lunes, 29 de noviembre de 2021

¿QUÉ ES EL TROTSKISMO?

 


 ¿utopía virginal o experiencia probada y fracasada?


Por Claudia Peiró


Publicada en Infobae el 17 de noviembre de 2021

(Fuente: Foro Patriótico)

 

La izquierda trotskista -que en lo local subraya su condición de “tercera fuerza”- suele dar lecciones de pureza revolucionaria a los demás partidos “burgueses” desde la condición de proyecto hasta ahora nunca concretado. ¿Es realmente así?.

 

El trotskismo argentino -unificado desde 2011 en el Frente de Izquierda y los Trabajadores (FIT)- se vanagloria hoy de ser la tercera fuerza política del país. Es verdad que los números lo avalan, pero menos del 7% de los votos -6,16%-y una distancia casi sideral con la segunda fuerza -hoy el kirchnerismo con 33,87%- no justifican tanto optimismo, salvo que estén cómodos en el rol de fuerza testimonial.

 

Es cierto que han logrado unirse -toda una hazaña en una corriente que lleva la división en los genes-, que vienen creciendo sostenidamente, que tienen una inserción ruidosa en casi todos los movimientos de protesta social y una importante capacidad de movilización callejera. En concreto, una presencia importante en la vida pública y en el debate político de los últimos años; sin embargo, en la actualidad, más allá de los cuadros militantes, existe un alto desconocimiento de lo que es el trotskismo en el conjunto de su electorado.

 

“Anticapitalismo” es quizás la más dura de sus definiciones, aunque cuesta creer que alguien los tome en serio, por lo remota que es la posibilidad de que lleguen al gobierno y puedan acabar con el capitalismo como no se cansan de proclamar es su objetivo.

 

“Somos antiimperialistas, anticapitalistas, socialistas y luchamos por un gobierno de los trabajadores de ruptura con el capitalismo”, declara el FIT, que además se define como “una coalición de la izquierda clasista y socialista”, integrada por el Partido de Trabajadores Socialistas (PTS) el Partido Obrero (PO), la Izquierda Socialista (IS) y el Movimiento Socialista de los Trabajadores (MST).

 

El programa del FIT es tan utópico como lejana la posibilidad de tener que llevarlo a cabo. En resumen: “Plata para educación, salud y trabajo, no para el FMI; unificación y centralización del sistema de salud; estatización de todos los servicios públicos; aumento inmediato de salarios y jubilaciones; no a la megaminería y al uso indiscriminado de los agrotóxicos; que legisladores, funcionarios y jueces ganen lo mismo que un obrero especializado o una maestra; prohibición de despidos y suspensiones; 82% móvil y aumento del haber mínimo de los jubilados; eliminación del IVA de la canasta familiar; y reparto de las horas de trabajo entre ocupados y desocupados, sin afectar el salario”.

 

Esto lleva a pensar que el voto a la izquierda representó antes que nada un vehículo para expresar descontento hacia la coalición oficialista; algo análogo al castigo que, en el otro extremo del arco político, muchos electores propinaron a la oposición a través del voto a Javier Milei.

 

La aureola de inocencia con que aparece esta izquierda facilita un voto testimonial. Es virgen respecto del poder. No existe, en apariencia al menos, ningún modelo en el cual referenciar -para bien o para mal- al trotskismo. Ahora, ¿es tan así? Las ideas anticapitalistas de las diferentes vertientes de las fuerzas surgidas del gran enfrentamiento entre León Trotski y Josef Stalin ¿nunca se aplicaron?

 

Pese a sus muchas y continuas divisiones, es posible delimitar los ejes de una doctrina común en los distintos trotskismos.

 

En primer lugar, el trotskismo es una vertiente del marxismo leninismo. Comparte la interpretación leninista de las teorías de Marx, interpretación que Trotski contribuyó a formular.

 

Por empezar, el materialismo histórico: es la materialidad la que determina la conciencia. No son las ideas o la voluntad humana las que generan los cambios de la economía, sino al revés; los cambios económicos provocan los cambios de pensamiento, de conciencia. Por lo tanto, el socialismo, la propiedad colectiva de los medios de producción, será el resultado de la evolución de las leyes de la economía capitalista: la concentración industrial, que elimina la competencia; el empobrecimiento, que agudiza la lucha de clases; las inevitables crisis de superproducción y el consecuente desempleo; todo eso se irá agravando hasta desembocar en la crisis final del capitalismo.

 

La sociedad se divide en dos clases antagónicas: la burguesía capitalista y el proletariado obrero. La lucha de clases puede acelerar la evolución de esa sociedad capitalista. Cuando se produzca la crisis final, la clase obrera, organizada en un partido revolucionario, tomará el poder e instaurará una dictadura del proletariado para conducir la transición hacia la propiedad colectiva de los medios de producción.

