miércoles, 24 de febrero de 2010

DE CÓMO LA DEMOCRACIA TRAICIONÓ A LA NACIÓN



por José Antonio Riesco
Instituto de Teoría del Estado

De 1983 a la fecha la Argentina ha procedido al “desguase” progresivo de su capacidad para la defensa de los intereses nacionales por medio de la fuerza militar. Primero bajo el influjo del “pacifismo” (verdadero prejuicio que suele generar efectos contrarios a lo deseado), al extremo, con Alfonsín, de excluir a los militares del Consejo de Defensa, pasando por la eliminación demagógica del “servicio militar obligatorio” hecho por Menem; y seguidamente por la actitud de hostilidad y venganza con que desde hace siete años se fue desmantelando todo, el equipamiento y la moral de las instituciones del rubro. Hoy estamos en crisis de “respetabilidad”. Pasó con la implantación de la pastera Botsnia, y ahora con el arrebato de las reservas petroleras del sur por Inglaterra. O sea, carecemos de toda posibilidad de disuadir e imponer un acuerdo justo, si lo hubiere, a los agresores. Este es el resultado de una democracia cuyos titulares, en tren de extremar su ideologismo, terminó traicionando a la nación. Eso culmina ahora pronunciando discursos lacrimógenos en los foros internacionales y esperando que al apoyo simbólico de las naciones del subcontinente nos resuelva la indefensión. Pero, también, nadie debería olvidar que antes de 1983, luego de prepararnos para una guerra con Chile, gastando grandes sumas de dinero que hizo crecer la deuda externa, y pese al heroísmo de nuestros oficiales, suboficiales y soldados, de las tres Fuerzas,, (por ej. el cabo R12-I Roberto Baruzzo), salvo excepciones fuimos a Malvinas portando armas de la segunda guerra mundial. Y menos se trata de reivindicar la dictadura de los históricamente inútiles.
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Casi en gran proporción la política internacional se dirige a la solución de los conflictos, sean de orden comercial, cultural, demográfico, territorial, etc. – y éste es un campo de problemas donde --lo dijo bien el talento de Otto von Bismarck- tienen primacía los intereses antes que los derechos. Aunque es verdad que hay un notorio avance del efecto de los tratados, ello suele no regir cuando hay de por medio un manifiesto de desequilibrio de “poder y potencial” entre las partes y que se refiere tanto al orden militar como el económico. Dijo bien el lamentado Paul Samuelson que a las guerras las gana el Producto Bruto.

De todas maneras, cierto tipo de conflictos surgen por la incompatibilidad entre los llamados “intereses vitales” de los actores, en cuyo caso suele producirse lo que se denomina una “escalada”, o sea un curso progresivo desde las negociaciones y soluciones pacíficas hacia situaciones de tensión elevada con probabilidad de que el uso de la violencia tenga un papel primordial. Atento a que de darse esa conclusión ello pone en juego las capacidades de los países que tanto ayudan a someter al contrincante como a ser objeto de dominio desde el lado opuesto. En uno y otro caso el peligro está en la destrucción de vidas humanas (miles y millones de muertos, mutilados, huérfanos, etc.), de los recursos materiales (industria, fuentes de alimentos, vías de comunicación y energéticas, etc.), pérdida de porciones del territorio, pago de gravosas indemnizaciones y otros cargos.

Tal cual suele ocurrir en las relaciones personales un incidente comienza con un insulto, sigue con un intercambio de cachetadas y culmina como la muerte de uno o los dos. De ahí la tremenda importancia del manejo estratégico-político del conflicto, actual o eventual, que no es asunto para que lo hagan dirigentes torpes, ineptos o carentes de experiencia. El peor es el que confunde valentía con irritación o el que sustituye la prudencia con la cobardía. La guerra es un acto de la voluntad auxiliada por las decisiones racionales, a la cual no hay que confundir con meras teorizaciones o dibujos académicos. En Irak los yanquis hicieron uso y abuso de “programas cibernéticos” y todavía (pasaron casi 20 años) siguen empantanados en el pleito. ¿Cuál será el balance final de la aventura…?

La visión político-estratégica le sobró a Bismarck, por eso construyó un imperio, y ayudó a que Europa tuvieran 40 años de paz, y le faltó a Guillermo II (el Kaiser) que metió a Alemania en una ratonera; la tuvo Churchil para aniquilar al principal competidor comercial de Inglaterra y no la tuvo Hitler que hizo del mejor ejército del mundo una herramienta de su paranoia. Puesto que, supo afirmar Carl von Clausewitz, “la guerra es la continuación de la política por otros medios” y siempre el prusiano tuvo en cuenta que lo permanente es la política, antes, durante y luego del conflicto. Más actual, B.H. Liddell Hart mejoró esa tesis sosteniendo el concepto que combina ambos factores : ”la gran estrategia”. Por ello la formación de un oficial superior queda trunca si no adquiere el “sentido político” de sus responsabilidades, en lo cual se distinguieron San Martín. Julio A. Roca y Agustín P. Justo, y vale citar a Belisario en el pasado y Vo Nguyen Giap en el siglo XX. No hay nada más lamentable que un alto jefe que hace de su función apenas un modo de subordinación ciega

Ahora bien, el “instrumento militar” –ni siquiera cuando el gobernante sea uno de ese oficio-- no tiene fines propios, salvo los que hacen a la doctrina fundamental (constitucional) del pueblo). Tampoco metas personales como le pasó a Napoleón en su última etapa o a Luis Bonaparte desde el vamos, ambos con malos resultados. La buena ley es que el poder militar sirve a la “política fundamental” del Estado, hacia adentro (sostener el orden en última instancia) pero sobre todo hacia fuera, para la defensa exterior; a no ser que se lo use para conquistas o agresiones, como han hecho tradicionalmente las grandes potencias. Quiere decir que como instrumento del Estado sirve a la política exterior, ya con acciones efectivas (batallas) o solamente como recurso de “disuasión”. O sea una conducta que le impone al adversario elaborar, en el conflicto, una suerte de cálculo de costo-beneficio, o sea una previsión sobre qué pérdidas y/o endeudamiento deberá afrontar si, de su parte, hace de las acciones bélicas una posición única e inexorable. Aún con la victoria en las manos, cada parte debe computar las “pérdidas” que sobrevendrán para uno y otro, y si –dentro del contexto internacional que hace el entorno de cada conflicto-- vale la pena pagarlo.

Claro que para “disuadir” (que es distinto a la victoria de las armas) se requiere “tener con qué”, donde no sirven las bravatas ni las mentiras. “El otro” debe estar seguro que, aún ganando en el resultado final, estará obligado a soportar bajas de personal (cuántos muertos y heridos..?), destrucción de material (cuantos millones de dólares..?), qué consecuencias en el orden político interno..?, prestigio o desprestigio internacional..? En el caso argentino actual, es necesario pensar críticamente por qué aniquilamos nuestro poder de disuasión como se hizo a partir de 1983 con el restablecimiento de la democracia, y sin que esto exculpe, para nada, a los que gobernaron antes de esa fecha.-