jueves, 13 de mayo de 2010

EL HOMBRE FIEL A LA PALABRA DEL SEÑOR, MORADA DEL PADRE Y SUYA

Padre Ricardo B. Mazza.

El apóstol Juan (Apoc. 21, 10-14.22-23) es conducido en una nueva visión a contemplar la Jerusalén Celestial. El libro del Apocalipsis nos hacía hincapié el domingo pasado en la Nueva Jerusalén que comenzaba su existencia en este mundo congregando a todos los bautizados en la Iglesia, y que ésta era la morada de Dios entre los hombres. Hoy la visión de Juan se dirige también a esta Nueva Jerusalén pero ya habiendo llegado a la meta. Esa Iglesia Celestial que reúne a los bautizados que se mantuvieron fieles al Señor, que se funda en los doce apóstoles pero que también prolonga lo que había dado comienzo en el Antiguo Testamento con las doce tribus de Israel. De manera que la visión va mostrando muy sucintamente ese itinerario salvador que Dios ha tenido para con el hombre desde el principio del mundo. Y nos dice el apóstol que esta Nueva Jerusalén está iluminada por la misma gloria de Dios y que su lámpara es el Cordero, es decir, Cristo mismo. De este modo, el Señor está presente encabezando a todos los que han sido congregados junto al Padre, Él es el centro que llena la ciudad. En definitiva el triunfo del Cordero es el origen de la ciudad resplandeciente.
De allí que el mismo Jesús anuncia cómo ha de ser ese camino para llegar a la Ciudad Santa de la eternidad. Se trata de que cada uno de nosotros se constituya en morada de Dios. Lo dice abiertamente en el evangelio de hoy. Al despedirse en la última Cena, antes de su Pasión, muerte y resurrección proclama ante los discípulos (Juan 14,23-29), “el que me ama es fiel a mi palabra”. Expresión ésta que no sólo les dirige a ellos sino a todos los que en el decurso del tiempo escucharían el mensaje del evangelio.
Y dice más todavía: “mi Padre lo amará y los dos iremos a habitar en él”.
¿Por qué el Padre amará a aquél que es fiel a la palabra del Señor? El mismo Jesús responde a este interrogante diciendo que “la palabra que están oyendo no es mía, sino del Padre”, porque Él viene a manifestar al hombre el misterio de Dios, a descubrir la grandeza del misterio de Dios. Se hace presente en nuestra historia para mostrarnos el misterio de Dios en toda su profundidad y omnipotencia. Queda patente la grandeza del hombre cuando el Padre quiere entrar en diálogo con el hombre para conducirnos a través de Jesús, el Cordero resucitado, hacia la ciudad santa.
Jesús sigue diciendo con una gran coherencia por cierto, “el que no me ama no es fiel a mi Palabra”.
Es interesante percibir cómo Él indica de una manera muy simple, pero que marca de entrada en qué consiste la unión con Él, cómo la falta de amor a su persona se manifiesta en el no guardar su palabra.
Si uno dice que ama a Jesús, este amor ha de prolongar la fe.
Cuando el hombre cree en Jesús, ha de pasar del conocimiento de la fe al amor, y este amor se concreta en las obras, en la fidelidad a la palabra, en vivir en cada momento lo que el Señor nos ha enseñado.
El hecho de alguien que no ama a Jesús por falta de fidelidad a su palabra, se vuelve contra el mismo ser humano, y así, el pecado, nos desubica en nuestro interior, nos quita la paz que Jesús deja, diferente a la del mundo.
El mundo, cuando seguimos sus criterios, nos deja cierta paz porque nos asemejamos al común de los mortales y a lo mundano. Pero ésta es ficticia y, no colma el corazón del hombre, siempre en desasosiego.
Mientras que vivir el evangelio que nos desacomoda en relación con lo mundano, ya que remamos contra corriente, nos otorga la verdadera paz.
La paz, decía San Agustín, es la tranquilidad en el orden, o sea, tranquilidad en esa orientación que tiene como meta a Aquél que se nos ha presentado como camino, verdad y vida.
Por eso, en la primera oración de esta misa le pedíamos a Dios que nos permita celebrar con fervor la alegría de la resurrección de Jesús para que llevemos a la vida de todos los días este misterio pascual celebrado.
