BIÓTICA
Respaldada por la doctrina cristiana
ABORTO
Evangelium vitae, Juan Pablo II, 1995
54. Explícitamente, el precepto «no matarás» tiene un fuerte contenido negativo: indica el límite que nunca puede ser transgredido. Implícitamente, sin embargo,
conduce a una actitud positiva de respeto absoluto por la vida, ayudando a promoverla ya progresar por el camino del amor que se da, acoge y sirve. (...)
58. Entre todos los delitos que el hombre puede cometer contra la vida, el aborto procurado presenta características que lo hacen particularmente grave e ignominioso. El Concilio Vaticano II lo define, junto con el infanticidio, como « crímenes nefandos ». Hoy, sin embargo, la percepción de su gravedad se ha ido debilitando progresivamente en la conciencia de muchos. La aceptación del aborto en la mentalidad, en las costumbres y en la misma ley es señal evidente de una peligrosísima crisis del sentido moral, que es cada vez más incapaz de distinguir entre el bien y el mal, incluso cuando está en juego el derecho fundamental a la vida.
Ante una situación tan grave, se requiere más que nunca el valor de mirar de frente a la verdad y de llamar a las cosas por su nombre, sin ceder a compromisos de conveniencia oa la tentación de autoengaño.
Precisamente en el caso del aborto se percibe la difusión de una terminología ambigua, como la de « interrupción del embarazo », que tiende a ocultar su verdadera naturaleza y atenuar su gravedad en la opinión pública. Quizás este mismo fenómeno lingüístico sea síntoma de un malestar de las conciencias. Pero ninguna palabra puede cambiar la realidad de las cosas: el aborto procurado es la eliminación deliberada y directa, como quiera que se realice, de un ser humano en la fase inicial de su existencia, que va de la concepción al nacimiento .
La gravedad moral del aborto procurado se manifiesta en toda su verdad si se reconoce que se trata de un homicidio y, en particular, si se consideran las circunstancias específicas que lo cualifican. Quien se elimina es un ser humano que comienza a vivir, es decir, lo más inocente en absoluto que se pueda imaginar: ¡jamás podrá ser considerado un agresor, y menos aún un agresor injusto!
Es débil, inerme, hasta el punto de estar privado incluso de aquella mínima forma de defensa que constituye la fuerza implorante de los gemidos y del llanto del recién nacido. Se halla totalmente confiado a la protección y al cuidado de la mujer que lo lleva en su seno.
Sin embargo, a veces, es precisamente ella, la madre, quien decide y pide su eliminación, e incluso la procura.
Es cierto que en muchas ocasiones la opción del aborto tiene para la madre un carácter dramático y doloroso, en cuanto que la decisión de deshacerse del fruto de la concepción no se toma por razones puramente egoístas o de conveniencia, sino porque se quisiera preservar algunos bienes importantes, como la propia salud o un nivel de vida digno para los demás miembros de la familia.
A veces se temen para el que ha de nacer tales condiciones de existencia que hacen pensar que para él lo mejor sería no nacer. Sin embargo, estas y otras razones semejantes, aun siendo graves y dramáticas, jamás pueden justificar la eliminación deliberada de un ser humano inocente.
59. En la decisión sobre la muerte del niño aún no nacido, además de la madre, intervienen con frecuencia otras personas. Ante todo, puede ser culpable el padre del niño, no sólo cuando induce expresamente a la mujer al aborto, sino también cuando favorece de modo indirecto esta decisión suya al dejarla sola ante los problemas del embarazo: de esta forma se hiere mortalmente a la familia y se profana su naturaleza de comunidad de amor y su vocación de ser «santuario de la vida».
No se pueden olvidar las presiones que a veces provienen de un contexto más amplio de familiares y amigos. No raramente la mujer está sometida a presiones tan fuertes que se siente psicológicamente obligada a ceder al aborto: no hay duda de que en este caso la responsabilidad moral afecta particularmente a quienes directa o indirectamente la han forzado a abortar.
También son responsables los médicos y el personal sanitario cuando ponen al servicio de la muerte la competencia adquirida para promover la vida. Pero la responsabilidad implica también a los legisladores que han promovido y aprobado leyes que amparan el aborto y, en la medida en que haya dependido de ellos, los administradores de las estructuras sanitarias utilizadas para practicar abortos.
