jueves, 19 de enero de 2023

¿HABRÁ OTRO CASO "NAPALPI"?


Pueblo Pilagá: memoria y presente de un genocidio

 

Por Valeria Mapelman*

* Autora del libro "Octubre Pilagá, memorias y archivos de la masacre de La Bomba" (2015)

 

Agencia tierra viva, octubre 28, 2020

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Según la demanda, habrían sido asesinados 500 pilagás, pero el equipo forense que investigó por orden del magistrado sólo encontró restos de 27 cadáveres compatibles con el hecho denunciado. Tampoco existen evidencias de que haya sido un acto deliberado, dispuesto por el gobierno nacional.

Lo verificado es que, en la primavera de 1947, cientos de familias pilagás se reunieron en La Bomba (Formosa), atraídas por un sanador llamado Tonkiet (Luciano Córdoba), que curaba sin cobrar con el poder de la Biblia. Como era un paraje cercano al Escuadrón 18 de Gendarmería, funcionarios de la Dirección de Protección al Aborigen intentaron infructuosamente desalojarlos, comenzando luego la represión de la fuerza de seguridad.

Es curioso que el periodista Marcelo Larraquy, que escribió sobre el tema, no mencione al sanador Tonquiet, verdadero origen del desorden que originó la represión.


http://www.foroazulyblanco.blogspot.com/2023/01/rincon-bomba.html

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En 1947 varias familias vivían en el paraje de La Bomba, cerca del pueblo de Las Lomitas (Formosa), entre ellas la del cacique Oñedié y las de Maliodi´en (Julio Quiroga) y Setkoki´en (Melitón Domínguez), dos niños que trabajaban en la cocina del escuadrón 18 de Gendarmería Nacional. En aquellos tiempos, el Territorio Nacional de Formosa, espacio fronterizo por excelencia, era patrullado por escuadrones que ocupaban los antiguos edificios que el Ejército de Caballería había utilizado en la llamada “Campaña al Desierto Verde”, cuyo objetivo era apropiarse de la región y controlar la mano de obra. Desde la consolidación del Estado nación hasta mediados del siglo veinte, las masacres no se detuvieron. Tampoco la resistencia de los pueblos indígenas.

 

La matanza pilagá de 1947, conocida como “Masacre de Rincón Bomba”, sucedió en un período en que protección y justicia social eran ideales fundamentales y circulaban con fuerza a través de la propaganda política. En 1946, Juan Domingo Perón había llegado a la presidencia, y los pilagá eran sobrevivientes del proceso de ocupación. Y, ya convertidos en obreros de las industrias, no eran ajenos a esos ideales.

 

A fines de septiembre, un sanador pilagá llamado Tonkiet, Luciano Córdoba en castellano, se instaló en el paraje de La Bomba, y cientos de personas comenzaron a llegar desde distintos puntos del territorio para conocerlo. El lugar se pobló de niños, jóvenes, ancianos y líderes que siguiendo antiguas tradiciones observaban los fenómenos naturales, el comportamiento de las aves e interpretaban los sueños.

 

Tonkiet no era un líder tradicional. Había construido su prestigio combinando prácticas antiguas y nuevas y utilizaba la Biblia en sus sesiones de sanación. Sus seguidores levantaron en La Bomba una plataforma circular, donde Tonkiet subía a los enfermos para curarlos. Todas las tardes los cantos y los tambores se escuchaban hasta la madrugada, mientras la vida en el poblado “blanco” de Las Lomitas se trastocaba con el bullicio y la circulación de cientos de personas. El espacio donde se había levantado la corona crecía en importancia política y se convertía en una nueva marca territorial.

 

En distintas ocasiones los comandantes del escuadrón enviaron gendarmes para intentar desalojar a la multitud con estrategias inútiles. Durante la primera semana de octubre de 1947, requisaron viejas escopetas y machetes. Luego la Dirección de Protección al Aborigen, dependiente de la Secretaría de Trabajo y Previsión, envió a Abel Cáceres, administrador de las Colonias Aborígenes, a negociar el desalojo y traslado de las familias.

 

Cáceres administraba dos colonias estatales creadas para la segregación y transformación de los pueblos del Gran Chaco, cuya función era la de concentrar a los sobrevivientes de la violencia militar, hacerlos abandonar su religión, la pesca y la caza, y hasta cambiarles sus nombres tradicionales, para convertirlos en trabajadores agrícolas.

 

Con la colaboración de la Iglesia, los niños y los ancianos eran puestos en internados para impedir la trasmisión de la memoria y la cultura familiar. Este proceso es denominado en la jerga jurídica actual como etnocidio.

 

Los pilagá conocían el régimen de las colonias, por eso se resistieron a ser trasladados. El 10 de octubre de 1947 por la mañana, el gendarme Américo Londero advirtió a los niños que trabajaban en la cocina que había llegado la orden de reprimir. Los niños corrieron a avisar a sus familias. Algunos escaparon, pero otros no creyeron que algo malo pudiera ocurrir y permanecieron en La Bomba.

 

A las seis de la tarde los gendarmes al mando de Emilio Fernández Castellanos apuntaron ametralladoras pesadas y fusiles contra un grupo que los enfrentaba con biblias en las manos. José Aliaga Pueyrredón, segundo comandante, los rodeó con sus efectivos y se iniciaron los fusilamientos.