 

A estos puntos básicos, Lenin y Trotski le sumaron otras tesis, que pueden resumirse así: la clase obrera por sí misma es incapaz de concebir y realizar el socialismo, su mayor nivel de conciencia es el sindicalismo, o sea, busca mejoras pero dentro del capitalismo. Por lo tanto, es necesario organizar una vanguardia esclarecida -marxista- de revolucionarios profesionales -el partido único de la clase obrera-, que lidere la revolución. Previamente, esa vanguardia, aunque no conduzca la totalidad del movimiento de masas, sí puede infiltrar la dirección de sus organizaciones, como los sindicatos (el famoso entrismo, la práctica que recomendó Lenin y que haría escuela en todo el mundo).

 

Hasta aquí, estalinistas y trotskistas coinciden.

 

Ahora bien, la Revolución Rusa no siguió las leyes marxistas. La Rusia de octubre de 1917, según la lógica del materialismo histórico, estaba lista para una revolución democrático burguesa, no para el socialismo. País de industrialización incipiente y mayormente campesino, su proletariado era muy minoritario, menos del 10 por ciento de la población. Y de hecho, en febrero de 1917, el zarismo cayó y fue sustituido por un gobierno socialista moderado. Burgués. Pero Lenin y Trotski vieron la oportunidad de tomar el poder y no por la acción de un movimiento de masas sino de una facción -el partido bolchevique-. En concreto, la idealizada Revolución Rusa fue un golpe de Estado planeado y ejecutado por una minoría favorecida por las consecuencias de la guerra: el descontento de los soldados, la anarquía y la incapacidad del gobierno de Kerenski para mantener el orden.

 

Lenin y Trotski apostaron luego a una propagación del ejemplo revolucionario, convencidos de que el régimen bolchevique no podría sostenerse aislado. La Revolución rusa debía ser el primer paso de la Revolución Mundial y por eso Lenin creó la Internacional Comunista.

 

Fue cuando se hizo evidente que el impulso revolucionario se estaba agotando en Europa que se bifurcaron los caminos de Stalin y Trotski. Ambos creían que había que salvar la Revolución Rusa, pero diferían en el cómo. Stalin sostiene que todos los partidos comunistas del mundo deben subordinar sus acciones a los intereses de Moscú, a las “necesidades” de la Revolución, que cada vez más resultan ser los “intereses” de Stalin mismo, a medida que éste va concentrando el poder. Para preservarlo, practicará un realismo internacional que lo lleva a todo tipo de arreglos con los Estados capitalistas que la Internacional comunista debía derribar.

 

Consecuentemente, exige la subordinación total a sus designios, incluso la renuncia de los demás partidos comunistas a luchar por el poder en sus países, si ello comprometía los intereses y las alianzas soviéticas.

 

También Trotski creía que la Revolución Rusa debía ser preservada por encima de todo. Pero para ello la clave era la extensión del fuego revolucionario y no su extinción. Los partidos comunistas de todo el mundo debían sostener una lucha constante por la toma del poder. Aunque no lo lograran, esa agitación revolucionaria evitaría que los países capitalistas volcaran sus fuerzas contra la URSS. El socialismo no podría sostenerse en Rusia por mucho tiempo más si no se extendía la revolución: eso creía Trotski. La teoría estalinista del “socialismo en un solo país” era la causa de las desviaciones de la revolución rusa bajo la conducción de su enemigo mortal Josef Stalin.

 

El comunismo debía ser internacional, sí o sí. Y aquí se configura el otro rasgo de identidad del trotskismo. Para esta corriente, los sentimientos nacionales son secundarios. Incluso hay que combatirlos, porque son un obstáculo a la solidaridad internacional de los trabajadores, al clásico mandato marxista: “Trabajadores del mundo, ¡uníos!”

 

En la versión vernácula, pensemos en la polémica afirmación de la ahora diputada electa por el FIT en la ciudad de Buenos Aires, Myriam Bregman, de que el Himno Nacional no la representaba. Consecuentemente, al asumir por primera vez una banca como diputada nacional en 2015, lo hizo con una reafirmación de internacionalismo: “...porque nuestra lucha es por acabar con la barbarie capitalista en todo el mundo, ¡sí, juro!”.

 

LA REVOLUCIÓN PERMANENTE

 

Recostado en su experiencia en Rusia, Trotski postula la Revolución permanente: ésta puede hacerse incluso en los países que todavía no pasaron por la etapa democrático burguesa. Allí, independientemente de las condiciones objetivas, las vanguardias socialistas deben luchar por la toma del poder y establecer la dictadura del proletariado. El entrismo es la clave: los comunistas siempre son minoría, pero copando la dirección de las organizaciones de masas, su carácter de fuerza organizada y adoctrinada, disciplinada, les permitiría prevalecer en el seno del movimiento revolucionario.

