miércoles, 11 de marzo de 2009

Papeleras, minería y lámparas de bajo consumo



Una repetida frase que expresa un principio de conducta habitual de los ciudadanos comunes respecto del medio ambiente dice, en su versión original inglesa: not in my garden que, traducido al español, repite literalmente “no en mi jardín”. Buena parte de los militantes anti papeleras uruguayas (que no las argentinas, que son tratadas en forma mucho más tolerante) se olvidaron de Ence cuando la empresa española decidió cambiar su ubicación.

En otras palabras, ese nuevo principio, en apariencia, no es otra cosa que el viejo proverbio repetido por las abuelas: “Ojos que no ven, corazón que no siente”, lo que aplicado a lo que vamos a analizar, significa que sólo damos relevancia a lo que vemos.

El Gobierno argentino, que tanto apoyo dio a la lucha de los vecinos de Gualeguaychú en contra de la potencial contaminación que las papeleras de Fray Bentos producirían, ha decidido promover la distribución de varios millones de lámparas de bajo consumo para tratar de lograr disminuir el consumo eléctrico y optimizar el sistema nacional de producción y uso de la energía. Lo llamativo es que las lámparas de bajo consumo que se distribuirán tienen entre sus componentes gas de mercurio, un elemento que produce graves consecuencias sobre la naturaleza y la vida del hombre y es, junto con el cianuro, uno de los componentes más peligrosos de otra actividad, la minera, también muy cuestionada hoy en la Argentina.

Para conocer las consecuencias del mercurio sobre la vida de la naturaleza y del hombre, basta con revisar los estudios públicos de la Usepa (United States Environmental Protection Agency), que reduce cada vez más los rangos mínimos de tolerancia, por sus graves consecuencias sobre la salud. El mercurio se incorpora a la vida de los seres vivos por varias vías, pero la que ahora nos interesa es la que se produce por liberación de sus gases a la atmósfera, permitiendo la formación de metilmercurio que, según los expertos, es el complejo mercurial orgánico más común que se forma cuando el mercurio elemental se libera al ambiente y se transforma a través de los procesos de metilación en complejos orgánicos.

Sus consecuencias dañinas sobre la vida humana son innumerables. Entre ellas se pueden describir, muy sucintamente, que es neurotóxico, que daña al sistema inmunológico, y en ciertos casos de intoxicación severa, puede llevar a la ceguera y al retardo mental. Una de las vías más frecuentes de ingreso al organismo es por respiración de sus gases, que es lo que contienen las lámparas de bajo consumo. También los tubos fluorescentes tienen gases de mercurio, así como muchas de las lámparas que se usan en la iluminación de la vía pública, pero eso no quita gravedad al problema.

En Argentina, se tiene escasísima conciencia de la gravedad de esta situación. No hay unidades de tratamiento de las lámparas agotadas que, salvo pocas excepciones, se depositan junto a la basura común y hasta suelen ser destruidas por simple diversión. Es mi intención resaltar la paradoja de una política que estimula el cuestionamiento tanto a las pasteras extranjeras como al uso de cianuro en la explotación minera, mientras desencadena otros procesos de contaminación mucho más graves.

Lo notable también es que los posibles problemas de contaminación, tanto de las pasteras como de la minería, resultan a la postre problemas localizados, mientras que la promoción al uso masivo de lámparas de bajo consumo tiende a una contaminación masiva y generalizada de todos los centros urbanos del país.

Como este tema del contenido de gases de mercurio en estas particulares luminarias es conocido, ya se han realizado algunas aclaraciones (en forma silenciosa para no agitar el problema) respecto a que el nivel de los componentes tóxicos es muy bajo, y hasta en algunos casos, se compara la cantidad de mercurio de las lámparas con el contenido de mercurio de los termómetros.

En contra de ello, señalemos que aun reconociendo que el contenido de mercurio de las lámparas es bajo, todavía no se conocen en forma fehaciente cuáles son los umbrales de tolerancia. Por su parte, la comparación con los termómetros es falaz porque si bien los porcentajes de contenido de mercurio son como se señala, la masividad del uso de unos y otros y los índices de reposición son absolutamente diferentes.

