domingo, 25 de julio de 2010

ESTADO

Religión y Estado Moderno: una tensión inacabable
Dr. Carlos Lasa


A raíz de la disputa en torno a la ley del matrimonio homosexual se ha puesto en evidencia, entre otras cosas, el enfrentamiento entre el Estado laico, por un lado, y la religión católica, evangélica, musulmana y judía, por el otro. En este sentido, el rabino Samuel Levin afirmó que es “un escándalo espiritual” que el Parlamento haya dado lugar a este debate. Ahora bien, ¿por qué sucede esto?, ¿existe alguna cuestión de fondo que conduzca, de manera indefectible, al reiterado enfrentamiento?

El Estado actual es una creación que ha tenido lugar en el denominado «tiempo moderno». Su característica propia es la de haberse concebido a sí mismo como una entidad con un dinamismo propio. El Estado moderno es, pues, autoreferente: un ente jurídico supremo, no sometido a ningún contralor ético–religioso, dueño absoluto de la fuerza dentro de su territorio. Entendido en estos términos, este Estado se autocalifica de Estado de derecho, lo cual equivale a afirmar que es un Estado regido por leyes consensuadas en procesos parlamentarios. Aquí «derecho» es concebido como una «ventaja jurídicamente protegida». El límite del derecho está señalado por un criterio de defecto: no perjudicar a un tercero. De allí el recurrente apotegma: «mi derecho termina donde comienza el del otro».

Ahora bien, ¿qué anida en el fondo de esta postura? Simplemente, una concepción de la libertad entendida en términos de «indeterminación absoluta» que supone, a su vez, una concepción racionalista que sostiene que la razón humana no reconoce ningún dato, ni de orden religioso ni de orden natural, que le sea dado, que le sea propuesto por fuera de su propio acto. Y es precisamente este punto de partida, el que señala la incompatibilidad esencial entre la concepción del Estado referida y toda posición religiosa. Precisamente, el hombre religioso se caracteriza por esta re–ligado a un Ser que lo trasciende y que, a su vez, lo funda.

Pues bien, ¿cómo podrá vivir un cristiano, un musulmán o un judío, su fe dentro de un Estado así constituido? El Estado moderno, según la interpretación de los que opinan abundantemente por estos días, le exigirá abandonar la fe en lo que respecta a las cuestiones públicas y mantenerla, sólo, en la esfera privada. Sin embargo, un partidario del Estado moderno, Jürgen Habermas, sostiene, en su escrito «Posicionamiento en la discusión sobre las bases morales del Estado Liberal» (año 2004), a propósito del diálogo con el, por aquel entonces, Cardenal Josef Ratzinger, que «La neutralidad cosmovisional del poder del Estado que garantiza iguales libertades éticas para cada ciudadano es incompatible con cualquier intento de generalizar políticamente una visión secularista del mundo. Y los ciudadanos secularizados, cuando se presentan y actúan en su papel de ciudadanos, ni pueden negar en principio a las cosmovisiones religiosas un potencial de verdad, ni tampoco pueden discutir a sus conciudadanos creyentes el derecho a hacer contribuciones en su lenguaje religioso a las cuestiones públicas».



San Pedro, corazón de la Cristiandad
La postura de los partidarios del Estado autoreferente, largamente difundida en la Argentina de hoy, comenzando por las más altas autoridades de la nación y siguiendo por cuanto medio de comunicación exista, proponen la existencia de un hombre creyente partido en dos: una especie de hombre bipolar. Esta bipolaridad es producto de una censura impuesta y autoimpuesta: le está permitido al ciudadano profesar su fe en la esfera privada (fe que le brinda una concepción de Dios, del hombre y del mundo, y de la cual se deriva una moral determinada) pero, simultáneamente, deberá renunciar a la misma cuando tenga que disputar sobre cuestiones públicas. Pero, ¿puede un creyente, queriéndose mantener como persona de fe, renunciar a las convicciones que lo constituyen como tal? Evidentemente que no; en cuanto ciudadano, con iguales derechos a los otros, querrá proponer, para el ordenamiento de su ciudad, un conjunto de valores que dimanen, directamente, de sus creencias.

