Homilía de monseñor Agustín Radrizzani, arzobispo de Mercedes-Luján
(Iglesia catedral, 10 de septiembre de 2010)
Queridos amigos, hermanas y hermanos todos en el Señor:
Nos encontramos dando gracias a Jesús por esta etapa finalizada, como lo es este egreso de alumnos de nuestro Instituto de Profesorado. También, sabiendo que comienza ahora una tarea de compromiso desde lo profesional con la sociedad en la que estamos insertos, nos queremos encomendar una vez a la guía y sostenimiento de Jesús nuestro Señor y de su Santa Madre y Madre nuestra, la Virgen María.
Nosotros nos preocupamos, como bautizados, como discípulos de Jesús concretamente en un Profesorado católico, de mirar la realidad a luz de la fe. En diálogo con la cultura, entendida no como mera adquisición de conocimientos intelectuales, sino como el modo de vida de un pueblo, con sus valores y desvalores, queremos impregnar del Evangelio ese modo de relación de las personas con lo trascendente, consigo mismas, con los demás y con la naturaleza. Nos decía, a propósito el recordado Papa Pablo VI en su carta señera sobre la evangelización: “Lo que importa es evangelizar -no de una manera decorativa, como un barniz superficial, sino de manera vital en profundidad- y hasta las mismas raíces de la cultura y las culturas del hombre”.
Faltaría a la verdad si no comparto una preocupación, un dolor más bien y es que tanto en los lugares donde anteriormente he servido como pastor como aquí mismo, noto que después de tantos años en una institución cristiana, en algunos de ustedes existe una indiferencia a lo religioso e incluso hasta ateísmo expreso.
Muchas veces se imparte la educación como algo centrado en la adquisición de conocimientos y habilidades, parcializando y reduciendo la integralidad de la persona humana, guiados preponderantemente por criterios materialistas que privilegian la producción, la competitividad y el mercado. También, por otra parte, se propician inclusiones de actitudes contrarias a los valores de la vida, de la familia y de una sana sexualidad.
Verdaderamente me siento responsable ante Dios de esto.
Se suman además, nuestras propias desorientaciones como educadores, nuestro poco claro compromiso cristiano expresado vitalmente en una comunidad donde vive Cristo Resucitado y vivimos por lo tanto en el amor recíproco, testimoniando así que hemos encontrado el tesoro y entusiasmando con ese estilo de vida a otros. La tibieza o la prescindencia de Dios llevan muchas veces a considerar la tarea educativa como un mero medio de sustento, como fuente laboral, o bien un lugar que me prestigia.
Ante esta realidad, aparece el desafío de conocer nuestra identidad como discípulos misioneros de Jesucristo en su Iglesia para llevar la Buena Noticia al mundo.
Es imprescindible partir de la conciencia de nuestra propia vocación como evangelizadores. ¡Más que un título, el egresado de un Instituto Católico adquiere una misión! Así lo expresa San Pablo en la primera lectura de hoy: “¡Ay de mi si no predicara el Evangelio!”.
Sabiendo que el auténtico fin de la escuela católica está en el llamado a “transformarse, ante todo en lugar privilegiado de formación y promoción integral, mediante la asimilación sistemática y crítica de la cultura, cosa que se logra mediante un encuentro vivo y vital con el patrimonio cultural5 , hemos de desarrollar dicho sentido crítico desde la fe.
Tenemos la irrenunciable responsabilidad de poner de relieve la dimensión ética y religiosa de la cultura, para desarrollar aquello que es constitutivo de nuestra condición humana y la destaca como tal, como lo es la espiritualidad.
Esto permite escapar de las trampas relativistas que dan lugar a una libertad mal entendida: solo confrontando con los valores absolutos logra el hombre la plena libertad ética, dando sentido y valor a la vida de la persona.
También el subjetivismo, el endiosamiento de lo que me parece, lo que siento, lo que me produce bienestar, es un desafío que debemos saber discernir y vencer con el espíritu de comunión que brota de la dignidad de hijos de Dios, que nos hace hermanos y nos compromete a abrirnos a los demás, no solo para realizarnos plenamente como personas, sino para compartir el don que hemos recibido y no nos podemos guardar egoístamente. “Hay más alegría en el dar que en recibir”
Pidamos con humildad a la Virgen que nos consiga de Jesús la fortaleza para ser coherentes con los valores del Evangelio, capaces de comprometernos con la sociedad actual, para instaurar el Reino de Dios en el mundo, haciéndolo más justo, más solidario, más pacífico, en síntesis, más plenamente humano.
