domingo, 19 de agosto de 2018

SANEAR LAS INSTITUCIONES



La Nación, editorial, 19 de agosto de 2018 


Si es verdad que ningún hombre nace malo, sino que esa condición se adquiere y hasta se perfecciona, podría pensarse que los gobiernos democráticos que esos mismos hombres y mujeres eligen, tampoco son malos, al menos en su origen. Por otra parte, resultaría ilógico y hasta violento creer que existen ciudadanos dispuestos a votar por quienes mejor les garanticen el fracaso de su país.

Así y todo, los gobiernos malos o "de los malos" existen y se multiplican, especialmente de la mano de un fenómeno que se les hizo inherente: la corrupción, como bien ha definido el escritor y periodista venezolano Moisés Naím.

Como dice Naím, ladrones en el poder ha habido siempre y también gobernantes incompetentes, pero, en estos tiempos, "la criminalidad de algunos jefes de Estado ha alcanzado niveles dignos de los tiranos de la antigüedad". Y, aun más, es una práctica que ya no se ejerce en solitario, sino que hay gobiernos que se asocian para delinquir de forma coordinada.


Son los gobiernos cleptócratas, los que colectiva, sistemática y permanentemente se organizan de manera deliberada para enriquecerse y usar las fortunas acumuladas para perpetuarse en el poder. Agrega el articulista que esa cleptocracia no está sola: la asiste y completa la "cacocracia", el gobierno de los malos, de los ineptos, de los que proliferan en sistemas políticos degradados y caóticos, que repelen a los talentosos. Los ladrones y los ineptos, juntos. No hacen falta más consideraciones para llegar a comprender el poder destructivo de semejante combinación.

Dos palabras resumen hoy como pocas esa vinculación, esa obscena familiaridad: Lava Jato. Un monstruo de corrupción que fue descubierto en Brasil, pero cuyos brazos alcanzan a numerosos países de la región y cuyos dedos apuntan directamente a las cabezas de sus gobiernos.

Han pasado pocos años desde que la constructora Odebrecht admitió que pagó coimas en países donde operaba. Como en una cascada, el megaescándalo de sobornos fue arrollando a su paso la imagen -y la libertad- de muchos mandatarios y exmandatarios. Solo en Brasil, Lula da Silva, Dilma Rousseff y otros tantos dirigentes de primera línea fueron acusados, en menor o mayor medida, de algún tipo de vinculación con aquel delito, ya sea por acción directa, por obstrucción de la Justicia o por recibir financiamiento espurio para campañas electorales.

Ollanta Humala, Alejandro Toledo y Alan García, en Perú, también fueron alcanzados por el monstruo del Lava Jato. Cayeron en sus redes otros encumbrados políticos de Panamá, Venezuela, Colombia, República Dominicana, Guatemala, Ecuador y México, entre muchos países. Respecto del nuestro, la empresa Odebrecht reconoció haber pagado alrededor de 35 millones de dólares en coimas. La Justicia Federal ha llamado a indagatoria este año a casi medio centenar de exfuncionarios y ejecutivos sospechados de haber participado de esos negociados, pero el camino no es sencillo. ¿La razón? Desajustes normativos, que empezaron a ser subsanados hace muy pocos días mediante un acuerdo entre la Procuración General de la Nación y el Ministerio Público de Brasil para que la Justicia argentina pueda avanzar en esa causa de las coimas.

La aparición de los cuadernos del chofer Centeno, en los que se consignan detalladamente los pasos del megaesquema de corrupción kirchnerista en el poder -apenas el vinculado con la obra pública-, irrumpió en nuestro país causando un terremoto de derivaciones cuyo final es impredecible.

Ese escándalo, que suma una prueba tras otra con la declaración, entre otros, de exfuncionarios y empresarios que admiten ahora lo que siempre se sospechó que ocurría, desnuda una realidad todavía más acuciante: esa trama solo pudo darse al amparo de jueces y fiscales que garantizaban impunidad. Se ha levantado apenas la tapa de la olla. Llegar al fondo será arduo, pero indispensable para la imperiosa necesidad de saneamiento institucional del país.

Daniel Innerarity, investigador, ensayista español , opinaba: "La democracia está para que cualquiera pueda gobernarnos, lo que implica que nuestro esfuerzo se dirija hacia los procedimientos y reglas a los que nuestros dirigentes tienen que atenerse, y no tanto al casting político. No diseñemos nuestras instituciones y sus eventuales reformas pensando en seleccionar a los mejores y facilitar su acción de gobierno, sino en impedir que los malos hagan demasiado daño".

Nuestro país se ha caracterizado históricamente por cultivar el hiperpresidencialismo, por hallar al supuesto salvador y depositar en él todas las esperanzas. Eso nos ha llevado muchas veces a desentendernos de nuestras responsabilidades, cediéndole a ese supuesto Mesías más poder que el que la ley le otorga o a concederle más permisos que los que admiten las buenas prácticas.

Los excesos del presidencialismo tornan críticos los que deberían ser procesos normales, como la alternancia en el poder. No hay que ir muy lejos para corroborarlo: Cristina Kirchner, líder de una larga lista de demandas por cleptocracias diversas, ha dejado en claro -con negarse a traspasar el mando, en primer lugar, y con comentarios y actitudes posteriores- que considera ilegítimo al gobierno que la sucedió, aunque haya sido elegido casi por el mismo porcentaje con que ella obtuvo su reelección.

Hoy, buena parte del arco opositor -y algunos actores de la propia coalición gobernante- están decididos a no dialogar con el Gobierno, atados a la trasnochada creencia de que, manteniendo esa postura, se garantiza una imagen de independencia que el electorado sabrá valorar a la hora de volver a las urnas.

"En las democracias -ha dicho Innerarity- podríamos prescindir de las personas inteligentes, pero no de los sistemas inteligentes". En otras palabras: "Una sociedad está bien gobernada cuando resiste el paso de malos gobernantes".

"Los cleptócratas -agrega Naím- saben cómo distraernos de sus fechorías y los cacócratas, de su incapacidad. Lo hacen hablándonos de sus ideologías y atacando a las de sus rivales. Mientras nosotros vemos y participamos en estos torneos ideológicos, ellos roban o tontean. Y nosotros pagamos las consecuencias".

Se habla con cierta frecuencia de "democracias débiles". Tal vez deba hablarse de hombres y mujeres que buscan debilitarla para su propio beneficio. Es lo que sucede cuando gobiernan los malos. Es lo que pasa cuando los buenos se desentienden.