El mismo Señor promete habitar con el Padre el corazón de aquellos que permanezcan fieles. Más aún, llega a afirmar que el Padre mismo en su nombre nos enviará el Espíritu Santo.
El Espíritu que es el amor comunicado entre el Padre y el Hijo, vendrá pues, a continuar la obra de Jesús. Un espíritu que está dispuesto a guiarnos, a conducirnos, por el camino del Bien.
Percibimos cómo actúa el Espíritu, por ejemplo, en la Iglesia, ya desde los comienzos.
Lo acabamos de escuchar en los Hechos de los Apóstoles (Hechos 15, 1-1.22-29) con ocasión de las discordias que se suscitan en Antioquia porque los judíos convertidos al cristianismo quieren imponer la ley de Moisés a los cristianizados provenientes del paganismo. Pablo y Bernabé discuten e insisten en que no se debe sujetar a los gentiles a las leyes del judaísmo, sino que hay una ley superior, la del Espíritu que ha traído Jesús con su muerte y resurrección.
No es la ley la que salva sino el mismo Cristo Nuestro Señor.
Por eso acuden a Jerusalén a encontrarse con los demás apóstoles, y allí puestos en oración y dejándose guiar por el Espíritu Santo, toman la decisión de no imponer a los provenientes del paganismo más obligaciones que las que el Señor requiere.
De esa manera el Espíritu conduce a la Iglesia desde sus orígenes.
Esto acontecido en el cristianismo de los orígenes es una muestra de cómo el Espíritu quiere trabajar siempre entre nosotros.
En la historia de la Iglesia habrá siempre dificultades y desavenencias, ya que está constituida por hombres. Lo realmente importante e imperativo es el colocarse bajo la guía del Espíritu para que vaya iluminando y mostrando el camino que incluye la voluntad de Dios para nosotros.
El cristiano que quiera ser fiel a la palabra de Jesús ha de vivir en unión con Él, manifestar su amor y tener el corazón abierto para recibir esta guía y fuerza que vienen de lo alto, del Espíritu enviado por el Padre y el Hijo.
Y esto ha de darse en todas las situaciones de nuestra existencia, en cada momento, tanto complicadas como las más simples.
En estos días, en nuestra Patria, se dio media sanción a la ley que intenta diluir y confundir el matrimonio natural. Fue significativo comprobar que los que más vulneraron la fidelidad a la verdad, fueron quienes se dicen católicos, ya que dejaron al descubierto con su acomodaticia y pobre actuación, que esto es un simple barniz.
Es verdad que muchos fueron consecuentes con su fe o con lo que la recta razón les hacía percibir, y a quienes ciertamente Dios premiará por ser fieles a la verdad, pero fueron muchos los que enarbolando una supuesta catolicidad, no dudaron en traicionar su fe y ser infieles al Señor, a quien ciertamente no aman, por rendir culto a las modas ideológicas del presente.
Estamos en una época en la que ni siquiera se tiene en cuenta racionalmente que pueblos paganos pensaran el matrimonio sólo como unión de un varón y una mujer, aunque sin duda existían ya en esos tiempos otras formas de uniones entre personas.
En situaciones como éstas en la que se pretende vulnerar la naturaleza misma que presenta al hombre como varón y mujer, llamados a constituir una familia, pilar de la sociedad, el político cristiano ha de preguntarse seriamente qué quiere el Señor -quien algún día le pedirá cuentas de su obrar-, y no dejarse coaccionar por ideologías fugaces que sólo buscan destruir al mismo ser humano.
Es necesario tener en cuenta de qué manera el Espíritu de Dios está inspirando el obrar concreto en servicio al bien común requiriendo una respuesta concreta en la que tengo que jugarme por la verdad dejando de lado conveniencias personales.
Pidamos al Señor que seamos fieles siempre a Él que nos convoca a vivir en la verdad y a transmitirla al mundo con valentía y sin temores al rechazo que tengamos que soportar.
El bautismo nos ha marcado como propiedad de Dios, consagrados a Él, no renunciemos a dar testimonio de esta elección de hijos que se ha hecho de nosotros, para poder encontrarnos con el Padre en la Patria Celestial.
Que el Señor nos muestre siempre el camino de la verdad y nos otorgue la fuerza necesaria para ser consecuentes con el don recibido.