Rosana Guber
(Antropóloga social,
investigadora del Conicet-Ides)
Las ceremonias que
presiden las figuras de un gobierno, sea local, provincial o nacional, quedan
investidas por un cierto halo que consagra a su comunidad.
Como enseñaron los
teóricos fundadores de las ciencias sociales modernas, lo importante de estos
eventos no radica tanto en las convicciones íntimas de cada asistente, sino en
su mera presencia, y forman parte de un teatro donde la obra que se representa
es sobre ellos mismos.
Desde 1983, en la Argentina , el 1º de mayo
agregó al Día Mundial de los Trabajadores un significado más específicamente
nacional.
Un año antes, a las
4.42, había terminado la espera y comenzaba la guerra.
El 1º de mayo se
convirtió, por eso, en el bautismo de fuego de la Fuerza Aérea
argentina, para recordar el desempeño de sus oficiales y suboficiales, y en
aquel entonces también de sus soldados. Precisamente, el 1º de mayo fue,
también, el día de las primeras bajas de soldados, suboficiales y oficiales,
estos últimos en vuelo.
Un día especial. El
martes 1º de mayo de este año se conmemoró el 30º aniversario. El lugar elegido
no pudo ser más conveniente.
En 1982, la Cuarta Brigada
Aérea alojaba a los Mirage israelíes, conocidos como Dagger o MV, aviones de
combate monoplaza supersónicos que tuvieron una notoria presencia en las
acciones contra los buques de la
Royal Task Force.
Aquel 1º de mayo, el
primer teniente José “Pepe” Ardiles, salió de la base de Río Grande, en una de
las 31 misiones de aquella breve jornada de luz diurna sudatlántica, para
frenar un posible desembarco británico en la isla Soledad.
Algo no anduvo bien
en la salida y de la escuadrilla original, sólo él llegó al campo aéreo de
batalla.
Entonces vio a un
Harrier y se dispuso a atacar, pero el segundo avión, que Ardiles advirtió
demasiado tarde, lo fulminó por detrás.
En un santiamén, el
único miembro de la escuadrilla Rubio desapareció de las radios, sobre la isla
Bougainville.
Vuelo filial. Un par
de semanas antes, “Pepe” se despidió de su esposa, de Sebastián, su hijo de 2
años, y de María Inés, su hijita de 3 meses, y se fue en una misión para la que
había sido instruido por el Estado argentino.
De paso a Río Grande,
se detuvo en Comodoro Rivadavia y cenó con su hermana, que vivía en esa ciudad.
Su padre, maestro rural por convicción y vocación, su madre y su tercer hijo
hacían lo posible por saber de él desde Córdoba. No había celulares ni Internet
en 1982.
Esta historia, que
año a año sumerge a su familia en la memoria de su pérdida, revive también en
quienes fueron sus camaradas, en sus vecinos de edificio, en los aviadores y
los suboficiales de su destino anterior en Villa Reynolds, San Luis, en quienes
fueron sus compañeros de secundaria en el Colegio Carbó y en la escuela rural
San Martín, donde hizo su primaria, o en quienes eligieron su nombre para
bautizar la escuela Capitán José Leónidas Ardiles, en la pequeña localidad de
Río Primero, en su provincia natal.
Este 1º de mayo,
revivió también en quienes sabían que Sebastián piloteaba uno de los pequeños
triángulos grises y puntiagudos que se recortaban desde el horizonte y se
abrían sobrevolando la ceremonia, como los pétalos de una flor, contra el cielo
de Tandil.
Cómo recordar. El
ministro de Defensa de la
Nación , Alfredo Puricelli, comenzó su discurso denostando a la Guerra de Malvinas como
pura improvisación, pura voluntad de poder y pura muestra de descoordinación
militar.
Como ya es de rigor
en buena parte del discurso oficial, periodístico e intelectual, apoyaba su
afirmación en la prueba contundente del Informe Rattenbach, que fue, en sus
nacientes, el fruto de una evaluación realizada por profesionales (argentinos)
de la guerra.
El ministro
estableció, así, el marco dentro del cual sus palabras podrían (y deberían)
interpretarse. Por eso, cuando dijo ponderar la actuación de los pilotos,
resultó en una misión imposible.
Al descalificar por
absurda y vana la iniciativa (política) bélica, no tuvo dónde arraigar su
“apreciación”.
¿Cómo explicar por
qué los aviones argentinos causaron tantas bajas en la flota real o por qué el
conflicto duró 45 días y no dos, o por qué los analistas de Malvinas, en
general extranjeros, exaltaron el valor y también el profesionalismo de los
pilotos argentinos? ¿Cómo justipreciar el desempeño de la fuerza que perdió
proporcionalmente mayor número de oficiales jóvenes y que envió profesionales y
no conscriptos al frente?
Limitaciones del
discurso. Para un Gobierno que ha querido restituir la causa de soberanía
pendiente en la agenda nacional, ese discurso, el mismo que otro funcionario de
ese Ministerio pronunció frente al cenotafio de la plaza San Martín de la
ciudad de Buenos Aires a los 30 años del 2 de abril, tiene dos serias
limitaciones.
La primera es que no
nos permite, a los argentinos y a nuestro Estado, apropiarnos de nuestra buena
experiencia de guerra, de un desempeño donde la entrega y el cumplimiento del
deber, basados en la constante instrucción (y no en la improvisación), se impusieron
a la brecha tecnológica y al desconcierto del alto mando nacional.
La segunda limitación
es que no nos permite evitar la constante sangría de los pilotos que emigran a
las aerolíneas; esto es, la privatización de jóvenes oficiales formados con el
dinero de todos los argentinos, con la ilusión de sus familias y con la
determinación de ellos mismos. ¿Cómo entender su permanencia casi estoica en la
fuerza estatal si los aciertos (y la inmolación) de sus padres se anclan en una
guerra absurda?
Pasados 30 años,
quizá sea hora de que con sus profundos errores –que los militares
profesionales conocen mejor que nadie– pero también con sus notables aciertos,
seamos capaces de elaborar una perspectiva más compleja de nuestra única
guerra.
Sólo entonces estaremos
reconociendo de manera genuina a los caídos; no sólo por ese principio
abstracto de humanidad sino porque quienes murieron en y por Malvinas eran
parte de una comunidad que quiso y quiere seguirse imaginando como nacional,
con otro estilo, en otro tiempo y en este mismo lugar.