por Josep Miró i
Ardèvol
Religión en
libertad, 18 mayo 2019
Como en todo,
Jesús señala el camino: “No he venido para ser servido, sino a servir (Mt 20,
28). Y una manifestación de este servicio se manifiesta desde el primer momento
de la Iglesia en la solidaridad hacia los mas necesitados, los pobres, los
huérfanos, las viudas, y también hacia los inmigrantes, los enfermos, los
débiles y necesitados, en definitiva.
Desde entonces y
sin excepciones, la Iglesia y con ella los cristianos hemos llevado la ayuda a
los demás a todos los ámbitos y sin cesar, y además para todos, sin atender a
sus creencias. Allí donde se alza una cruz se encuentra ayuda. De esta manera
la Iglesia hoy, sin ser este su fin, es de lejos la primera ONG del mundo, y en
ámbito especifico español, la Iglesia cierra eficazmente todas las grietas de
nuestro Estado del Bienestar, porque llega hasta allí donde el Estado no lo
hace, y hace lo que el Estado nunca será capaz de realizar: acompañar, acoger
afectivamente al necesitado.
Pero entonces
surgen dos cuestiones clave. La primera es la de ¿por qué siendo así, la
Iglesia goza de tan poco reconocimiento? Y no solo ahora por los escándalos de
la pederastia, eso solo lo ha empeorado. Año tras año, en los barómetros del
CIS, cuando se pregunta por la valoración de las instituciones, la Iglesia
viene ocupando los últimos lugares y en descenso. Nada de lo que hace, y no
solo en materia de solidaridad, sino de enseñanza, sanidad, cultura, tiempo
libre educativo, sirve para cambiar la percepción.
La otra cuestión
es por qué los católicos solo estamos centrados en sacar agua de la embarcación
para evitar que la gente de ahogue, esto es, la solidaridad, y nos
despreocupamos de una manera tan absoluta de los agujeros y de cómo taparlos, y
esto es el bien común, es decir, la política: no los partidos, la política.
Porque la dimensión de la solidaridad cristiana es tan grande, que aplicada sin
actuar -como establece la propia doctrina social de la Iglesia- sobre las
causas que ocasionan tantos problemas, se puede acabar convirtiendo en cómplice
de la injusticia establecida sin pretenderlo, a base de paliar sus
consecuencias, sin hacer nada para resolver los motivos.
Pero no se trata
solo de la dimensión tan importante de la solidaridad, sino que la reflexión
afecta a todas las dimensiones colectivas. La oración que nos enseñó Jesucristo
dice “venga a nosotros vuestro Reino y hágase vuestra voluntad así en la tierra
como en el Cielo”. Estamos pidiendo que el Reino de Dios empiece a realizarse
en él ahora, en la mundanidad. Y realizarlo significa colaborar a que las vidas
personales y sus relaciones colectivas se ordenen a realizar la voluntad de
Dios, que es el bien. Esto exige muchas cosas, empezando por la principal, la
forma como orientamos nuestras propias vidas a este fin. Pero una de estas
cosas es la acción política, la realización del bien común que, como que es
colectiva, exige un determinado grado de agrupamiento, de trabajo en común de
los cristianos, tanto más cuanto más adverso es el medio político hacia nuestra
concepción, porque al ser desfavorable fagocita todos los actos individuales.
Y esta es la
cuestión: ¿por qué los cristianos no actuamos agrupados en la vida pública?
Porque sin atender a la dimensión colectiva de los hechos, cuando el estado es
tan poderoso e incide tanto en la vida, actitudes y pensamientos de las
personas, pensar que se cumple con el mandato del Reino es un autoengaño. Y eso
no va de un partido, aunque puede ser un corolario. Esto va de participación,
de democracia de participación, que no es la vía de la democracia
representativa, la de los partidos.
Por eso me parece
acertado el lema de la asamblea abierta de e-Cristians: Cristianos, ¡a la
política! La cuestión es el cómo. En eso estamos.
Publicado en
Forum Libertas.