PRUDENCIO BUSTOS ARGAÑARÁS*
La Voz del Interior, 07 de marzo de 2019
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Hace ya varios años
que los habitantes de la ciudad de Córdoba soportamos de manera casi cotidiana
un atropello a nuestros derechos por parte de diferentes grupos –sindicalistas,
abortistas, gays, lesbianas, ecologistas, partidos de izquierda y varios etcéteras–
que se apropian de las calles céntricas, cortan el tránsito, detonan
explosivos, vociferan obscenidades por altoparlantes, prenden fuego a cubiertas
u otros objetos, atacan iglesias y otros edificios y ensucian con grafitis
paredes, estatuas, monumentos históricos, comercios y casas particulares.
Quienes cometen estos
actos vandálicos son, sin duda, los principales responsables, pero no los
únicos. A ellos se suman quienes, por los cargos que ocupan, tienen la
obligación de impedirlo y de castigar a los que los cometen, y no lo hacen.
En primer lugar, los
magistrados judiciales del fuero penal, ya que cortar calles es un delito
previsto en el Código, que debe ser castigado con tres meses a dos años de
prisión (artículo 194). La provocación de incendios se pena con tres a 10 años
(artículo 186); el daño de cosas muebles o inmuebles, con 15 días a un año
(artículo 183), y con tres meses a cuatro años si se emplean sustancias
venenosas, como el humo de cubiertas quemadas, o cuando los objetos dañados son
bienes públicos, lugares de uso público, monumentos o estatuas (artículo 184).
Se da el caso de un
fiscal que, para justificar su inoperancia, llegó al absurdo de sostener que su
misión no era perseguir el delito en estos casos, sino mediar en lo que considera
un conflicto de intereses, ya que según su curiosa interpretación el supuesto
derecho a “manifestar” autoriza a cometer estos delitos, y el que incurre en
ellos no debe ser perseguido sino amparado por él.
No he visto consagrado
en la Constitución ni en ninguna ley tal presunto derecho. En todo caso podría,
de manera muy generosa, considerarse comprendido en el derecho de peticionar a
las autoridades, incluido en el artículo 14, o bien ampararse en el artículo
19, que dispone que nadie puede ser impedido de hacer lo que la ley no prohíbe,
lo que lo pondría en la misma categoría del derecho a bailar el malambo o a
tomar café.
Pero, aun bajo este
supuesto, el ejercicio de un derecho no puede legitimar la comisión de un
delito, pues como establece el Código Civil en su artículo 10, “el ejercicio de
un derecho propio (...) no puede constituir como ilícito ningún acto”. Y se
aclara luego que “la ley no ampara el ejercicio abusivo de los derechos”.
A ello se añade, en el
artículo 14, que “la ley no ampara el ejercicio abusivo de los derechos
individuales cuando pueda afectar al ambiente y a los derechos de incidencia
colectiva en general”.
Son también
responsables los gobernadores e intendentes, quienes al jurar sus cargos se
comprometen a observar y hacer observar, en cuanto de ellos dependa, la
Constitución y las leyes.
A la omisión de este
deber la castiga el Código Penal en su artículo 249, cuando reprime con multa e
inhabilitación al funcionario público “que ilegalmente omitiere, rehusare hacer
o retardare algún acto de su oficio”.
Más allá de lo
jurídico, existen reglas fundamentales que rigen la vida en sociedad y permiten
la convivencia civilizada, en especial aquella que establece que el derecho de
uno termina donde comienza el derecho de los demás.
La inobservancia de
este principio convierte la vida en la ciudad en un verdadero campo de batalla
en el que reinan la anarquía y el caos, y el incumplimiento de las leyes
provoca la aparición de una ley no escrita, la ley de la selva, que no es otra
que la ley del más fuerte. Y quien más se perjudica es el débil y el
desprotegido, pues el rico y el poderoso tienen recursos para hacer prevalecer
sus derechos en medio del desorden.
Pero a todos los
nombrados debemos añadir otros culpables, que somos los ciudadanos, cuando a
fuerza de convivir con estos agravios cotidianos, nos familiarizamos con ellos
y los toleramos callados.
O cuando seguimos
eligiendo gobernantes que no cumplen con su deber ni defienden nuestros
derechos, o cuando convalidamos los atropellos por entender que quienes los
ejecutan persiguen una buena causa, olvidando que Tzvetan Todorov nos enseña
que “las causas nobles no disculpan los actos innobles”.
También cuando
legitimamos el uso de la violencia y el vandalismo como instrumentos de acción política,
al conmemorar y celebrar episodios históricos como el Cordobazo, en el que
grupos armados provocaron la destrucción de la ciudad, el caos y hasta la
muerte de personas inocentes. O cuando tributamos homenaje a verdaderos
asesinos, como el Che Guevara, que iniciaron baños de sangre promoviendo el
terrorismo y contribuyeron a instaurar tiranías dinásticas que arrasaron con
los derechos y las libertades de los ciudadanos.
Disfrutar de los
beneficios de la civilización tiene un precio: comportarnos de manera
civilizada y exigir a nuestros gobernantes que lo hagan.
* Escritor,
historiador