios como advenedizos encuentran en la aventura un motivo para continuar viviendo. Esta suerte de existencialismo justiciero (tan propio de Indiana Jones) suple la falta de ideas claras con respecto a qué hacer con el país y con su economía. Afortunadamente no son los que gobiernan.

Mauricio Macri y sus funcionarios viven el asunto como si fueran parte del público que merodea un set de filmación. Están preocupados por el avance de la película, pero agradecen no ser los protagonistas estelares. La razón es simple: la épica de Cambiemos no puede ser reducida a desandar los caminos que recorrieron Fariña y Elaskar con bolsos cargados de dinero. No sólo que no sería apropiado (la justicia es la que debe hacerlo) sino que, para políticos que deben tomar decisiones difíciles, sería adherir a un código subjetivo de honestidad y moralina. El caso de los “Panamá Papers” es un recordatorio que, en estos temas, la sobreactuación es un arma de doble filo.

Los cazadores de las arcas perdidas no son, como podría suponerse, una cohorte uniforme ni atravesada por supremos ideales de ética y justicia. Dejando de lado a la señora Carrió y a los modosos integrantes del PRO, muchos de los decididos que hoy avanzan –convenientemente tocados con sombrero de ala ancha y látigo en ristre por paisajes polvorientos– son los mismos que, años atrás, consideraban al kirchnerismo el más benéfico fenómeno de la historia contemporánea. 
Amparados por la amnesia colectiva que produce el espanto, el Poder Judicial, buena parte de la prensa y una asombrosa cantidad de políticos descubren hoy lo que cualquier persona razonablemente informada (bastaba leerlo a Jorge Asís) ya sabía desde épocas tan pretéritas como 2007. Son cazadores de zoológico, del mismo modo que los Kirchner lo fueron de los octogenarios militares del proceso. Las distancias son abismales, pero la metodología es muy parecida: en ambos casos se trata de valerosos recientes frente a árboles caídos en forma irremediable.

En este punto, nuestra remake tercermundista se aparta del libreto de la película original. Indiana Jones luchaba en soledad contra la maquinaria nazi que, al igual que él, se encontraba detrás del Arca perdida. Aquí, la situación es diferente. Es el Estado quién persigue a presuntos delincuentes individuales en búsqueda de las arcas que le pertenecen, saqueadas sistemáticamente por obras públicas fraudulentas y contratos con sobreprecios. El problema del argumento (y que lo hace tan poco creíble) es que el esfuerzo llega recién después que Daniel Scioli, el candidato del Frente para la Victoria, perdiese las elecciones. 

Hasta aquél momento los jueces no fueron, precisamente, Speedy González. El oportunismo frente al poder descalifica en gran medida estos impulsos justicieros.
La sociedad tampoco puede reclamar para sí el beneficio de su ignorancia. Mientras la economía marchó razonablemente, la mayoría optó por creer en las proezas kirchneristas. Recién cuando el PBI se estancó y Jorge Lanata mostró masivamente lo que librepensadores como Asís venían diciendo en soledad, alguna gente descubrió que nunca había votado a Cristina. 

Ahora aparecen muchos valientes en la calle, dispuestos a insultar a los que antes reverenciaban. Tómese el caso de Carlos Zanini, escrachado en Boca Juniors y en un vuelo de American Airlines. Más allá de que el personaje sea totalmente desagradable, las conductas de quienes le hicieron frente, con la impunidad que brinda el número y el anonimato, deben ser calificadas como fascistas.

Es bueno recordar que actitudes semejantes engendraron en el “que se vayan todos” en 2001 y, con tal clamor, el advenimiento de la claque que hoy se repudia a viva voz. No puede argumentarse en beneficio que era imposible saber que tramaban Néstor y su esposa. La expresidente fue muy clara al respecto cuando murmuró, en un recordado momento tras su victoria por el 54% en 2011, su célebre “vamos por todo”. Si alguien no lo entendió entonces debe tomar nota que, efectivamente, fueron por todo: las instituciones, el dinero, la justicia y los medios. Bastaba con no taparse los oídos y comprender el sentido último de la frase. Periodistas, ciudadanos y políticos oportunistas prefirieron minimizar la gravedad del sintagma. Ahora se horrorizan de los resultados de la década ganada.


No hay peor enemigo para una sociedad que su infantilismo político y, justo es decirlo, muchos de sus recientes modos parecen remitir a una suerte de análisis primitivo de las causas y efectos. Esto no es, consuelo de tontos, un mal privativo de la Argentina. Personajes como Donald Trupen los Estados Unidos o como el izquierdista Pablo Iglesias en España son emergentes del mismo fenómeno. Pero esto no significa que deba aceptárselo como un resorte determinista. Alguna vez hay que decirle a la opinión pública que, si no quiere escandalizarse por los bolsos de dinero, las bóvedas ocultas o por personajes de la calaña de los Báez o los López, debe limitar los sueños de omnipotencia del populismo en el momento en que comienzan a exhibirse, no cuando el daño ya está hecho. 

Afortunadamente, el experimento K llegó a su fin balotaje mediante, pero casi logra sobrevivir. Esto debería interpelar a quienes hoy se sienten con derecho a demandar a los antiguos amos del país y a los valerosos cazadores de las arcas perdidas, que protagonizan una saga con tantas miserias humanas por detrás.