Por José Antonio Riesco
La política y el conflicto son siameses. Nosotros, el 25 de mayo de 1810, nacimos como nación emergente, en medio de pleitos y confrontaciones; y los Estados Unidos con una revolución y enseguida riña entre federalistas y republicanos.. Puesto que en los procesos pertinentes se trata, normalmente, de decidir quién, cómo y por qué alguien manda en el grupo. Es un campo donde, con o sin violencia, el hombre es lobo del hombre (Hobbes); al llegar, la democracia instaló procedimientos para que el conflicto se concrete por vías pacíficas; lógica e históricamente, está comprobado que la competencia es un indicador de la salud del organismo, sea el biológico o el social. El exceso de paz suele engendrar el entumecimiento de los colectivos.
También está probado, en una larga experiencia, que cuando una sociedad ingresa a un ciclo de crisis y ésta tiene signo negativo, surge la necesidad inexcusable de confiar la responsabilidad del mando al que ostenta las mejores condiciones, aún sin exigirle cualidades celestiales. En horas difíciles Francia eligió a Napoleón, más tarde a Gambetta y posteriormente a De Gaulle. Es la hora de cierto heroísmo y de un especial paso atrás de “los otros”, sean socios o competidores. Lo exige la suerte del conjunto, sea el país, la provincia o el municipio, a no ser que se decidan por el peor.. Allí se ponen a prueba las calidades morales de la dirigencia y su actitud para conferir prioridad, por sobre las apetencias personales, al legendario “bien común”. Ese que ya Aristóteles identificó con el fin supremo del Estado y que solemos nominar con la palabra “patriotismo”.
En un país, el nuestro, cuya decadencia estructural ya no se puede cubrir usando desaprensivamente las cifras dibujadas del Indec con que impiadosamente se trata de consolar a los millones de pobres e indigentes que forman el “ejército de reserva” del modelo K, esto viene a cuenta de lo que tenemos a la vista respecto al comportamiento de la clase política. Y no valen disculpas ni argumentos de ocasión. Es, fundamentalmente, una dirigencia conservadora, y no en el mejor sentido del término, tal cual lo demuestra cada paso que hicieron y hacen al frente del poder, y que utilizan unas supuestas diferencias ideológicas para enmascarar los apetitos de comité, sean ellos individuales o de las elites de su conducción.
Parte de semejante tilinguería se viene exhibiendo en el escenario tangible de la política nacional. Por de pronto en el oficialismo, donde brillan los fogones de un internismo que ya no puede disimularse, con la Sra. Presidente llevando el banderín del clientelismo supuestamente triunfador, y el entorno convertido en reñidero de gallos. Tanto o más ocurre en la oposición, pese a que algunos dirigentes anunciaron su retiro de la competencia “presidencial”, pero sin que disminuya el coro de los pretendientes de no menos de seis. El escenario opositor semeja ya un festival de ambiciones y personalismos, empeñados en ponerle bandera de remate a la tragedia nacional. Nadie renuncia a nada, salvo excepciones, como nadie levanta la bandera del patriotismo.
Se arguyen, caprichosamente, posiciones doctrinarias y tradiciones irrenunciables. Con olvido de que la Argentina no necesita que la gobiernen las ideologías, y mucho menos la nostalgia, sino la sensatez, la capacidad y la eficacia de los estadistas. Hagamos funcionar bien, a pleno, y con un rigor legal básico, lo que se ha construido a lo largo del tiempo, recuperemos las instituciones en el orden público y privado, expulsemos a los delincuentes, y saldremos adelante. ¿Qué es esto de no renunciar en pro del bien común..? Así dejaremos el largo ciclo de postración nacional..?
Pese al tiempo transcurrido --y por aquello de que, según Maquiavelo, los hombres reiteran sus modos de acción y reacción-- me permito traer al presente argentino un ejemplo de conducta patriótica, me refiero a Alejandro Hamilton, federalista y rabioso enemigo político de Tomás Jefferson, el candidato republicano a la presidencia de los Estados Unidos, en el invierno de 1801. Aunque la mayoría de votos favoreció a Jefferson, el verdadero candidato a presidente, en el colegio electoral se produjo un empate con Aarón Burr, también republicano, un coronel retirado de antecedentes no muy católicos que, según su palabra, sólo aspiraba a la vicepresidencia..
La cuestión pasó, por ley, a la Cámara de Representantes y nuevamente las primeras votaciones repitieron el empate, circunstancia aprovechada por la directiva federalista para apoyar a Burr, lo que hizo peligrar la posición de Jefferson. Ocurrió que, enterado, Hamilton convocó a sus amigos políticos previniéndoles sobre las malas perspectivas que para la nación implicaría el triunfo de Burr. Pese a su reconocida posición respecto al candidato republicano, rechazó la presión de su partido, él y su grupo votaron por Jefferson y éste fue Presidente.
Burr, nunca perdonó a Hamilton y no ocultó su rencor. Aprovechando unas declaraciones de Hamilton que lo afectaban personalmente, lo retó a duelo y lo mató el 11 de julio de 1804. Así pagó su gesto de 1801 uno de los mejores estadistas de esa nación. ¿Cuántos Hamilton tenemos entre nosotros..?