(Iglesia catedral, 10 de septiembre de 2010)
Queridos amigos, hermanas y hermanos todos en el Señor:
Nos encontramos dando gracias a Jesús por esta etapa finalizada, como lo es este egreso de alumnos de nuestro Instituto de Profesorado. También, sabiendo que comienza ahora una tarea de compromiso desde lo profesional con la sociedad en la que estamos insertos, nos queremos encomendar una vez a la guía y sostenimiento de Jesús nuestro Señor y de su Santa Madre y Madre nuestra, la Virgen María.
Nosotros nos preocupamos, como bautizados, como discípulos de Jesús concretamente en un Profesorado católico, de mirar la realidad a luz de la fe. En diálogo con la cultura, entendida no como mera adquisición de conocimientos intelectuales, sino como el modo de vida de un pueblo, con sus valores y desvalores, queremos impregnar del Evangelio ese modo de relación de las personas con lo trascendente, consigo mismas, con los demás y con la naturaleza. Nos decía, a propósito el recordado Papa Pablo VI en su carta señera sobre la evangelización: “Lo que importa es evangelizar -no de una manera decorativa, como un barniz superficial, sino de manera vital en profundidad- y hasta las mismas raíces de la cultura y las culturas del hombre”.
Faltaría a la verdad si no comparto una preocupación, un dolor más bien y es que tanto en los lugares donde anteriormente he servido como pastor como aquí mismo, noto que después de tantos años en una institución cristiana, en algunos de ustedes existe una indiferencia a lo religioso e incluso hasta ateísmo expreso.
Muchas veces se imparte la educación como algo centrado en la adquisición de conocimientos y habilidades, parcializando y reduciendo la integralidad de la persona humana, guiados preponderantemente por criterios materialistas que privilegian la producción, la competitividad y el mercado. También, por otra parte, se propician inclusiones de actitudes contrarias a los valores de la vida, de la familia y de una sana sexualidad.
Verdaderamente me siento responsable ante Dios de esto.
Se suman además, nuestras propias desorientaciones como educadores, nuestro poco claro compromiso cristiano expresado vitalmente en una comunidad donde vive Cristo Resucitado y vivimos por lo tanto en el amor recíproco, testimoniando así que hemos encontrado el tesoro y entusiasmando con ese estilo de vida a otros. La tibieza o la prescindencia de Dios llevan muchas veces a considerar la tarea educativa como un mero medio de sustento, como fuente laboral, o bien un lugar que me prestigia.
Ante esta realidad, aparece el desafío de conocer nuestra identidad como discípulos misioneros de Jesucristo en su Iglesia para llevar la Buena Noticia al mundo.
Es imprescindible partir de la conciencia de nuestra propia vocación como evangelizadores. ¡Más que un título, el egresado de un Instituto Católico adquiere una misión! Así lo expresa San Pablo en la primera lectura de hoy: “¡Ay de mi si no predicara el Evangelio!”.
Sabiendo que el auténtico fin de la escuela católica está en el llamado a “transformarse, ante todo en lugar privilegiado de formación y promoción integral, mediante la asimilación sistemática y crítica de la cultura, cosa que se logra mediante un encuentro vivo y vital con el patrimonio cultural5 , hemos de desarrollar dicho sentido crítico desde la fe.
Tenemos la irrenunciable responsabilidad de poner de relieve la dimensión ética y religiosa de la cultura, para desarrollar aquello que es constitutivo de nuestra condición humana y la destaca como tal, como lo es la espiritualidad.
Esto permite escapar de las trampas relativistas que dan lugar a una libertad mal entendida: solo confrontando con los valores absolutos logra el hombre la plena libertad ética, dando sentido y valor a la vida de la persona.
También el subjetivismo, el endiosamiento de lo que me parece, lo que siento, lo que me produce bienestar, es un desafío que debemos saber discernir y vencer con el espíritu de comunión que brota de la dignidad de hijos de Dios, que nos hace hermanos y nos compromete a abrirnos a los demás, no solo para realizarnos plenamente como personas, sino para compartir el don que hemos recibido y no nos podemos guardar egoístamente. “Hay más alegría en el dar que en recibir”
Pidamos con humildad a la Virgen que nos consiga de Jesús la fortaleza para ser coherentes con los valores del Evangelio, capaces de comprometernos con la sociedad actual, para instaurar el Reino de Dios en el mundo, haciéndolo más justo, más solidario, más pacífico, en síntesis, más plenamente humano.