lunes, 7 de octubre de 2013

LA ENSEÑANZA SOCIAL DE LA IGLESIA, ALTERNATIVA PARA EL FUTURO DE CATALUÑA




Un horizonte de esperanza. Es lo que propone el grupo de laicos catalanes que desde diversas posiciones políticas el año pasado iniciaron la publicación de algunas reflexiones sobre la aportación de la Iglesia a la sociedad. Este domingo publicaron un nuevo texto en La Vanguardia firmado por el grupo inicial formado por el presidente de la Fundació Joan Maragall Josep Maria Carbonell, el político y abogado Josep Maria Cullell; el exdirector general de Afers Religiosos Jordi López Camps, el presidente de E-Cristians Josep Miró i Ardèvol; y el filósofo y teólogo Francesc Torralba. A este grupo ahora se ha sumado el jurista Eugeni Gay Montalvo y el físico y poeta David Jou.

Por un horizonte de esperanza

El mundo está viviendo un cambio sin precedentes como consecuencia de la revolución tecnológica, del estallido de redes de comunicación y procesos automatizados de producción y de las consecuencias energéticas y ecológicas de un consumo acelerado. Se añade el rápido crecimiento demográfico, la entrada en el mundo del trabajo de millones de personas que hasta ahora se encontraban al margen del sistema, la globalización económica, social y cultural, y la precariedad del equilibrio de un mundo multipolar. Por otra parte, los países que conforman la Unión Europea, después de décadas de bonanza económica y paz social, asisten de manera excesivamente pasiva a la emergencia de un mundo donde Europa ya no ostenta ningún tipo de centralidad, sin acertar emprender el necesario vuelo de una renovada construcción política, cultural y social.

A la perplejidad y atonía europea, se añade, además de la lógica tradicional en materia de política exterior de defensa de los intereses nacionales de Estados Unidos, Rusia y China, la incapacidad y debilidad manifiesta de las ONU, más necesaria que nunca, para acompañar los complejos momentos que vivimos. Los fantasmas de conflictos bélicos a gran escala aparecen en nuestros escenarios más inmediatos. El mundo parece, otra vez, fragmentado en el choque de intereses contrapuestos, sin puentes de diálogo, dominados bajo la lógica de los grupos más extremistas, ya sean políticos, económicos, religiosos o armamentísticos.

En España, pero no sólo, a la crisis económica y social se añade otra muy profunda y grave: el desprestigio de todas las instituciones políticas que vertebran el Estado de Derecho, así como partidos y asociaciones que han protagonizado –con aciertos y errores– la historia más reciente. Todas están afectadas en aquello que es necesario para la democracia y el estado de derecho: la credibilidad y la confianza. En España y Catalunya, vivimos uno de los momento más difíciles desde la recuperación de la democracia en 1978. Es una situación peligrosa, porque estas precarias circunstancias favorecen el surgimiento de soluciones que pretenden transformar la realidad con palabras que la simplifican hasta la caricatura. Es el momento de los populismos basados en cultos a la personalidad, abundancia de crítica, aportación de respuestas simplistas a los problemas y menosprecio de la democracia.

Todos tenemos una parte de responsabilidad ante la situación creada. Unos más, mucho más que de otros. Sin desmerecer, sin embargo, los avances y el desarrollo económico, social y político, desde la transición, tenemos que reconocer los errores vividos durante estos años y, probablemente de modo prioritario, la falta de firmeza ante las situaciones próximas a la corrupción. Una corrupción en el ámbito público, extendida en muchas ocasiones al ámbito privado, que afecta directamente a las condiciones de convivencia colectiva y, como ya hemos recordado, a la credibilidad y confianza de las instituciones.

Asimismo, en Europa, la ruptura comenzada a inicios de los setenta supone la ruptura con valores que han formado nuestra cultura, tradición y visión del mundo. Con los años, Europa se encuentra desprovista del sustrato cultural y religioso indispensable para dar sentido a su proyecto político y, más importante, esta falta de fundamentación favorece el vacío de memoria, identidad y esperanza de una parte notable de su población. El desconocimiento clamoroso de la historia, especialmente en las generaciones más jóvenes, la marginación de las fuentes y de nuestra tradición cultural nos hace más débiles, porque, como escribe Charles Taylor, ninguna sociedad puede afrontar sus retos sólo con los recursos de la propia época. El apoderamiento de las nuevas generaciones carece de su capacidad de asumir la necesaria memoria que configura nuestras sociedades.