Una responsabilidad general no menos grave afecta tanto a los que han favorecido la difusión de una mentalidad de permisivismo sexual y de menosprecio de la maternidad, como a quienes debieron haber asegurado —y no lo han hecho— políticas familiares y sociales válidas en apoyo de las familias, especialmente de las numerosas o con particulares dificultades económicas y educativas.
Finalmente, no se puede minimizar el entramado de complicidades que llega a abarcar incluso a instituciones internacionales, fundaciones y asociaciones que luchan sistemáticamente por la legalización y la difusión del aborto en el mundo.
En este sentido, el aborto va más allá de la responsabilidad de las personas concretas y del daño que se les provoca, asumiendo una dimensión fuertemente social: es una herida gravísima causada a la sociedad ya su cultura por quienes deben ser sus constructores y defensores.
Como escribió en mi Carta a las Familias, «nos encontramos ante una enorme amenaza contra la vida: no sólo la de cada individuo, sino también la de toda la civilización». Estamos ante lo que puede definirse como una «estructura de pecado» contra la vida humana aún no nacida.
60. Algunos intentan justificar el aborto sosteniendo que el fruto de la concepción, al menos hasta un cierto número de días, no puede ser todavía considerado una vida humana personal.
En realidad, « desde el momento en que el óvulo es fecundo, se inaugura una nueva vida que no es la del padre ni la de la madre, sino la de un nuevo ser humano que se desarrolla por sí mismo.
Jamás llegará a ser humano si no lo ha sido desde entonces. A esta evidencia de siempre... la genética moderna otorga una preciosa confirmación. Muestra que desde el primer instante se encuentra fijado el programa de lo que será ese viviente: una persona, un individuo con sus características ya bien determinadas.
Con la fecundación inicia la aventura de una vida humana, cuyas principales capacidades requieren un tiempo para desarrollarse y poder actuar». Aunque la presencia de un alma espiritual no puede deducirse de la observación de ningún dato experimental, las mismas conclusiones de la ciencia sobre el embrión humano ofrecen « una indicación preciosa para discernir racionalmente una presencia personal desde este primer surgimiento de la vida humana: ¿cómo un individuo humano podría no ser persona humana?
».Por lo demás, está en juego algo tan importante que, desde el punto de vista de la obligación moral, bastaría la sola probabilidad de encontrarse ante una persona para justificar la más rotunda prohibición de cualquier intervención destinada a eliminar un embrión humano.
« El ser humano debe ser respetado y tratado como persona desde el instante de su concepción y, por eso, a partir de ese mismo momento se le deben reconocer los derechos de la persona, principalmente el derecho inviolable de todo ser humano inocente a la vida ».
62. El Magisterio pontificio más reciente ha reafirmado con gran vigor esta doctrina común. (...) También la nueva legislación canónica se sitúa en esta dirección cuando sanciona que «quien procura el aborto, si éste se produce, incurre en excomunión latae sententiae», es decir, automática. La excomunión afecta a todos los que cometen este delito conociendo la pena, incluidos también aquellos cómplices sin cuya cooperación el delito no se hubiera producido... Ninguna circunstancia, ninguna finalidad, ninguna ley del mundo podrá jamás hacer lícito un acto que es intrínsecamente ilícito, por ser contrario a la Ley de Dios, escrita en el corazón de cada hombre, reconocible por la misma razón, y proclamada por la Iglesia.
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ANTICONCEPCIÓN
Evangelium vitae, Juan Pablo II, 1995
13. Para facilitar la difusión del aborto, se han invertido y se siguen invirtiendo ingentes sumas destinadas a la obtención de productos farmacéuticos, que hacen posible la muerte del feto en el seno materno, sin necesidad de recurrir a la ayuda del médico.
La misma investigación científica sobre este punto parece preocupada casi exclusivamente por obtener productos cada vez más simples y eficaces contra la vida y, al mismo tiempo, capaces de sustraer el aborto a toda forma de control y responsabilidad social.
Se afirma con frecuencia que la anticoncepción, segura y asequible a todos, es el remedio más eficaz contra el aborto. Se acusa además a la Iglesia católica de favorecer de hecho el aborto al continuar obstinadamente enseñando la ilicitud moral de la anticoncepción.
