La Nación, editorial, 31 de
octubre de 2019
El líder del grupo
terrorista Estado Islámico ( EI), Abu Bakr al-Baghdadi, está muerto. Su
violento final no sorprende. Sus fanáticas y despiadadas correrías se
concentraron esencialmente en Irak y en Siria, pero su enorme peligrosidad y la
de su grupo más cercano tenían alcances mundiales.
Perdió la vida en su
escondite en el noroeste de Siria, luego de ingresar en una red de túneles por
los cuales intentaba escapar con tres de sus hijos. Lo ultimaron tropas
especiales norteamericanas destinadas a capturarlo. Como era de suponer, opuso
resistencia y terminó haciendo estallar un cinturón explosivo que tenía pegado
a su cuerpo, dando así también muerte a sus tres hijos. Los Estados Unidos
revelaron que una "gran cantidad" de terroristas de EI fueron
abatidos en el mismo operativo.
Su desaparición tiene, para
la paz y seguridad mundiales, una envergadura similar a la de otro terrorista
tristemente renombrado, como Osama ben Laden, ocurrida en 2011. Al encontrarlo,
sus perseguidores se hicieron, además, de información sensible y muy relevante
sobre la estructura de la organización.
Ni los miembros más
encumbrados del Comité de Inteligencia del Congreso norteamericano fueron
informados del operativo, para evitar así posibles filtraciones. El presidente
Donald Trump, en cambio, siguió en tiempo real y en detalle cada instancia.
Las fuerzas especiales
estadounidenses asignadas a perseguir a Bakr al-Baghdadi llevaban años de
pisarle literalmente los talones, desplazándose por Irak y Siria, en
helicópteros especiales. Como es de rutina, se hicieron, además, de parte de
sus restos mortales, de modo de poder acreditar su muerte a través de su ADN.
Esos restos tendrán por morada el mar, bajo los mismos protocolos utilizados en
el caso de Ben Laden, para evitar que una tumba convencional pueda convertirse
en santuario o lugar de peregrinación.