Todo parece inadecuado, insuficiente. Podría ser diferente si, al mismo tiempo, no nos castigara el paro, el crecimiento de la pobreza y de la desigualdad. El problema radica en que, junto con el trabajo, los ahorros, la credibilidad y la confianza, se ha perdido también la ilusión y la esperanza colectiva. Emergen las críticas, prospera la justa indignación, pero no hay una alternativa central y aglutinadora capaz de sustituir con un proyecto nuevo y viable lo que van derribando los vicios privados elevados a públicos de los partidos de gobierno, las instituciones, y los graves errores cometidos por todos juntos.

¿Qué camino? Como cristianos, si bien tenemos que reconocer el pluralismo de las opciones políticas dentro de una scelta di campo, hemos de pensar también que tenemos la responsabilidad, desde la perspectiva de los Evangelios y de la Doctrina Social de la Iglesia católica, de aportar al conjunto de la sociedad algunos aspectos aglutinadores que pueden conformar nuestra voz en estos momentos difíciles y aparentemente carentes de horizonte:

Es necesario y honesto afirmar la limitación de todo proyecto humano. Todo proyecto humano queda cuestionado por la radicalidad del Evangelio. La legítima investigación de los proyectos políticos que buscan la liberación humana no puede olvidar la esencia precaria de la naturaleza humana, de todos los proyectos políticos, siempre imperfectos, que quieran desplegarse. La limitación de estos proyectos, sin embargo, no puede ser nunca obstáculo para promover el mayor esfuerzo posible para la búsqueda del bien común, una búsqueda imprescindible para convivir juntos de la mejor manera posible.

El equilibrio entre el “proyecto escatológico cristiano” y el “proyecto político humano” es propiamente el espacio de mediación del discernimiento de los cristianos. Esta mediación, que implica la defensa plural y sincera de diferentes proyectos políticos, no puede significar la falta de la necesaria búsqueda de una unidad en la acción en aquellos aspectos centrales que conforman la identidad de los cristianos. Esta unidad plural en la acción, en todo el mundo, puede representar en el mundo actual una voz de unidad y de esperanza. Creemos que, en la enseñanza social de la Iglesia, está el fundamento para construir un nuevo orden y una práctica política y económica fundamentada en el bien común, el destino universal de los bienes y la prioridad de los más débiles, la subsidiariedad, la participación real en la política y, en el ámbito económico, la solidaridad y los valores fundamentales de la vida social: verdad, libertad y justicia.

En ese sentido, la predicación y testimonio del papa Francisco ilumina la acción de los cristianos, más allá de sus tradiciones concretas, favoreciendo nuestra unidad. Este es un proyecto dirigido a cristianos de todo tipo y condición, a personas que, en el margen de la suyas creencias, comparten la antropología y las virtudes propias de nuestra tradición y de nuestra cultura.

Entendemos que el nuevo camino se basa en un proceso bien articulado, fundamentado en la reforma y la regeneración, en la perspectiva de la gran transformación social, cultural, económica y política. Es imperativo que la democracia recupere el principio de legalidad. La democracia es un medio –decisivo, pero un medio–, y su valor radica en la capacidad de facilitar los grandes finos. El fin colectivo por excelencia es el bien común. Una parte determinante de este bien común es el trabajo. La democracia tiene que estar al servicio del desarrollo económico y la dignidad de todas las personas.

Hoy, igual que en otras épocas, la responsabilidad de la Iglesia católica no es defender el Imperium de los poderes establecidos, porque la continuidad de los valores civiles y morales no se encuentra en ellos, sino la construcción y reconstrucción de las comunidades en las que pueda crecer la vida moral y la urbanidad. La evangelización real es el gran servicio a hacer. Es el anuncio y la propuesta de la Buena Nueva de Dios Padre y Creador, que es Amor, que nos llama a la felicidad y nos salva en su hijo a Jesucristo, y que por la Gracia del Espíritu acompaña y acoge a una humanidad huérfana y herida.


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