La objeción, mirándolo bien, se revela en realidad falaz. En efecto, puede ser que muchos recurran a los anticonceptivos incluso para evitar después la tentación del aborto.
Pero los contravalores inherentes a la «mentalidad anticonceptiva» —bien diversa del ejercicio responsable de la paternidad y maternidad, respetando el significado pleno del acto conyugal— son cuentos que hacen precisamente más fuerte esta tentación, ante la eventual concepción de una vida no deseada.
De hecho, la cultura abortista está particularmente desarrollada justo en los ambientes que rechazan la enseñanza de la Iglesia sobre la anticoncepción.
Es cierto que anticoncepción y aborto, desde el punto de vista moral, son varones específicamente distintos: la primera contradice la verdad plena del acto sexual como expresión propia del amor conyugal, el segundo destruye la vida de un ser humano; la anticoncepción se opone a la virtud de la castidad matrimonial, el aborto se opone a la virtud de la justicia y viola directamente el precepto divino «no matarás».
A pesar de su diversa naturaleza y peso moral, muy a menudo están íntimamente relacionados, como frutos de una misma planta. Es cierto que no faltan casos en los que se llega a la anticoncepción y al mismo aborto bajo la presión de múltiples dificultades existenciales, que sin embargo nunca pueden eximir del esfuerzo por observar plenamente la Ley de Dios.
Pero en muchísimos otros casos estas prácticas tienen sus raíces en una mentalidad hedonista e irresponsable respecto a la sexualidad y presuponen un concepto egoísta de libertad que ve en la procreación un obstáculo al desarrollo de la propia personalidad.
Así, la vida que podría brotar del encuentro sexual se convierte en enemigo a evitar absolutamente, y el aborto en la única respuesta posible frente a una anticoncepción frustrada.
lamentablemente la estrecha conexión que, como mentalidad, existe entre la práctica de la anticoncepción y la del aborto se manifiesta cada vez más y lo demuestra de modo alarmante también la preparación de productos químicos, dispositivos intrauterinos y «vacunas» que, distribuidas con la misma facilidad que los anticonceptivos, actúan en realidad como abortivos en las primerísimas fases de desarrollo de la vida del nuevo ser humano.
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EMBRIONES
Evangelium Vitae, Juan Pablo II, 1995
La valoración moral del aborto se debe aplicar también a las recientes formas de intervención sobre los embriones humanos que, aun buscando finos en sí mismos legítimos, comportan inevitablemente su destrucción. Es el caso de los experimentos con embriones, en creciente expansión en el campo de la investigación biomédica y legalmente admitida por algunos Estados.
Si « son lícitas las intervenciones sobre el embrión humano siempre que respetan la vida y la integridad del embrión, que no lo expongan a riesgos desproporcionados, que tengan como fin su curación, la mejora de sus condiciones de salud o su supervivencia individual », se debe afirmar, sin embargo, que el uso de embriones o fetos humanos como objeto de experimentación constituye un delito en consideración a su dignidad de seres humanos, que tienen derecho al mismo respeto debido al niño ya nacido ya toda persona.
La misma condena moral concierne también al procedimiento que utiliza los embriones y fetos humanos todavía vivos —a veces « producidos » expresamente para este fin mediante la fecundación in vitro— sea como « material biológico » para ser utilizado, sea como abastecedores de órganos o tejidos para trasplantar en el tratamiento de algunas enfermedades.
En verdad, la eliminación de criaturas humanas inocentes, aun cuando beneficia a otras, constituye un acto absolutamente inaceptable.
Una atención especial merece la valoración moral de las técnicas de diagnóstico prenatal, que permiten identificar precozmente eventuales anomalías del niño por nacer. En efecto, por la complejidad de estas técnicas, esta valoración debe hacerse muy cuidadosa y articuladamente.
Estas técnicas son moralmente lícitas cuando están exentas de riesgos desproporcionados para el niño o la madre, y están orientadas a posibilitar una terapia precoz o también a favorecer una serena y consciente aceptación del niño por nacer. Pero, dado que las posibilidades de curación antes del nacimiento son hoy todavía escasas,
sucede no pocas veces que estas técnicas se ponen al servicio de una mentalidad eugenésica, que acepta el aborto selectivo para prevenir el nacimiento de niños afectados por varios tipos de anomalías.
