Por Manuel Milián Mestre
A la Iglesia Católica le ha llegado de nuevo un periodo de dura e infame prueba. Los que siempre trataron de empujarla hacia el abismo, tal vez entiendan llegada la hora de su antigua pretensión de reducirla al silencio, o a las catacumbas. En 2006, bajo este mismo título, El País escribía que “la jerarquía de la Iglesia se refugia en la ortodoxia doctrinal para promover una campaña de evangelización contra lo que percibe como una ofensiva anticlerical en España” (16 de mayo 2006, pág. 20). La catarata de acciones posteriores entre 2008 y 2010 evidencian una selectiva intencionalidad de ataque a la institución y sus jerarcas, bien por supuestos abusos, o excesos de sus sacerdotes, o por esa denuncia urbi et orbe de la pederastia clerical en templos, colegios, asilos, o seminarios. Si entre los más de 400.000 sacerdotes hoy existentes se han contabilizado denuncias que no alcanzan, siquiera, al 0,5 % del clero, ¿no estaríamos ante una exageración? Se persigue el impacto, la totalización de la condena, la extralimitación de hechos individuales, e, incluso, la acumulación de supuestos escándalos referenciados a medio siglo atrás. Lo decisivo bajo esta óptica es el impacto globalizante, no la equivalencia en otros sectores sociales aquejados del mismo mal. El problema de la Iglesia es su visibilidad, el fácil recurso a la hipocresía de sus miembros, entre otras razones por su pública identidad: un sacerdote es visible, un cristiano confiesa su fe, y puede ser constatada su coherencia. Difícilmente a un masón se le identifica, dada su condición secreta, y aún menos contrastar su discurso con su conducta. La desigualdad es evidente.
Tras la muerte de Juan Pablo II no cabía duda alguna de que la Iglesia pagaría un alto precio por el arrastre mundial de su figura, la magnitud de su desafío al materialismo contemporáneo, y su decisiva intervención en la caída del comunismo. La fortuna me hizo vivir aquellos años apasionantes de 1982 a 1990 en Roma, Washington DC, y posteriormente en Moscú. Dispuse de información sobre los acontecimientos de esos años finales del siglo XX. El Papa Ratzinger añadiría un último reto con su denuncia del “relativismo moral” en la cultura contemporánea. Era previsible la reacción de aquellas instituciones cuyo objetivo es implantar el laicismo como seña de la postmodernidad o característica inexorable de los sistemas democráticos. La Constitución de USA prescribe la aconfesionalidad y el respeto a la libre práctica de las creencias y religiones. ¿Por qué ese ensañamiento en Europa, hija cultural del Cristianismo y de Atenas, o en España cuya obcecación en algún momento remite al espíritu de la II República?
Esta reflexión viene a cuenta, no sólo de las políticas sociales que se imponen en determinados ámbitos de la moral, sino por ese desorbitado proceder de la Magistratura belga en la pasada semana. Un atropello tan desproporcionado a la causa de la investigación denota el ánimo avieso o la búsqueda del escándalo, y rebasa con mucho los ámbitos de la Justicia frente a los casos de supuesta pederastia clerical. Haber “retenido” durante 9 horas a todo el Episcopado reunido, confiscar la documentación, los ordenadores, los teléfonos celulares, los expedientes de la curia metropolitana de Malinas; haber violado las tumbas de dos cardenales (entre ellos el gran Suenens), y proyectar sobre el cardenal Danneels la sospecha de graves encubrimientos, es bastante más que un procedimiento policial al uso: casi un dispositivo antimafia o contra una organización de narcotraficantes. ¿No cabe la sospecha de una intencionalidad simbólica? Bélgica aporta un indudable valor añadido por su histórica confrontación entre Masonería e Iglesia, entre la Universidad de Lovaina y su significado y la Universidad Libre de Bruselas y sus claros objetivos fundacionales. La reacción del Vaticano parece lógica: una durísima protesta diplomática y los inusuales términos empleados por el Cardenal Secretario de Estado: hechos sin precedentes “ni siquiera en los antiguos regimenes comunistas”. Nada impide imaginar que las catacumbas sean su objetivo, si se va más allá de la legítima exigencia de la Justicia. Bochornoso.
Nuevoencuentro, 30-6-10