jueves, 9 de noviembre de 2017

LOS RESERVISTAS DE UN MUNDO EN CRISIS



Pablo Gianera
La Nación,  09 DE NOVIEMBRE DE 2017

Hay una paradoja muy singular con los monasterios benedictinos: los monjes están retirados del mundo y de la historia, pero ese mundo y esa historia están atados sin embargo al destino de los monjes. Ellos son nuestros "reservistas" espirituales, y, para decirlo todo, no sólo espirituales. Después de la muerte de su madre, el poeta argentino Arnaldo Calveyra hizo un retiro en la Abadía de Solesmes, en Francia, centro neurálgico de la conservación del canto gregoriano. Sin esos monjes, por ejemplo, el gregoriano se habría perdido acaso para siempre. (Calveyra escribió después el que es para mí su libro más emblemático, aquel donde lo busco y lo encuentro, ahora que está muerto: Maizal del gregoriano.)

Según cuenta en un artículo que publicó LA NACION hace tres días, Mario Vargas Llosa hizo su propio retiro en una abadía benedictina en España. Me interesa especialmente un pasaje del escrito de Vargas Llosa: "Lo que un agnóstico puede entender y admirar en este lugar y en estas personas es lo que T.S. Eliot llamó la continuidad de la cultura y la importancia que para la civilización tienen las formas. San Benito no fue sólo exponente mayor de una creencia religiosa, sino el adelantado de una manera de ser, de creer y de actuar que cambiaría la historia del mundo". Vargas Llosa acierta en la cita de Eliot y lo que falta completar es el origen de esta historia.


Fue en Montecassino donde San Benito fundó su primer monasterio, el más famoso de la Iglesia latina, y lo hizo en el año 529, el mismo en que cerró para siempre la academia platónica de Atenas, símbolo de la antigüedad. Esta coincidencia temporal fortuita es asombrosa y trae además consigo la ilusión de una fascinante carrera de postas occidental.

El Imperio romano ya se había derrumbado y su derrumbe amenazaba con arruinar toda una cultura, la antigua. Pero en Montecassino San Benito la puso a salvo. Los monjes copiaron pacientemente los manuscritos antiguos y se ocuparon de cuidar el lenguaje. El monje francés Leclercq trató de demostrar que el amor a la gramática iba indisolublemente unido al amor a Dios: ya sabemos que, según enseñó un poeta, no hay nada donde la palabra se rompe. Según el papa Benedicto XVI, esta tarea de conservación "responde por completo a una directriz de los benedictinos: succisa virescit (con la poda, reverdece). El daño se convierte, en cierto modo, en un renacimiento".


Montecassino tiene sus historias. En plena fundación, todo el mundo trabajaba para levantar el monasterio. San Benito, sin embargo, no estaba con sus hermanos. En un momento, cae una piedra y mata a un monje. Pero Benito sigue rezando. Despide a los monjes que le dan la noticia, cierra la puerta y se pone a orar. Por fin, el hermano muerto vuelve a la vida. En Montecassino, Benito adelanta además la hora de la oración nocturna para velar. Una noche, el santo tuvo la visión del mundo encerrado en un rayo de sol.


Sabemos estas cosas en gran medida gracias al escrito biográfico de San Gregorio Magno. Es interesante confrontar la imagen de San Benito que da el papa Gregorio con la que resulta de la famosa Regla benedictina, que rige el funcionamiento cotidiano del monasterio. Parece estricta, aunque en realidad es un ejemplo de mesura. Los tiempos pueden haber cambiado, pero la regla permanece, esa regla cuya primera prescripción es: "Escucha". Démosle de nuevo la palabra a Benedicto XVI: "Si hoy, como vemos -dijo en el año 2000-, nuestra cultura amenaza con perder el equilibrio, se debe también a que con el paso del tiempo nos alejamos de ella". El agnóstico Vargas Llosa está de acuerdo: "La supervivencia de semejante pasado en un presente tan confuso como el nuestro es necesaria, una manera de retroceder de nuevo a la barbarie". Montecassino es un emblema que excede a Europa y a Occidente: hay ahí una clave contra esa regresión irreversible que, como siempre, está a la vuelta de la esquina de la Historia.