Semejante mentalidad es ignominiosa y totalmente reprobable, porque pretende medir el valor de una vida humana siguiendo sólo parámetros de «normalidad» y de bienestar físico, abriendo así el camino a la legitimación incluso del infanticidio y de la eutanasia.
En realidad, precisamente el valor y la serenidad con que tantos hermanos nuestros, afectados por graves formas de minusvalidez, viven su existencia cuando son aceptados y amados por nosotros, constituyen un testimonio particularmente eficaz de los auténticos valores que caracterizan la vida y que la hacen, incluso en condiciones difíciles, preciosa para sí y para los demás.
La Iglesia está cercana a aquellos esposos que, con gran ansia y sufrimiento, acogen a sus hijos gravemente afectados de incapacidades, así como agradece a todas las familias que, por medio de la adopción, amparan a quienes han sido abandonados por sus padres, debido a formas de minusvalidez o enfermedades. (63)
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ESTERILIZACIÓN
Catecismo
233 En cuanto a los medios para la procreación responsable, se han de rechazar como moralmente ilícitos tanto la esterilización como el aborto. (...)
Carta Encíclica Humanae Vitae, Pablo VI, 25-7-68
14. En conformidad con estos principios fundamentales de la visión humana y cristiana del matrimonio, debemos una vez más declarar que hay que excluir absolutamente, como vía lícita para la regulación de los nacimientos, la interrupción directa del proceso generador ya iniciado, y sobre todo el aborto directamente querido y procurado, aunque sea por razones terapéuticas.
Hay que excluir igualmente, como el Magisterio de la Iglesia ha declarado muchas veces, la esterilización directa, perpetua o temporal, tanto del hombre como de la mujer; queda además excluida toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación.
Tampoco se pueden invocar como razones válidas, para justificar los actos conyugales intencionalmente infecundos, el mal menor o el hecho de que tales actos constituirían un todo con los actos fecundos anteriores o que seguirán después y que por tanto compartirían la única e idéntica bondad moral.
En verdad, si es lícito alguna vez tolerar un mal moral menor a fin de evitar un mal mayor o de promover un bien más grande, no es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien , es decir, hacer objeto de un acto positivo de voluntad lo que es intrínsecamente desordenado y por lo mismo indigno de la persona humana, aunque con ello se quisiese salvar o promover el bien individual, familiar o social.
Es por tanto un error pensar que un acto conyugal, hecho voluntariamente infecundo, y por esto intrínsecamente deshonesto, pueda ser cohonestado por el conjunto de una vida conyugal fecunda. (14)
P. Domingo Basso, OP [1]
La esterilización quirúrgica anticonceptiva, eugenésica o no, ha sido taxativamente reprobada por el Magisterio en muchas oportunidades. Sólo es lícita la esterilización cuando, no existiendo otra posibilidad de terapia, haya que recurrir a ella; como la extirpación de ovarios enfermos, histerectomía oncológica, ablación de testículos y otros órganos del aparato sexual afectados por cáncer, etc.
En todos estos casos la indicación es exclusivamente terapéutica, aunque se siga de ella la esterilización definitiva o temporal, no directamente buscada.
Algunos, considerando que la ablación del útero es mayúscula, han creído que la ligadura de trompas, más sencilla, podría muy bien sustituirla.
Pienso que lo segundo (la ligadura) es intrínsecamente ilícita; de hecho no son las tubas, precisamente, las que están enfermas si es que hubiera realmente una patología; una ligadura, en este caso, sería una operación directamente anticonceptiva y, por ende, contraria a la norma moral.
[1] Nacer y morir con dignidad; Bogotá, SELARE, 1991, págs. 205/6.
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EUTANASIA
Evangelium vitae, Juan Pablo II, 25-3-1995, p. 67.
En el otro extremo de la existencia, el hombre se encuentra ante el misterio de la muerte. Hoy, debido a los progresos de la medicina y en un contexto cultural con frecuencia cerrado a la trascendencia, la experiencia de la muerte se presenta con algunas características nuevas. En efecto, cuando prevalece la tendencia a apreciar la vida sólo en la medida en que da placer y bienestar, el sufrimiento aparece como una amenaza insoportable, de la que es preciso librarse a toda costa.
