El Informador Público, febrero 5, 2012
José Antonio Riesco
En diciembre pasado la definición de la modalidad con que se gobierna la dio el senador Aníbal Fernández. “Nadie tiene que indicarle a Cristina cómo gobernar”-. Si a esto lo hubiese dicho hoy en Alemania seguro que pasaba un mal rato. Por aquello de los años 30 del siglo XX: “¡Lo dice el Führer…!!” Sin perjuicio de lo cual don Aníbal puso el sello malevo en el modelo.
En algo de fondo las autocracias se parecen; en los hechos, con sus más y sus menos. Es la conducta lo que las caracteriza, cualquiera sea el uso que hagan de la propaganda o de la violencia. Convertir a la mayoría parlamentaria en un factor para aniquilar la división de los poderes es un acto de violencia, aunque sea apañado por el timoratismo de la oposición, especialista en meros rezongos y quejidos tenues. Lo dicho vale si el bastón de mando lo tiene la Presidente o quien la represente. En el Estado moderno, la justificación de las facultades de la mayoría reside en el respeto a las minorías. Al menos cuando las minorías son respetables.
Después de todo hace rato que en la Argentina no rige la prohibición a los “poderes extraordinarios” a favor del Ejecutivo (art. 29 CN) ni se toma en cuenta que la eminente función de hacer las leyes corresponde al Congreso (art. 44 CN).Tampoco se recuerda aquella condición (la división de los poderes junto a los derechos humanos) que estableció la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, art. 16, 1789). En los escribas de la izquierda esto no tiene significación ya que “estamos haciendo una revolución”. Robespierre y Lenin en la tilinguería.
No se me ocurre predicar la beatería constitucional como si viviéramos en 1853, pese a los tumbos que dio la Constitución originaria hasta encontrar un equilibrio básico en su aplicación. Ya nadie tiene por misterio que es una realidad eso del “liderazgo” del presidente o del primer ministro. De ahí la exigencia de autocontrol, de prudencia y de rechazo a las tentaciones del “nepotismo” familiero, a no ser que se confunda al Estado con una toldería. ¿Nos está ocurriendo?
Ni queremos ratificar la tesis de que nuestra actual crisis institucional tiene como consecuencia fundamental ahuyentar las inversiones extranjeras y propias. Con ser esto verdad en buena medida, los efectos en la moral colectiva son mucho peores por que viene lesionando gravemente la conciencia política de una gran cantidad de ciudadanos, al extremo de que, no hay dudas, se está disolviendo en las masas el apego a la democracia republicana. Llevado más allá, quiere decir que ¿nuestra mayoría, “cuando esto se caiga”, estará lista para convalidar un fascismo o algo peor?
Una formación democrático-republicana exige un soporte mínimo de orden ético, en los dirigentes y en el cuerpo electoral. O sea, todo lo contrario del uso y abuso del clientelismo (compra-venta de votos y punteros) en que estamos sumergidos. Sabido es que se financia descaradamente con los recursos del Estado. Esto ocurrió a granel en los últimos comicios generales y fructificó en el ostentoso 54% de los sufragios del oficialismo, pero que los opositores (políticos y columnistas no partidarios), salvo excepciones, lo llamaron un triunfo puro, legítimo e incuestionable. Apañar basura es un viejo hábito de los argentinos, y hoy estamos como antes de 1912 cuando se dictó la Ley Sáenz Peña.
Las víctimas principales de esta modalidad de ejercicio del poder son los sectores más golpeados por las condiciones de pobreza y desocupación, con más los trabajadores en negro y muchos jubilados, y aunque no valga excluir a otros que no son tales. Semejante “estilo” en el manejo del Estado permite el trazado sustancial del régimen dominante.
Este será mayoritario en los votos y en las bancas, tendrá la legalidad formal a su servicio y dispondrá de los bienes y medios financieros de la administración pública, pero nadie sensatamente lo podrá identificar con la democracia republicana. Y para nada será verdadera expresión de una conciencia cívica, sobre todo de las bases sociales. ¿En qué se parece dicho “estilo de poder” con lo que se firmó como “compromiso democrático” (art. 1) de los miembros del Mercosur (Acta de Ushuaia, 1984)?
Para lo que importa, la advertencia de don Aníbal fue no únicamente un gesto de matonismo sino la formulación del principal procedimiento de gobierno. Eleva al máximo el personalismo que ya es habitual en la Sra. Presidente y que repiten los auxiliares: “Con Cristina no se habla, sólo se escucha”.
Hace pocos días el diario La Nación reprodujo las tesis de la diputada Diana Conti sobre el “liderazgo natural” de la Presidente y que “el pueblo acepta como tal”. Esta referencia a la índole “natural” de un fenómeno político recuerda a la Biopolítica, una corriente que coloca a la política entre las ramas de la biología. No es novedad. A principios del siglo XX el naturalismo politizado (una variante del materialismo decimonónico) brindó soporte a las doctrinas racistas que alimentaron a los totalitarismos. Entre estos el que reivindicó al llamado “führer-prinzip” de los años 30.
A juicio de la Sra. Conti tal tipo de liderazgo “natural” excluye toda intermediación entre la Presidente y el pueblo. Otra nota ciertamente sustantiva en el estilo gubernativo y que, sin ningún esfuerzo, hace surgir la tesis de lo prescindible que para el gobierno resulta el sistema de instituciones que prevé la Constitución y las tradiciones democrático-republicanas. ¿Tiene sentido semejante modalidad en una formación política que, casi sin otro cuestionamiento respetable que el de los “medios”, en siete años no logró ninguna transformación de índole estructural, como no sea el imperio del desorden…?
Las fuerzas sociales de la base suelen no tener medios para resistir o quejarse; por caso la mayoría de los trabajadores, de modo especial cuando la dirigencia sindical de alto nivel aparece formando parte del régimen, aunque esto no excluye las discordias “intra-muros”. Las frustraciones y la sucesión de engaños de que fue víctima durante medio siglo, hace que el pueblo de abajo, ciertamente la mayoría, a diferencia de sectores calificados de la clase media, tenga hacia tales desatinos una actitud de indiferencia cuando no de complacencia. Es razonable que le pase por el costado la idea de que una porción de conciencia crítica es connatural a la democracia.