el origen de los males económicos del país
Ricardo Esteves
La Nación, 27 de
mayo de 2019
Aunque cueste
creerlo, la leche y el pan son más caros en la Argentina -el país de las vacas
y granero del mundo- que en España. En el caso del pan, en el otro extremo del
consumidor está el agricultor, que percibe menos por el trigo que el valor de
mercado por causa de un impuesto -las retenciones- aplicado con doble fin:
recaudar y, paradójicamente, abaratar los alimentos a la sociedad haciendo
bajar el precio de los granos. Entre fines del siglo XIX y principios del XX,
la Argentina logró una posición privilegiada en el mundo exportando cereales.
Han pasado más de 100 años y sigue dependiendo de la soja, el maíz y el trigo
como fuentes fundamentales de divisas para sostener su economía y poder
comerciar con el mundo, sin haber generado un valor agregado significativo a su
producción.
Se suele culpar
a los productores agropecuarios y a los supermercados del encarecimiento de estos
productos básicos, soslayando que en el precio final de estos bienes -como en
todo lo elaborado o producido en el país- está implícita una carga impositiva
por vía directa e indirecta en torno del 60% (mientras que en España no supera
el 43%).
Algunas de las
cadenas de supermercados que operan en el circuito formal están en
"procedimiento preventivo de crisis"; otras, buscando comprador para
irse de la Argentina, agobiadas por la carga tributaria y la competencia
desleal de los comercios que evaden impuestos y pululan por doquier. También
influye en los precios el sobrecosto de la logística, sindicatos de por medio.
Si del precio
que correspondería el productor recibe menos, el consumidor paga más y las
empresas de distribución no tienen rentabilidad, es porque hay un agente que
succiona recursos en exceso al sistema: es el Estado y su voracidad
recaudatoria. ¿Puede esto cambiar?
Hoy por hoy, los impuestos no se pueden
bajar ya que esos fondos son cruciales para sufragar jubilaciones, subsidios,
prestaciones sociales y salarios a la casi mitad de la sociedad argentina que
depende de los recursos públicos para vivir. No hay salida fácil a este dilema.
Al menos es importante tener claro que el elevado nivel de gasto del sector
público es el origen de las desgracias de la Argentina. Allí está la causa
fundamental de la pobreza.
El mismo Estado que otrora construyó un país de
clases medias hoy las esta destruyendo. Porque con tantos impuestos las
empresas se tornan inviables y cierran sus puertas generando desocupación, que
luego se trata de paliar con limosna social o empleo público, lo que incrementa
los gastos estatales que requieren a su vez más impuestos. En estas instancias,
impuesto que sube=empresas que cierran y trabajadores privados que pasan a depender
del sector público.
Así se hizo esta bola de nieve. Como un perro que se muerde
su propia cola. ¿Cómo llegamos a esto? Para muchos políticos, el camino al
poder es muy sacrificado, con años padeciendo en el desierto. A partir de ese
esfuerzo, conciben el Estado como su recompensa y la ocasión de reivindicarse
social y económicamente. Por eso lo idolatran. Y como tienden a ser muy
generosos con el patrimonio de todos y a mostrarse preocupados con lo social
buscando permanecer en sus cargos, todas las administraciones -incluida la
actual- se lo pasaron inflando la torta, repartiendo empleos y beneficios
públicos hasta llegar a este punto explosivo. Nadie accede al poder para
despedir, recortar gastos y eliminar reparticiones. Eso sería la antipolítica.
Hoy, el futuro de la Nación depende de cómo se las ingenia su sociedad para
reducir el gasto del sector estatal.
Muchos sostienen
alegremente que de la situación actual no se sale con ajuste, sino con
crecimiento. ¡Bingo! Pero, ¿cómo?, si el factor esencial del crecimiento es la
inversión y esta depende fundamentalmente de una reducción sustancial (¿de un
30%?) de la carga tributaria, y no simbólica de uno o dos puntos porcentuales.
En todos los rincones del país aguardan oportunidades de inversión que si tuvieran
el régimen impositivo de Uruguay, de Chile, de Bolivia o de Paraguay estarían
en plena ebullición, generando empleo y sacando gente de la pobreza.
Atentos al
momento actual, una parte -aunque no sustancial- de las erogaciones públicas se
cubren con los fondos del FMI, que en última instancia son préstamos que un día
habrá que devolver. ¿Qué sucederá cuando esos recursos dejen de ingresar? ¿Cómo
hará el Estado para reemplazarlos? Cuando los ingresos fiscales no alcancen
para cubrir la cuenta de gastos -algo constante en la Argentina- y el país no
disponga de capacidad crediticia ni activos públicos a liquidar, se enfrentará
a tres opciones fundamentales: falsificar dinero (significa emitir sin
respaldo, como lo hace Venezuela, y desembocar en hiperinflación), asaltar a
los bancos (o sea, apropiarse de los depósitos del sistema financiero y
canjearlos por bonos a larguísimo plazo, o directamente estatizar la banca) o,
por último, plantearse de una vez reducir sus gastos, conformados en un 87% por
jubilaciones, subsidios, prestaciones sociales y salarios. Este es el nudo que
aprisiona al país y debería resolverse en su origen. Si el Estado pretende
seguir endosándole sus despilfarros al sector privado aumentando o creando
nuevos impuestos para cubrir su creciente demanda de fondos, terminará de
quebrar al sector productivo, que es el que está sosteniendo a todos.
Ahora bien,
¿cómo se hace para bajar gastos, concentrados fundamentalmente en pagos
personalizados? Reducirlos despidiendo funcionarios o quitando subsidios a
gente que vive de ese único ingreso es una opción inhumana y totalmente
inviable. La gran pregunta es si no tienen razón los que sostienen que la única
salida que queda es reducir en términos reales el monto de los pagos mensuales
a todo el espectro de agentes -y en todos los niveles- que disponen de una
retribución o un beneficio público, hasta que el Estado alcance un punto de
equilibrio con sus ingresos fiscales genuinos. Ello implicaría que esas
erogaciones deben crecer menos que la inflación. La consigna dominante ha sido
que se ajusten -generalmente, paritarias mediante- de acuerdo a la evolución de
los precios y no en razón de los recursos disponibles.
Se probaron
todas las alternativas habidas y por haber (nos faltaría acaso vender una parte
del territorio nacional -¿Vaca Muerta?- para cubrir salarios y gastos
corrientes del Estado por algunos años más) con tal de respetar esa premisa, lo
cual es entendible en razón de que atañe a más de 20 millones de circunstancias
personales, frente a la opción de atenerse a los recursos del Estado, que si
bien nos comprende a todos, es para la inmensa mayoría un sujeto abstracto. Por
el camino de preservar el nivel de ingreso de la mitad de la sociedad que
depende del sector público, el país continúa raudo en su senda de decadencia.
Es verdad también que la vía de privilegiar el equilibrio de las cuentas
públicas conlleva un constreñimiento del consumo y un impacto negativo en el
nivel de actividad. No existen ya soluciones indoloras.
El país está llegando
a una situación límite. Amerita al menos preguntarnos si no es lógico probar
esta última alternativa que apunta al menos a resolver el meollo de todos los
desajustes y desequilibrios.
Empresario y
licenciado en Ciencia Política