La muerte, considerada «absurda» cuando interrumpe por sorpresa una vida todavía abierta a un futuro rico de posibles experiencias interesantes, se convierte por el contrario en una «liberación reivindicada» cuando se considera que la existencia carece ya de sentido por estar sumergida en el dolor e inexorablemente condenada a un sufrimiento posterior más agudo.
Además, el hombre, rechazando u olvidando su relación fundamental con Dios, cree ser criterio y norma de sí mismo y piensa tener el derecho de pedir incluso a la sociedad que le garantiza posibilidades y modos de decidir sobre la propia vida en plena y total autonomía.
Es particularmente el hombre que vive en países desarrollados quien se comporta así: se siente también movido a ello por los continuos progresos de la medicina y por sus técnicas cada vez más avanzadas. Utilizando sistemas y aparatos extremadamente atractivo, la ciencia y la práctica médica son hoy capaces no sólo de resolver casos antes sin solución y de mitigar o eliminar el dolor, sino también de sostener y prolongar la vida incluso en situaciones de extrema debilidad, de reanimar artificialmente a personas que perdieron de modo repentino sus funciones biológicas elementales, de intervenir para disponer de órganos para trasplantes.
En semejante contexto es cada vez más fuerte la tentación de la eutanasia, esto es, adueñarse de la muerte, procurándola de modo anticipado y poniendo así fin « dulcemente » a la propia vida oa la de otros. En realidad, lo que podría parecer lógico y humano, al considerarlo en profundidad se presenta absurdo e inhumano.
Estamos aquí ante uno de los síntomas más alarmantes de la «cultura de la muerte», que avanza sobre todo en las sociedades del bienestar, caracterizadas por una mentalidad eficiente que presenta el creciente número de personas ancianas y debilitadas como algo demasiado grave e insoportable.
Muy a menudo, éstas se ven aisladas por la familia y la sociedad, organizadas casi exclusivamente sobre la base de criterios de eficiencia productiva, según los cuales una vida irremediablemente inhábil no tiene ya valor alguno.
Para un correcto juicio moral sobre la eutanasia, es necesario ante todo definirla con claridad. Por eutanasia en sentido verdadero y propio se debe entender una acción o una omisión que por su naturaleza y en la intención causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor.
« La eutanasia se sitúa, pues, en el nivel de las intenciones o de los métodos usados ».
De ella debe distinguirse la decisión de renunciar al llamado « ensañamiento terapéutico », o sea, ciertas intervenciones médicas ya no adecuadas a la situación real del enfermo, por ser desproporcionadas a los resultados que se podrían esperar o, bien, por ser demasiado gravosas para él o su familia.
En estas situaciones, cuando la muerte se prevé inminente e inevitable, se puede en conciencia «renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia, sin interrumpir sin embargo las curas normales debidas al enfermo en casos similares».
Ciertamente existe la obligación moral de curarse y hacerse curar, pero esta obligación se debe valorar según las situaciones concretas; es decir, hay que examinar si los medios terapéuticos a disposición son objetivamente proporcionadas a las perspectivas de mejoría. La renuncia a medios extraordinarios o desproporcionados no equivale al suicidio oa la eutanasia; expresa más bien la aceptación de la condición humana ante la muerte.
En la medicina moderna van teniendo auge los llamados «cuidados paliativos», destinados a hacer más soportable el sufrimiento en la fase final de la enfermedad y, al mismo tiempo, asegurar al paciente un acompañamiento humano adecuado. En este contexto aparece, entre otros, el problema de la licitud del recurso a los diversos tipos de analgésicos y sedantes para aliviar el dolor del enfermo, cuando esto comporta el riesgo de acortarle la vida.
En efecto, si puede ser digno de elogio quien acepta voluntariamente sufrir renunciando a tratamientos contra el dolor para conservar la plena lucidez y participar, si es creyente, de manera consciente en la pasión del Señor, tal comportamiento « heroico » no debe considerarse obligatorio para todos.
Ya Pío XII afirmó que es lícito suprimir el dolor por medio de narcóticos, a pesar de tener como consecuencia limitar la conciencia y abreviar la vida, « si no hay otros medios y si, en tales circunstancias, ello no impide el cumplimiento de otros deberes religiosos y morales ». En efecto, en este caso no se quiere ni se busca la muerte, aunque por motivos razonables se corre ese riesgo. Simplemente se pretende mitigar el dolor de manera eficaz, recurriendo a los analgésicos puestos a disposición por la medicina.
