martes, 22 de julio de 2014

(MÄS)CARA DURAS






por CARLOS DANIEL LASA

• JULIO 21, 2014

El peronismo domina y sigue dominando el escenario político argentino de los últimos 70 años. Entre algunas de sus conquistas, ha logrado configurar un perfil de político que ha sido asumido por la mayoría de la dirigencia argentina.

Mi interés por conocer la constitución más profunda de este sujeto es de antigua data. Mi experiencia personal en el trato con algunos de ellos me ha enseñado que es difícil saber quiénes son. La identidad de estos sujetos pareciera no existir: su ser real puede llegar a coincidir con los más diversos papeles que van asumiendo de acuerdo al interés del momento.

He podido observar cómo políticos de esta catadura han podido mantener una reunión con un marxista, con un liberal o con un cristiano y convencer a cada uno de ellos que nadie como él es un auténtico marxista, liberal o cristiano. Antes de cada entrevista se calzan la máscara apropiada para encantar a su interlocutor.

Mi pregunta es ésta: ¿hay una cara detrás de la máscara o, simplemente, ésta constituye su verdadera cara? Me inclino, sin duda alguna, por la segunda opción. El real rostro del personaje que vengo describiendo es el resultado de un maridaje de diversas caretas. Su real face, entonces, es la indeterminación misma.

De esta apuesta por la indeterminación no puede seguirse, lógicamente, una acción inequívoca y transparente: todo lo que sobrevenga transitará por una senda esencialmente sinuosa y tramposa. Su máxima es la de Persio el cual refería en sus Sátiras (V, 53): “no se vive siempre con idéntico parecer”. Añado a lo de Persio: “… excepto aquella apariencia que afirma la inestabilidad de todo parecer”. Es decir, su aspecto coincide con la carencia de toda determinación. Pero, ¿qué razón ha conducido a este hombre a configurarse desde, en y para la indeterminación?

En su alma, a mi juicio, reside una grave enfermedad que es de naturaleza metafísica. Su voluntad no quiere reconocer que su verdadero ser está atravesado por la finitud. Ser finito equivale a ser un ser determinado, tanto en el ser como en la acción. Precisamente es la finitud la que no quiere ser asumida como tal, y así es como en el primer acto de querer se produce el primer despropósito: querer ser ilimitado.

Este desborde ontológico se traduce en una desmesura ética cuya trama más profunda está constituida por una voluntad de poder cuyo único límite es el poder mismo.

La política, entonces, se presenta como el escenario ideal en el cual la voluntad experimenta, a diario, una ausencia total de límites. Esta experiencia de las posibilidades ilimitadas del querer asemejan a este político a la divinidad: así como Dios carece de todo límite, él también, en la esfera de lo público, emula la misma experiencia.

La impunidad es una consecuencia de su omnipotencia. Este sujeto no puede considerarse en un pie de igualdad respecto de los demás ciudadanos: su status tiene un rango muchísimo más elevado que el resto de los pobres mortales. Si su ser está por encima de todos, entonces también su actuar será diverso. La conducta del ciudadano común debe regirse por las normas éticas y jurídicas; la suya, en cambio, no puede ser regulada por ley alguna por cuanto su actuar, producto de su ser in-finito, desborda todo límite. Si un ciudadano común, de clase media, compra dólares para conservar sus ahorros, es un “anti-patria”; si él lo hace no podrá tener censura alguna.

La esencia de toda forma de corrupción reside, a mi juicio, en el acto inicial de una voluntad que, negando su esencial finitud, pretende asumirse como infinita. Esta negación de todo límite en el acto primero de querer, conduce a sucesivos quereres que se sitúan, siempre, al margen de todo principio, de toda regla objetiva. Incluso la mismísima persona humana, cuando se presente como un límite, deberá ser aplastada. Nada ni nadie puede establecerse como un límite para esta voluntad anética. La acción se apodera y empodera todo: ella es el único valor porque fuera de la acción nada existe.

La política ha sido y es concebida, en Argentina, en los términos que acabo de describir. Todos están convencidos que el camino de un político exitoso es el de seguir la lógica descripta. Sin embargo, el correlato de este éxito es el estado de una Argentina cada día más empobrecida, tanto material como culturalmente.

Siempre, en el fondo de todas las desventuras que nos suceden a los argentinos, nos encontramos con esta voluntad anética: ella es la que imposibilita la existencia de la República; es ella la que destruye, de modo sistemático, sus instituciones: universidades, hospitales, escuelas; es ella la que nos ahoga toda esperanza de vivir en la verdad, en la decencia y el progreso.

Sueño con ver a mi querida Argentina gobernada por políticos que funden su ser y su acción en la verdad. Me viene a la memoria, en este momento, la máxima de Séneca: “Una ciudad tarda una generación en construirse, una hora en ser destruida. La ceniza es obra de un instante; un bosque (es el resultado) de años” (Naturae quaestiones, 3, 27, 2).


No quisiera que estos pseudo-políticos hagan de la Argentina, en un instante, un montoncito de cenizas.