Por Abel Posse (*)
El país de Ubu Roi, pero sin carcajadas ni sonrisa. Una nube de irracionalidad se extiende. Por razones triviales, unos pocos paralizan trenes que no podrán usar miles. Los estudiantes no podrán estudiar en el Pellegrini porque a un grupo no se le antoja y objetan algunos profesores por razones ideológicas. La jefa de seguridad –humanista tardía– envía a los gendarmes con cartucheras vacías. Un juez considera que el abuso sexual de dos niñas es excarcelable porque estas chicas son humildes y viven en un medio acostumbrado a esas cosas. La Policía Federal no custodia más los edificios públicos de la ciudad. La Capital es para el Gobierno nacional otro país, un vecino antipático. El daño lo padecerán miles de porteños (y turistas). Todo se asimila en una democracia sin agallas, ni dientes, ni orgullo. Es como si se aceptase una constitución al revés. Donde hay “cierto derecho” para cortar la circulación en las calles, escrachar, ocupar colegios, soportar con tibieza el crimen impune, de delincuentes adultos o de asesinos-niños (no hay niños-asesinos).
El hecho criminal de secuestrar toda la edición de un diario, la mayor, es justificado por el sindicato causante como “un problema gremial y no como alguna violación de libertad de prensa”. Detrás de una frase de semejante perversa ingenuidad hay un aire general que nos infecta: el de rémoras de ideología que se fueron pudriendo sin revolución ni democracia. En este país de gorditos burgueses, muchos se prefieren como revolucionarios virtuales, nostálgicos. Es el país de la burguesía sindical de Rolex, BMW y hasta con aviones privados. Pasaron décadas de “obras sociales” (que Perón nunca quiso concederles) y el sindicalismo no sale de su laborioso semianalfabetismo cultural y de una gesticulación clasista, de campera negra y marchita, para convencer lo que ni sus allegados creen: que no están en el partido de la riqueza inconfesable.
En realidad, la ilegalidad predominante, la contraconstitución vigente, sirven para cubrir el drama básico de nuestra sociedad, que es la corrupción.
Si no grita la Corte, ¿quién va a clamar por las aberraciones jurídicas y morales que padece el pueblo argentino? Las declaraciones de los políticos son necesarias, pero tienen el sabor de lo inocuo. La razón jurídica que es el esqueleto de todo orden social, es anémica. Ni los más altos magistrados luchan por el Derecho, como el que reclamaba von Ihering, que todos estudiaron en la facultad como paradigma de moral jurídica.
Nos hemos transformado en un país lleno de odio y amenaza. La situación mundial, tan favorable, nos supera. La Argentina creció y está en condiciones de ocupar en las próximas décadas un sitial de poderío económico y de desarrollo, como en las mejores décadas del siglo pasado.
Pero estamos paralizados con callada resignación.
Somos ya un país ridículo. Ya es moda en cualquier foro diplomático, mientras se espera, contar anécdotas de la Argentina. La Presidenta haciendo caras simpáticas cuando llega tarde a la foto de los líderes; el canciller, alicate en mano, revisando la valija del oficial de la misión que trajo una acordada ayuda técnica; el buen Chávez a canilla libre, en algún estadio suburbano, recitando el catecismo del mundo que no fue, que perdió, que no existe más. Vocifera un buen par de horas. No se enteró de que China y Rusia ya se fueron y que en Cuba echan a miles de empleados públicos. Había que decir lo de Borges en relación con un reconocido charlatán amigo: “Uno ya se fue y el gallego sigue hablando…”
Nuestra barbarie sin gesta ni fiesta dionisíaca nos avergüenza ante el mundo y nos humilla en nuestra impotencia. Somos un país en avanzado estado de descomposición espiritual. Debemos recrear una verdadera democracia con energía de renacimiento nacional, que no confunda libertad con permisividad; ni protesta con intimidación; ni asesinato con derecho de la minoridad.
*Escritor y diplomático.
politicaydesarrollo.com.ar, 25-04-2011