Sin embargo, « no es lícito privar al moribundo de la conciencia propia sin grave motivo »: acercándose a la muerte, los hombres deben estar en condiciones de poder cumplir sus obligaciones morales y familiares y, sobre todo, deben poderse preparar con plena conciencia al encuentro definitivo con Dios.
Hechas estas distinciones, de acuerdo con el Magisterio de mis Predecesores y en comunión con los Obispos de la Iglesia católica, confirma que la eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal.
Semejante práctica conlleva, según las circunstancias, la malicia propia del suicidio o del homicidio .
La eutanasia, aunque no esté motivada por el rechazo egoísta de hacerse cargo de la existencia del que sufre, debe considerarse como una falsa piedad, más aún, como una preocupante «perversión» de la misma. En efecto, la verdadera «compasión» hace solidarios con el dolor de los demás, y no elimina a la persona cuyo sufrimiento no se puede soportar. El gesto de la eutanasia aparece aún más perverso si es realizado por quienes —como los familiares— deben asistir con paciencia y amor a su allegado, o por cuantos —como los médicos—, por su profesión específica, deben cuidar al enfermo incluso en las condiciones terminales más penosas.
La opción de la eutanasia es más grave cuando se configura como un homicidio que otros practican en una persona que no la pidió de ningún modo y que nunca dio su consentimiento. Se llega además al colmo del arbitraje y de la injusticia cuando algunos, médicos o legisladores, se arrogan el poder de decidir sobre quién debe vivir o morir.
Cuando el hombre usurpa este poder, dominado por una lógica de necesidad y de egoísmo, lo usa fatalmente para la injusticia y la muerte. De este modo, la vida del más débil queda en manos del más fuerte; se pierde el sentido de la justicia en la sociedad y se mina en su misma raíz la confianza recíproca, fundamento de toda relación auténtica entre las personas. (64)
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MANIPULACIÓN DE ÓRGANOS
Valor de la vida. Cultura de la muerte.[1]
¿Qué dice la doctrina cristiana sobre la donación de órganos?
Que es un acto de entrega y caridad. Pero que debe guardar las normas morales; lo que implica que no pueden extraerse órganos de personas vivas si existe grave riesgo para la vida, salud o funciones orgánicas de éstas. En este sentido, es esencial que se verifique la muerte real de la persona antes de producir la ablación de sus órganos vitales.
Recordemos que ante la duda, se debe presumir que existe una persona y por ello se la debe respetar al máximo. Además, siendo la persona una unidad sustancial de carne y espíritu, sus órganos no son algo suyo extrínseco (como su ropa), sino, bajo cierto aspecto, ella misma; por ello no se puede realizar la ablación sin su consentimiento (Vgr. no puede extraerse el riñón de una persona, por más que otro lo necesite, si ella no consciente la donación; ni pueden extraerse de menores o de personas con graves deficiencias mentales). (página 210)
La clonación es un procedimiento técnico mediante el cual se obtiene un nuevo individuo a partir de una célula extraída de otro individuo ya existente; con lo que ambos tendrán idéntica carga genética.
Para hacer una valoración ética de la clonación, habría que distinguir si se trata de clonación de seres humanos, clonación en seres humanos, o clonación de animales y vegetales. Esto último (clonación de animales y vegetales) se hace desde hace bastante tiempo (de hecho, cuando se extrae un gajo de un arbusto y se lo planta para que de lugar a otro nuevo, se está practicando una forma de clonación vegetal). Estas clonaciones no son, en principio, objetos, si están al servicio de las necesidades del hombre. Deben sí ser practicadas con precaución porque la diversidad biológica es un bien a preservar, y porque aún no se sabe a ciencia cierta las consecuencias que pueden traer estas manipulaciones genéticas.
Pero no es lo mismo si se trata de clonar seres humanos. El hombre posee una dignidad superior al resto de los seres y debe ser respetada . No se puede manipular a la persona. Además, la procreación debe desarrollarse a través del acto de amor de los esposos: la clonación prescinde no sólo de la relación sexual sino incluso de la participación de dos padres. ¡El niño clonado nacerá sin padre o sin madre!
