Ramón Frediani
*Economista del
Instituto de Economía y Finanzas, FCE-UNC
Metodológicamente
hablando, “ajustar” o “no ajustar” la economía es una opción mal planteada y
refleja que quienes la enuncian no comprenden la naturaleza del problema o lo
hacen con una carga ideológica que, como un velo, no les permite percibir la
realidad con claridad.
Cuando en una
economía se acumulan diversos desequilibrios durante varios años, se arriba a
una situación límite en la cual la opción verdadera es o el ajuste lo hace el
Estado, o el ajuste lo hace el mercado.
Argentina viene
acumulando diversos desequilibrios económicos desde principios de 2007, época
en que comenzó esta alta inflación, su síntoma más elocuente.
Recordemos que
precisamente fue el Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec) el que
en enero de ese año inició la manipulación del índice de precios para
ocultarla.
Desequilibrio. Para
comprenderlo mejor, hagamos una analogía entre la conducta del sistema
económico y la del cuerpo humano, por ser ambos delicados mecanismos que,
cuando una parte no funciona correctamente, se desequilibra el conjunto.
Ejemplifiquémoslo de
esta forma: si hipotéticamente una persona llegase a consumir alimentos en mal
estado, tal vez ello le ocasione un desequilibrio en su sistema digestivo que
requerirá la necesidad de corregirse mediante “un ajuste”.
Ese ajuste o curación
puede realizarse en forma ordenada y racional si va a un médico y este le
receta un medicamento para desintoxicarse y así volver a la normalidad.
Sería el equivalente
a que en el campo de la economía el ajuste lo realice el Estado en forma
ordenada y lo más racional posible a través de un programa económico coherente.
Pero el paciente
puede negarse a buscar una solución en la medicina y dejar que el “ajuste” lo
haga en forma automática su propio organismo (el mercado, en el caso de la
economía).
En este ejemplo, el
ajuste que realizaría por sí mismo el cuerpo humano consistirá posiblemente en
vómitos, diarrea, fiebre, convulsiones, etcétera, llegando incluso a una
posible muerte por intoxicación severa, según la gravedad de la intoxicación.
En economía, esto
sería equivalente a dejar que los mercados, por sí solos, hagan el ajuste. Y
está demás decir que cuando ello ocurre lo hacen en forma torpe, imprevista,
rápida, anárquica, sin sentimientos y, por cierto, sin medir sus consecuencias.
Vómitos, diarreas y
convulsiones son síntomas cuyo equivalente en la situación actual de nuestra
economía serían la suba del dólar libre (mal llamado “paralelo”), la fuga de
capitales, el freno de las nuevas inversiones, la paralización del sector de la
construcción, la multiplicación de los conflictos laborales, etcétera.
En síntesis: o el
ajuste –retorno a un equilibrio o a cierto grado de normalidad en el
funcionamiento del sistema económico– lo hace el médico y la ciencia médica (en
nuestra analogía, el Estado a través de un conjunto de políticas públicas
surgidas de un programa económico coherente de crecimiento sin inflación) o,
por el contrario, el ajuste lo hace el cuerpo humano –el sistema económico y
sus mercados– en forma anárquica y sin medir consecuencias.
La crisis está aquí.
¿Qué observamos ahora? Que el Gobierno nacional se cruza de brazos y, sin
preocuparse por diseñar y ejecutar en forma urgente un programa económico de
crecimiento sin inflación, espera que los mercados, por sí solos, hagan el “trabajo sucio”,
porque cree que ello le ahorrará el supuesto costo político (y electoral para
2013) de hacer el ajuste, sin darse cuenta de que el sistema económico es más
rápido de reflejos y el ajuste ya empezó a realizarlo.
Más grave aun es el
hecho de que el Gobierno nacional se limita a combatir los efectos sin tratar
de resolver las causas, y para colmo implementa medidas de mala praxis.
Siguiendo con la
analogía de la intoxicación antes mencionada, sería como tratar de que el
paciente no vomite cerrándole la boca, o tratando de evitar su diarrea
colocándole un tapón.
El ajuste ya lo está
realizando el funcionamiento diario de los mercados en forma anárquica e
intempestiva, con múltiples daños colaterales. Se hace visible bajo la forma de
reducción en la tasa de crecimiento, que este año se estima en no más de un dos
por ciento (gran parte de ello es sólo arrastre estadístico del año anterior),
frente al 8,6 por ciento que fue en 2011.
También se ve en
otros fenómenos, como la brusca suba del dólar libre, que impacta en las
expectativas y distorsiona todo el mercado cambiario; la aceleración de la
inflación; la caída de los salarios reales, pues la mayoría de las paritarias
se están acordando en porcentajes de aumentos salariales inferiores a la
inflación esperada para este año; el desorden generalizado en el sistema de
precios; la sobrefacturación de importaciones y la subfacturación de
exportaciones para transferir dólares hacia fuera vía el comercio exterior; la
fuga de capitales; el retiro de los depósitos bancarios en dólares; la
paralización de nuevas inversiones; el cierre de industrias por
desabastecimientos de partes e insumos importados; la crisis financieras en las
provincias y municipios; la suspensión de nuevos emprendimientos inmobiliarios;
la multiplicación de la conflictividad social.
Ante este panorama,
la recomendación más adecuada es que el Gobierno nacional, antes de que sea
demasiado tarde, tome urgente conciencia de que el ajuste desordenado, que ya
han comenzado a realizar los mercados en forma anárquica y sin medir
consecuencias, le significará un costo político y electoral mucho mayor que el
de tomar la decisión sensata de encargarle al Ministerio de Economía y al Banco
Central la urgente elaboración de un programa fiscal, monetario y cambiario
racional y coherente.
Un plan que, sin
descuidar el propósito de mantener el objetivo del crecimiento, ponga el
énfasis en frenar la alta inflación actual, principal problema y madre de gran
parte de los crecientes desequilibrios y conflictos económicos, financieros,
cambiarios y laborales que hoy padecemos.