 

En concreto, la tesis de la revolución permanente invierte el determinismo económico de Marx, al poner por encima de éste el voluntarismo, la voluntad política de una vanguardia.

 

La influencia de esta idea fue de largo alcance. Si hoy los trotskismos del mundo se presentan a elecciones y entran a los parlamentos, en los 60 y 70, esta tesis voluntarista llevó a muchos a perder de vista el análisis de la realidad y lanzar aventuras revolucionarias por la vía armada, experiencias que desembocaron en tragedia o dieron lugar a dictaduras de izquierda, tan duras como las de derecha.

 

Pasados ya estos fervores, actualmente los partidos trotskistas, aunque mantienen la retórica anticapitalista, se muestran como la expresión de un descontento social que de momento no sale de los cauces legales de expresión. El crecimiento de esta corriente se vio en parte impulsado por la decadencia de los partidos comunistas, acelerada tras la disolución de la Unión Soviética.

 

Actualmente, el trotskismo se presenta como un comunismo bueno, no autoritario, abierto a todos los movimientos de protesta actuales, del feminismo al ambientalismo, pasando por la globofobia, pero sin renunciar, al menos explícitamente, a los postulados más doctrinarios que le dieron origen.

 

¿Cómo concilian el anticapitalismo, que aseguran profesar radicalmente, con la participación en el sistema parlamentario burgués, fruto de ese sistema que aborrecen? De eso no se habla.

 

Para todas las vertientes del trotskismo, el estalinismo fue una desviación condenable; pero llamar “estalinismo” al “socialismo realmente existente” es una forma de dar a entender que eso no fue comunismo, un sistema que siguen reivindicando.

 

Existiría entonces una versión pura del comunismo que todavía no se hizo realidad en ningún país. Lo ocurrido en la Unión Soviética -la represión feroz, las hambrunas, los campos de reeducación, la censura permanente, la burocracia de Estado, la colectivización forzosa, la pesadez del aparato productivo- no tiene nada que ver con la dictadura del proletariado, la propiedad colectiva de los medios de producción, la vanguardia revolucionaria esclarecida que sabe lo que el pueblo necesita aunque éste no lo sepa, etcétera, etcétera.

 

En la versión edulcorada del trotskismo del tercer milenio, que se presenta como un adalid de la democracia, León Trotski, aunque no abjuran de él, es sustituido por la imagen que suponen más romántica del Che Guevara. Trotski era un enemigo declarado de la democracia representativa. La expresión de la voluntad popular debía ser sustituida por la voluntad de la vanguardia.

 

Pero además es difícil ocultar el rol de Trotski, previo a su caída en desgracia, en la configuración del régimen soviético y en muchos de los rasgos que hoy se califican de estalinistas. Primero, fue protagonista esencial en la toma del poder, luego en la organización del Ejército rojo, y enseguida, en la represión y el terror mediante el cual los bolcheviques se consolidaron en el poder. Represión contra campesinos y obreros. Trotski fue uno de los defensores de la Cheka, la terrible policía secreta del régimen. También promovió la militarización del trabajo, es decir, el encuadramiento forzoso de los obreros por el Estado a fin de garantizar la producción. Prohibió las huelgas y deportó o fusiló a los infractores.

 

De todos estos crímenes, nunca se mostró arrepentido. Más aun, teorizó sobre el uso de la violencia para acelerar los procesos revolucionarios. La violencia era necesaria para hacer avanzar la historia. Postulados que luego sirvieron de justificación a las guerrillas tanto urbanas como rurales en muchos países a lo largo y ancho del mundo y muy claramente en América Latina en los años 60 y 70.

 

La paradoja es que, la persecución implacable por parte de Stalin le dio a Trotski una aureola de víctima y blanqueó a su corriente de los crímenes iniciales. De este modo, muchos críticos del estalinismo, se hicieron trotskistas.

 

Como el trotskismo supuestamente nunca se realizó, siente que no tiene que dar explicaciones de cara a la historia. Difícilmente hoy alguien diga “en otro tiempo fui estalinista”; en cambio, admitir un pasado trotskista parece no afectar la reputación de nadie. “Somos muy ortodoxos en nuestras ideas, somos trostkistas, marxistas y no negamos ni un minuto de eso”, decía Myriam Bregman (Revista Anfibia, noviembre de 2016).

 

El trotskismo postula que Stalin fue el malo de la película. Trotski en cambio denunció la desviación de la revolución, la burocracia, la represión.