Este silencio impuesto al creyente en las cuestiones públicas no implica que los partidarios del Estado laico (así lo llaman ahora sin siquiera esforzarse en distinguir la «laicidad» del «laicismo») tengan que observar la misma conducta, manteniendo frente a esas cuestiones públicas una neutralidad absoluta. Todo lo contrario: se sienten autorizados a ser la única voz que –instrumento de una concepción bien determinada de la realidad– está en condiciones de ser proclamada para organizar la ciudad. O sea: en nombre de la «no discriminación» se silencia totalmente a todas aquellas voces que no sean partidarias de la cosmovisión que, a juicio de estos «totalitarios» camuflados de «abiertos» y «democrácticos», no merece ser escuchada. Hoy por hoy, la cuestiones que atañen a lo público son dominadas por una forma mentis única y, por eso, totalitaria, que se manifiesta con total claridad a nivel mediático pero que tiene su origen en la filosofía. Esta forma mentis única está inspirada en un sociologismo que considera que todas las concepciones del mundo son expresión de las situaciones histórico–sociales y que, en consecuencia, aquellas sólo se pueden entenderse a la luz de estas últimas. El querer del hombre (claro está que no el hombre individual sino el hombre colectivo: el de la tesis VI de Marx sobre Feuerbach) va determinando cómo deben ser las cosas. Y todo debe ser «resignificado» de acuerdo a este querer. Debido a que hay hombres del mismo sexo que han decidido unirse, en consecuencia se deberá resignificar la institución del matrimonio con el fin de incluirlos dentro del mismo. Esta posición no se contenta con ser «una» entre otras sino que quiere ser hegemónica hasta llegar a pretender que el cristianismo, el judaísmo o el islamismo piensen la realidad a partir de ese sociologismo con el propósito trasnochado de «modernizar» la religión. Claro está que la invitación a la modernización es una trampa mortal ya que, desde el momento mismo en que ese sociologismo sea asumido, el nihilismo será el resultado directo, no quedando en pie religión ni valor alguno. Bástenos observar el modo amabilísimo en que los medios consideran a aquellos que han llevado a cabo dicha operación dentro de sus propias religiones, y el modo humillante en que son tratados aquellos otros que mantienen su fe: se los rotula de fundamentalistas, cerrados, retrógados, autoritarios, fascistas, nazis, etc. Nadie sabe lo que estos términos significan, ni siquiera los mismos que los usan, pero no importa. Sólo se sabe que sirven para demonizar y ello es suficiente.

¿Resulta curioso este modo de actuar? Ciertamente que no ya que el sociologismo se funda sobre la fuerza, sobre el poder. Si la verdad no existe, no tiene sentido buscarla y argumentar a favor de la misma. Sólo se trata de obtener poder para imponer lo que uno quiere. Las razones huelgan: el poder manda. Mientras más se insiste en la importancia del diálogo para la convivencia democrática, más se está reconociendo que hay un vacío que se expresa por medio de esa necesidad; y este vacío jamás podrá ser llenado a partir de un modo de pensar que ha negado el Logos y que sólo tiene ojos para el dominio.

Religión y Estado moderno mantendrán, mientras existan, una permanente tensión con diversos grados de acuerdo, con momentos de mayor o de menor acercamiento. Habermas, en el diálogo al que hemos aludido, propuso, a cada uno de los términos, tener conductas de comprensión en orden a llevar una mejor convivencia. Sin embargo, ninguno de estos dos polos logrará superar esa tensión que, a nuestro juicio, permanecerá siempre que ambos existan.

Nota publicada en el Dario El Puntal de Villa María, martes 20 de julio de 2010.