Cosa distinta es la clonación en seres humanos; es decir, la producción no de personas sino de tejidos orgánicos, que después pueden tener usos terapéuticos o para trasplantes en seres humanos. En principio, no hay objeciones éticas a los mismos, pues la parte (un órgano, un tejido) puede ser sacrificada en beneficio del todo (la persona). Si se trata de una clonación para trasplante en otra persona, deben respetarse las exigencias éticas que rigen los trasplantes de órganos. (págs. 190/192)
[1] AAVV. Elementos de bioética; Centro Tomista del Litoral, 1998.
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REPRODUCCIÓN ARTIFICIAL
Evangelium vitae, Juan Pablo II, 25-3-1995
También las distintas técnicas de reproducción artificial, que parecerían puestas al servicio de la vida y que son practicadas no pocas veces con esta intención, en realidad dan pie a nuevos atentados contra la vida. Más allá del hecho de que son moralmente inaceptables desde el momento en que separan la procreación del contexto integralmente humano del acto conyugal, estas técnicas registran altos porcentajes de fracaso.
Este afecta no tanto a la fecundación como al desarrollo posterior del embrión, expuesto al riesgo de muerte por lo general en brevísimo tiempo. Además, se producen con frecuencia embriones en número superior al necesario para su implantación en el seno de la mujer, y estos así llamados « embriones supernumerarios » son posteriormente suprimidos o utilizados para investigaciones que, bajo el pretexto del progreso científico o médico, reducen en realidad la vida humana a simple « material biológico » del que se puede disponer libremente. (...)
Siguiendo esta misma lógica, se ha llegado a negar los cuidados ordinarios más elementales, y hasta la alimentación, a niños nacidos con graves deficiencias o enfermedades. Además, el panorama actual resulta aún más desconcertante debido a las propuestas, hechas en varios lugares, de legitimar, en la misma línea del derecho al aborto, incluso el infanticidio, retornando así a una época de barbarie que se creía superada para siempre. (14)
Libro: "Valor de la vida. Cultura de la muerte"[1]
La Iglesia defiende el derecho de los padres a la procreación, pero postula también que el fin no justifica los medios; que no basta una intención legítima para que el acto sea bueno. No se puede recurrir a cualquier medio, para obtener una procreación o satisfacer un interés de los padres.
El matrimonio tiene derecho a realizar los actos que naturalmente llevan al embarazo, los esposos tienen derecho al débito conyugal, pero no tienen derecho al hijo, como si éste fuera una cosa, o como si se pudiera utilizar cualquier medio para tenerlo.
La procreación médicamente asistida (con asistencia de un médico) puede de hecho realizarse con sustitución del acto sexual (procreación artificial) o sin sustitución del acto sexual (tratamientos tradicionales para curar la infertilidad) como origen del nuevo ser. (...)
En los casos de procreación artificial, el embarazo proviene no del acto sexual de los padres sino de la intervención del médico, por lo que son contrarios a la ley moral al disociar la reproducción del acto sexual; privando al embrión de su derecho a ser concebido dignamente en el vientre de su madre, como fruto de un acto de amor y entrega de sus padres. Es indigno del hombre ser concebido en una sonda .
Esto sin contar el grave riesgo para la vida de los embriones que implican los procedimientos de procreación extrauterina. Aunque no se congelen ni seleccionen embriones, en los mejores laboratorios del mundo la fecundación in vitro alcanza su mayor porcentaje de éxito (24 %) transfiriendo cuatro embriones al seno materno; es decir, que cada embrión tiene un 6% de posibilidades de sobrevivir; lo que significa que cada 6 niños nacidos in vitro, mueren 94.
A lo que debemos agregar los atentados a la dignidad y derechos a la vida, integridad e identidad del embrión, en los procedimientos en los que se admite el congelamiento de embriones (donde la mortandad es mayor), la donación de semen u óvulos para procrear (donde el semen o el óvulo no provienen de su padre o de su madre -respectivamente- sino de un tercero anónimo, por lo que el hijo no va a nunca conocer a uno de sus padres), la cesión de vientres (se usa el vientre de otra persona para el embarazo), el deseo y/o selección de embriones, etc.
[1] AAVV. Elementos de bioética; Santa Fe, Centro Tomista del Litoral Argentino, 1998, págs. 185