domingo, 5 de febrero de 2017

JUAN JOSÉ GÓMEZ CENTURIÓN



Jorge Lanata


Lo que está en juego en las discusiones por los feriados y, ahora, con las declaraciones de Gómez Centurión, es la idea de superioridad moral: un sector de la Argentina sigue creyéndose con la autoridad de imponer al resto las condiciones bajo las que debemos pensar la Historia y el presente.
La expresión mas básica de ese razonamiento fue dada por Estela de Carlotto en una entrevista a Radio 10: ”Macri no quiere la historia que nos tocó vivir porque a él no le tocó vivirla. El fue secuestrado, pero parece que fue un secuestro bastante especial”.
Para Carlotto, entonces, hay secuestros que valen doble y la vara para contar su peso es sólo una y obligatoria.
No es distinto a la idea de “juventud maravillosa” difundida por el credo kirchnerista: quienes murieron fueron los mejores.
Es mentira; hubo mejores y peores, miserables y generosos, como sucede con los grupos de personas. Y si no hubieran sido los mejores, ¿no importaban?
La coherencia del pensamiento de Carlotto es la de un colador: justifica a los Kirchner afirmando “tienen mucha plata. Pero eso no es robar”, y condena a los Macri por tener dinero.
No me gusta la extorsión; no me siento culpable por la dictadura (es más, en esos años dejé el periodismo y fui mozo de bar); hice todo lo posible por ayudar a los organismos de derechos humanos y me manifesté siempre en contra de cualquier amnistía y a favor de los juicios.
No comparto la opinión de Gómez Centurión, pero me siento obligado a defender su derecho a decirla. Duele leer: “No es lo mismo ocho mil verdades que veintidós mil mentiras”, porque se advierte que fueron los propios organismos, al mantener una consigna no comprobable, quienes crearon la mitad de la oración.
Me da tristeza que pueda decirlo, no que lo diga. Desde la trinchera de la superioridad moral surgieron de inmediato pedidos de renuncia. Por una opinión. Hace pocos días prohibieron en Venezuela hablar mal de Chavez; ¿es tan distinto?
Cristina salió a acusar a Macri y volvió a mentir: habló de condenas por genocidio en todos los casos. La figura de genocidio fue utilizada por única vez en el Tribunal Federal número 1 de La Plata por el ahora desplazado juez Rozanski.
La solvencia jurídica de Rozanski parece similar a la conducta laboral: sufrió decenas de denuncias por acoso, violencia simbólica y violación de derechos laborales de sus empleados.
En 2011, en el juicio por los delitos cometidos en la ESMA, en el Tribunal Oral número 5 se debatió el criterio, calificándolo como “crímenes de lesa humanidad”.
El Equipo Nizkor sostiene un criterio similar. El genocidio es un delito internacional que comprende “cualquiera de los actos perpetrados con la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico racial o religioso como tal”.
El enfrentamiento en Ruanda entre los tutsis y los hutus, con mas de un millón de victimas, la guerra civil de Guatemala en los sesenta con más de doscientos mil desaparecidos y un millón y medio de desplazados, el conflicto de Darfur en 2003 que provoco 300 mil muertos y millones de desplazados, el Holocausto armenio, con dos millones de muertos a manos de los turcos, o el genocidio de Camboya obra del régimen maoísta del Khmer Rouge, que devastó a un cuarto de la población en tres años y ocho meses.
Esta discusión, con posiciones enfrentadas, será jurídica o política, o de derecho internacional. Pero sólo será si se expresa.
Quienes se suponen dueños de la superioridad moral no son quiénes para prohibirla y mucho menos para condenar a quienes se expresen. Por otro lado, los dueños de la moral ajena harían bien en, aunque sea una vez, mirarse a sí mismos: ¿responderán ante la sociedad por el robo en los planes de viviendas? ¿Y por sus hijos favorecidos en la política? ¿Le darán la libertad a los chicos recuperados de llevar el apellido que ellos quieran? ¿Estarán dispuestos a escuchar?
Porque el resto de la sociedad esta dispuesto a hablar y tiene derecho a hacerlo. Hace unos días, Diosdado Cabello, el número dos de Venezuela, ordenó exponer en todas las oficinas públicas un afiche con la inscripción: “Aquí no se habla mal de Chávez ni del gobierno”. Carlotto y Cristina deben estar encantadas.