Tratos diferentes. De todas maneras, esta es una discusión técnica. Lo que me interesa señalar es el diferente tratamiento que se da a similares problemas, motivados en conveniencias ocasionales. Así, mientras la lucha en contra de las pasteras uruguayas y en contra de las multinacionales mineras permiten generar “causas nacionales”, la introducción de las lámparas de bajo consumo se presenta como una actividad patriótica y de solidaridad social. En otras palabras, mientras en los casos de las pasteras y mineras extranjeras la posible contaminación es resaltada más allá de toda lógica, la indudable contaminación que producirán las lámpara de bajo consumo se omite abiertamente.

Comparemos: por un lado, se acalla que las pasteras argentinas usan la peor tecnología y contaminan, silenciosamente, de modos alarmantes; en tanto respecto a la minería, se omite que toda nuestra estructura de bienes y servicios está basada en el uso de productos mineros. Claro, la contaminación producida por los gases de mercurio no se ve ni se percibe en forma inmediata, por lo que las situaciones no inciden del mismo modo en la población, que no se siente amenazada por lo que no ve; y menos aún cuando quien promueve el cambio de lamparitas es el mismo que, en otros aspectos, se presenta como paladín de un “cierto modelo” de conservación ambiental. Decimos “cierto modelo” porque lo que resulta cuestionable no es el reparto de las lamparitas en sí mismo, sino la manipulación irresponsable del discurso ambiental y su sujeción a criterios políticos de coyuntura en el marco de los cuales las reglas que se aplican en cada caso son diferentes, nacidas de necesidades políticas inmediatas y no de requerimientos ambientales.

Esa notable e irresoluble contradicción muestra que el modelo que se está usando es superficial y parcialmente inadecuado. ¿Cuál es entonces el modelo adecuado para gestionar el ambiente sin las contradicciones señaladas? En primer lugar, debemos asumir que ciertos grados de transformación del ambiente, contaminación incluida, están íntimamente ligados al modelo de desarrollo que caracteriza a nuestra cultura. Por ello, planteos como el referido a la instalación de las papeleras uruguayas, al volverse absolutos, quedan fuera de la realidad. Lo mismo pasa con el rechazo genérico a las actividades mineras, porque desde los orígenes de nuestras sociedades, la minería estuvo tan integrada a la cultura que hasta dividimos las épocas históricas en edad de piedra, edad de bronce o edad de hierro.

En segundo lugar, es necesario reconocer que una buena administración ambiental debe, necesariamente, contextualizar tanto en el espacio como en el tiempo porque lo que puede ser intolerable en un momento y lugar, bien puede ser necesario en otros.

En cuanto a las lámparas de bajo consumo, el problema no es proponer su uso, ni repartirlas, sino omitir que su difusión masiva debe ir acompañada de cuidadosas instrucciones y de la adopción de las previsiones necesarias para realizar su correcta disposición final. Si comprendemos esto, veremos que no hay productos ni conductas que, en abstracto, sean amigables o enemigas del ambiente, y que, por tanto, la gestión de los problemas con incidencia ambiental no pueden depender del principio not in my garden o, dicho en criollo, “ojos que no ven, corazón que no siente”, lo que implica limitarnos a actuar aparatosamente sólo sobre “lo que se ve”, manteniéndonos indiferentes a todo “lo que no se ve”.

Esta comprensión debería convencernos de que las propuestas y programas de protección y gestión ambiental deberán adecuarse a criterios específicos, ajustados en cada caso a cada lugar, a cada tiempo y a la aplicación de procedimientos precisos. Una buena gestión ambiental necesita de la articulación armoniosa de las conductas humanas y orientarse tanto a lo que se ve, como a lo subyacente. A los largo del siglo 20 se han ido elaborando las propuestas teóricas que permiten ese enfoque, a partir del reconocimiento de la “complejidad” como objeto de estudio, algo que deberá ser seriamente abordado por los funcionarios y técnicos involucrados, que deben aprender a medir con la misma vara tanto las conductas propias como las ajenas.

Por: Ignacio Gei
Abogado. Profesor en la Licenciatura en Gestión Ambiental de la Universidad Blas Pascal
Fuente: La voz del Interior
Estrucplan, 10-3-09