martes, 11 de mayo de 2010

EL ATEO QUE CREYÓ EN DIOS


Murió Anthony Flew, el ateo que tuvo que “rendirse ante la evidencia”

Por Juanjo Romero

Hubo un tiempo, no tan lejano, en el que los ateos se veían liderados por personajes fieles a sus principios, buscadores de la verdad y que se atrevían al debate, como el famoso de B. Russell con el jesuita Copleston.
El referente de esa época, por su estilo y coherencia, fue Anthony Flew, que murió el 8 de abril. Sólo La Vanguardia [Española] le dedicó noticia.

Con 87 años el filósofo era un pedazo de historia. En su juventud asistió al Club Socrático de C.S. Lewis, pero al margen de admiración por el maestro —«un hombre eminentemente razonable»— no sacó mucho más que una fidelidad inquebrantable al pensador griego: «sigue el argumento hasta sus últimas consecuencias».

Hábil polemista, su presunción de ateísmo (que resolvía la aporía atea de demostrar la no existencia) y las críticas a la vida después de la muerte y del libre albedrío (fue marxista y determinista) eran la munición intelectual de la que se servían otros ateos. Dos de sus libros Dios y la Filosofía (1966) y La presunción de ateísmo (1984), eran los libros de cabecera de la secta atea y el artículo «Teología y Falsificación» uno de los más citados durante 20 años.

Pero a partir del año 2000 comenzaron los rumores de la conversión de Flew, que confirmó el propio Anthony en 2004 en una entrevista: «Ateo se vuelve teísta», cierto que era al «Dios aristotélico» pero echaba por tierra toneladas de falacias, fallos de argumentación y negación de las evidencias de los últimos avances científicos. En el fondo, si Dios cupiese entero en nuestras cabezas, bien pequeño sería.

Era la consecuencia ‘lógica’ de su admiración por los argumentos teleológicos y la fuerza de los hechos: «los argumentos más impresionantes de la existencia de Dios son aquellos que son apoyados por recientes descubrimientos científicos».

Tres años después publicaba «Hay un Dios. Cómo el más famoso ateo cambió de parecer», un libro que conmocionó a la comunidad atea hasta tal punto que pusieron en duda que hubiese sido escrito por él. Acusaron al coautor —Roy A. Varghese— de haberlo secuestrado e inventado todo el contenido. El propio Flew tuvo que remitir una nota a través de la editorial:

“Mi nombre está en el libro y representa exactamente mis opiniones. No permitiré que se publique un libro con mi nombre con el cual no estoy cien por ciento de acuerdo. Necesité que alguien lo escribiera porque tengo 84 años. Ese fue el papel de Roy Varghese. La idea que alguien me manipuló porque soy viejo es exactamente incorrecta. Puedo ser viejo, pero es difícil que alguien me manipule. Éste es mi libro y representa mi pensamiento”.

Empujaba con fuerza el «Nuevo Ateísmo», y esa generación de ateos bienpensantes fue sustituida por divulgadores de segunda fila como el autoproclamado «apóstol del ateísmo» Richard Dawkins.

Flew lo contaba así en una de las últimas entrevistas, al ser preguntado por su cambio (conversión intelectual):

“Dos factores fueron especialmente decisivos. Uno fue mi creciente empatía con la idea de Einstein y de otros científicos notables de que tenía que haber una Inteligencia detrás de la complejidad integrada del universo físico. El segundo era mi propia idea de que la complejidad integrada de la vida misma —que es mucho más compleja que el universo físico— solo puede ser explicada en términos de una fuente inteligente. Creo que el origen de la vida y de la reproducción sencillamente no pueden ser explicados desde una perspectiva biológica, a pesar de los numerosos esfuerzos para hacerlo. Con cada año que pasa, cuanto más descubrimos de la riqueza y de la inteligencia inherente a la vida, menos posible parece que una sopa química pueda generar por arte de magia el código genético. Se me hizo palpable que la diferencia entre la vida y la no-vida era ontológica y no química. La mejor confirmación de este abismo radical es el cómico esfuerzo de Richard Dawkins para aducir en El espejismo de Dios que el origen de la vida puede atribuirse a un “azar afortunado”.

Si este es el mejor argumento que se tiene, entonces el asunto queda zanjado. No, no escuché ninguna voz. Fue la evidencia misma la que me condujo a esta conclusión.

Me hubiese gustado extenderme más con este personaje de trayectoria apasionante, pero no voy a tener ese tiempo tranquilo y reflexivo. Sirva al menos de homenaje a una inteligencia coherente.

“Santo Tomás Moro”
Centro de Estudios Políticos y Sociales