 

Los trotskistas se presentan como defensores de una versión pura del comunismo y, sobre todo, como los únicos que no transan con el capitalismo. Pese a sus reiterados fracasos, a su eterna condición de minoría, sienten que van en el sentido de la historia. Algún día ésta les dará la razón. Es una convicción a prueba de la realidad. No hay adversidad que les haga revisar esta concepción, reforzada ante cada crisis socioeconómica, en la que siempre ven los estertores del capitalismo.

 

“La pandemia lo expuso como nunca”, sentenció por ejemplo Bregman, en referencia al capitalismo. Y en la pagina del FIT, se afirma que los resultados obtenidos en la elección “expresan en Argentina la lucha contra los efectos de la crisis capitalista mundial detonada por la pandemia sobre la clase obrera y las masas explotadas”.

 

Para Myriam Bregman, “crisis climática y desigualdad social son obras del capitalismo, imposible combatirlas si no se cuestionan profundamente relaciones y modelos de producción”. Es otro rasgo del trotskismo; todo es atribuible al capitalismo cuya caída es objetivo y excusa al mismo tiempo: todos los reveses en las luchas se deben a que no se voltea el capitalismo. Si se fracasa, es por culpa de los reformistas burgueses, incapaces de profundizar los procesos.

 

“Lejos de aquellos reformistas que sostenían que, para ser exitosos electoralmente, había que rebajar el programa, el FIT plantea abiertamente un programa para expropiar a los expropiadores”, dice el frente. “La crisis capitalista mundial”, sostiene también, es la que “ha desnudado la impotencia y complicidad de los partidos centroizquierdistas y ‘nacionales y populares’, partidarios de frentes de colaboración de clases”.

 

Cristina Kirchner vendría a ser el Stalin del trotskismo argentino; más allá de algunas coincidencias en el pasado, hoy encarna la desviación de la revolución que será anticapitalista o no será.

 

Cada estallido social, cada masificación de un conflicto, reaviva esa convicción. “Estoy totalmente convencida de que hay que tirar abajo este sistema que no tiene para ofrecer más que miseria a las grandes mayorías”, dice Myriam Bregman en su presentación oficial.

 

En lo discursivo no renuncian al planteo anticapitalista y el comunismo sigue siendo su fin último. “El FIT-U no busca ganar una mayoría en el parlamento en coalición con partidos burgueses (...). El FIT-U lucha por un gobierno de las y los trabajadores en ruptura con el sistema capitalista-imperialista”.

 

Hoy muchos jóvenes en rebeldía con la sociedad encuentran en el trotskismo un espacio y cierta coherencia en la lucha, en la denuncia permanente de las injusticias, sin tener demasiada formación ni conciencia histórica del origen de ese movimiento.

 

Citando “un estudio norteamericano”, Myriam Bregman decía en septiembre pasado que “la mayoría de la juventud prefiere el socialismo al capitalismo”. “Aunque con ideas vagas -reconocía-, es una demostración de que este sistema ya no tiene nada bueno que ofrecerles a las nuevas generaciones”.

 

Hoy los trotskistas se postulan como abanderados de las luchas de los estudiantes, de las mujeres, de los colectivos LGTBI; son movimientos cuyo carácter anticapitalista sólo existe en el relato. Las reivindicaciones de las “diversidades” como se los llama hoy son casi promovidas por el sistema. Eso no los amilana.

 

“El marxismo es la única ideología que permite incorporar las luchas socioambientales, de la mujer y otras”, aseguraba Bregman, porque “al querer acabar con toda forma de explotación y opresión, empalmamos naturalmente con todas las causas anticapitalistas”.

 

Todo en la misma bolsa. El FIT enumera: “La oleada de luchas obreras en Estados Unidos, la huelga general en Corea del Sur, las huelgas en Italia, España, Francia y Alemania, el movimiento juvenil ambientalista que recorre el mundo o las rebeliones que han recorrido los Andes y el Caribe en América Latina, Medio Oriente y se van insinuando en todo el mundo”.

 

Ciertamente, los trotskistas han logrado una implantación sindical considerable. Pero hoy hablan de democracia directa, autogestión, movimientos sociales y ya no tanto de lucha de clases. La bandera roja también puede ser verde -de ambientalismo o de aborto- o arcoiris, en nombre de la diversidad sexual.

 

Lo que siempre queda en cierta nebulosa es la forma alternativa al capitalismo que proponen, porque la dictadura del proletariado y la colectivización de todos los medios de producción son experiencias de triste memoria en el mundo entero. La utopía trotskista también está manchada de sangre, aunque hoy se la presente como inofensiva.