martes, 18 de noviembre de 2008

La derecha uruguaya aún no se ha enterado de que el combate principal es el cultural



Por Diego Díaz y Germán Sainz

Hace cosa de cinco años constituía en Uruguay una quimera el solo hecho de pensar que la hegemonía izquierdista podía presentar una ranura en su muro de contención cultural, era una quimera. La máxima «gramsciana» había gestado, durante décadas y con paciente activismo, un monopolio tan férreo que no pudo sino conducir al predecible triunfo electoral de la izquierda del año 2005. Esta realidad es la norma común en toda Iberoamérica, donde la izquierda ha desplazado del poder a un liberalismo que hoy se muestra desgastado.
El efecto dominó del aplastante triunfo político de los partidos de izquierda en toda la América hispana corroboró la sentencia de Alain de Benoist quien había anunciado ya hace décadas, que: «No hay revolución ni cambio posible en el orden del poder si las transformaciones que se trata de provocar en el terreno político no han tenido lugar ya en las mentes».

La estrategia gramsciana ha sido la catapulta de un panorama político concreto. De hecho, en países como Uruguay o Argentina, en estos últimos tiempos, ha sido la misma izquierda la que, detentando una hegemonía cultural jamás lograda en su historia, genera las tesis y ella misma les plantea objeciones, manteniendo así el círculo vicioso de la prédica ideológico-cultural en el ámbito publico.
Pero en los últimos tiempos, el monopolio obró en conformidad con su misma dinámica. Al carecer de reto, dada la inexistencia de una oposición real, la izquierda se ha tornado vacía, aburrida. Ha caído en lo que Benoist ha definido como la «ideología de lo mismo». No ha podido regenerarse convenientemente, pues su larga y solitaria estancia en el escenario de las ideas le está costando caro.

Así, la familia de la izquierda uruguaya ha visto apagarse prontamente su capacidad de movilización debido al ejercicio concreto del poder, que fue desgastando sus «mitos» movilizadores. Sus bases militantes –pilares vitales de su nacimiento y crecimiento continuo– se han visto reducidas a un vestigio de lo que fueron en el pasado. Por último, en un país de población de origen europeo y marcada por la carga cultural de Occidente, el nuevo discurso «latinoamericanista» de cariz indigenista, al estilo de Hugo Chávez o Evo Morales, no encuentra eco, como también resultan difíciles de aceptar otras iniciativas culturales que la izquierda global intenta imponer.
Ante este panorama de creciente desprestigio, la pregunta es: ¿cómo puede ser que la izquierda mantenga aún la total hegemonía cultural? En lo que a la dimensión política respecta, la caída ha sido mayor, pero es en el plano cultural donde ha sido menos pronunciada, aunque también se perciban signos de cansancio. De haber contado con competidores medianamente posicionados y jugando en torno a las mismas coordenadas que ella, la izquierda cultural estaría en un brete aun mayor. Sencillamente, la población comienza a hartarse de la «cultura progre», pero no hay quien arroje la primera piedra: no porque no haya necesidad ni deseo de hacerlo, sino por falta de quien la lance.

Basta analizar la peripecia histórica del Uruguay para advertir que la izquierda ideológica nunca ha contado con una derecha real con la que alternar, o siquiera rivalizar, en el plano cultural.
Los liberales continúan en su obtuso economicismo, preocupándose simplemente de las tasas de crecimiento del Producto Bruto, impuestos y recortes fiscales. Han tenido un protagonismo importante en la historia uruguaya, pero su ortodoxia y su vanidad no les permiten ver el proceso de hegemonía cultural que la izquierda ha culminado con éxito. Fue interesante presenciar en la Televisión Nacional, una entrevista realizada por el periodista liberal Gabriel Pereira, al presidente socialista Tabaré Vázquez, entrevista publicitada como «audaz», «sin concesiones» y poco condescendiente con el mandatario uruguayo. Como buen liberal, los «aprietos» en los cuales Pereira intentó colocar al Presidente siempre, sin excepción, versaron de temas económicos relacionados con el crecimiento, la tasa de desocupación, la macroeconomía, el impuesto sobre la renta y otras «tecnocratitas» temáticas que nada tenían que ver con los cambios culturales que, desde el gobierno, se intentan imprimir constantemente. A modo de ejemplo, en esa misma semana se votaba en el parlamento una ley que prevé que los menores de edad puedan cambiar de nombre –en cuanto al sexo se refiere– mediante las denominadas leyes de «defensa de género» y «antidiscriminación». El periodista, fiel a su laissez faire liberal, perdió una buena oportunidad de preguntarle sobre éste y otros temas relacionados con la política cultural. Ejemplos de esta índole abundan por doquier.

En Uruguay no existe –ni ha existido– una derecha consciente de sí misma, que se reivindique como tal y que moldee su silueta a partir de cómo ella misma desea presentarse. Mucho menos que se defina en términos de identidades o valores. Pervive sí –a modo de lastre nefasto– una derecha «patriótica» que se mantiene aún en las coordenadas de la Guerra Fría, ajena por completo a la realidad del siglo XXI. Continúa centrando sus esperanzas en las victorias electorales de los partidos liberales de centro (en Uruguay no existen partidos políticos de derechas), cuando no en un nostálgico rescate del pretorianismo de antaño, sumando a todo ello una serie de otras tantas características poco saludables: no posee la más mínima autocrítica, y es temerosa frente al recambio generacional. Su legado poco «nacional» –aunque no deje de predicar un desorbitante nacionalismo– la acerca al atlantismo de los mejores tiempos de la «pentagonización»; es sectaria y no entiende de estrategias a largo plazo. Cree ciegamente que la política –y no la cultura– es la clave determinante del poder.
Ante este panorama desolador bastaría preguntarse cuál puede ser un escenario alternativo en momentos en que la izquierda cuestionada en sus premisas, permite un espacio que nadie sabe ni desea ocupar.
El aire continúa viciado, aunque las corrientes cambien de dirección. Está lejos de surgir un discurso contestatario real y digno, donde una derecha renovada, transversal en su propuesta y «gramsciana» en su estrategia, comience a hacerse oír y tenga un protagonismo acorde a los tiempos que corren.

(El Manifiesto)

www.politicaydesarrollo.com.ar, 15-Nov-2008