 

La causa judicial, caratulada "Federación del Pueblo Pilagá c/Poder Ejecutivo Nacional s/daños y perjuicios", dejó acreditado que la orden de reprimir fue dada desde el más alto nivel ministerial. La masacre fue ejecutada por la Gendarmería Nacional bajo las órdenes del ministro de Guerra y Marina, Humberto Sosa Molina, con la conformidad de Ángel Borlenghi, ministro del Interior. Se extendió hasta fines de octubre y no solo incluyó un desalojo violento y fusilamientos, sino también violaciones, desapariciones, traslados forzados, torturas, fosas comunes y reducción de los sobrevivientes en colonias.

 

Ketae (Azucena Camacho) atestiguó que tres ancianos fueron capturados y atados a un árbol para prenderles fuego. Ni´daciye (Solano Caballero) recordó que mientras huían, un “chico grandecito se murió de hambre y tuvimos que dejarlo ahí nomás, en el monte, sin enterrarlo”. Ramón Rosa Galván, criollo de Pozo del Tigre, vio como un gendarme le disparó en la cabeza a una criatura que quedó en el suelo después del tiroteo. Noenolé, una niña de doce años, fue violada por Aliaga Pueyrredón. El anciano Kaziemin y una niña de 14 años fueron fusilados cerca de Navagán.

 

Otros testimonios prueban que grupos completos de familias fueron asesinados en la huida que se extendió hasta fines de octubre. Según el informe del Equipo de Investigación Científico Forense, encabezado por el licenciado en criminalística Enrique Prueger, se estima que fueron asesinadas cientos de personas, de las cuales muchas continúan desaparecidas.

 

Un documento del Ministerio de Guerra, fechado el 16 de octubre de 1947, informó que un avión despegó desde Buenos Aires y aterrizó en Resistencia, donde le colocaron una ametralladora y fue abordado por Julio Cruz Villafañe, comandante de la zona norte. Luego sobrevoló Formosa y disparó sobre las familias que huían. En ese mismo documento, se menciona a quince “aborígenes muertos” en un supuesto enfrentamiento. Años más tarde, Carlos Smachetti (piloto de la Fuerza Aérea) y Leandro Santos Costas (ex gendarme que participó del fusilamiento y desaparición de quince personas ), fueron procesados por esos hechos en base a la documentación del Ministerio de Guerra.

 

A fines de octubre, el cacique Oñedié y Tonkiet fueron capturados y trasladados a las colonias aborígenes, donde trabajaron durante un año. En el internado de la Colonia Bartolomé de las Casas se separó a niños y niñas de sus padres. La abuela Qadeite (Rosa Palomo) contó que su madre forcejeó con las monjas para que no le quitaran a su pequeño hijo.

 

Entre el 11 y el 14 de octubre de 1947, los diarios de la ciudad de Buenos Aires reprodujeron el relato de un “malón indio” para justificar la masacre. La connivencia de los periódicos de la época fue fundamental para ocultar el genocidio.

 

Siglo XXI

La responsabilidad de diferentes fuerzas militares, instituciones religiosas y organismos civiles fue probada en el juicio que la Federación Pilagá lleva adelante contra el Estado nacional. En julio de 2019, el juez federal Fernando Carbajal sentenció que se trató de un “delito de lesa humanidad” y ordenó medidas de reparación. El Estado nacional debe invertir en obras que determine el pueblo originario, otorgar becas estudiantiles por diez años, fijar la fecha de la masacre en el calendario escolar y construir un monumento recordatorio, entre otras acciones.

 

Las acciones criminales ocurridas entre octubre de 1947 y julio de 1948 se ajustan a la definición de genocidio desarrollada por el jurista Raphael Lemkin y, al mismo tiempo, se diferencian de los crímenes de lesa humanidad juzgados en Argentina, porque las víctimas pertenecen claramente a un grupo “étnico” determinado.

 

Los campos de exterminio nazi, los sótanos de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), el Estadio Nacional de Chile o los suburbios de Ruanda nos mostraron que en todo tiempo y lugar puede nacer el germen del exterminio. Sin embargo, la Federación Pilagá y su abogada Paula Alvarado enfrentan muchas dificultades para probar la tipificación del delito en el ámbito judicial.

 

Por otro lado, sigue sorprendiendo que la sociedad no indígena de Argentina, que ampliamente reconoce y rechaza las prácticas genocidas de la última dictadura cívico-militar, no logre hermanarse con las víctimas de torturas y desapariciones en otras geografías y momentos históricos.

 

Quizás esta dificultad se deba a que el proceso genocida contra el mundo indígena no ocurrió en un solo periodo de tiempo y en un mismo lugar, sino que es un proceso de larga duración, extendido geográficamente y silenciado durante siglos.

 

El Estado argentino nació de este proceso. Y las dificultades para comprenderlo también se acrecientan por las complicidades de gran parte de la prensa y la academia que con su negacionismo siguen dañando el justo reclamo de memoria, verdad y justicia del Pueblo Pilagá.

 

El juez Fernando Carbajal, en su sentencia del 4 de julio de 2019, cuestiona que el Estado argentino y sus funcionarios de derechos humanos se han mostrado “impávidos frente al reclamo de justicia de los pueblos originarios que no solo debieron esperar décadas para que los hechos pudieran ser investigados y exhibidos, sino que aun ahora siguen siendo ignorados”.

 

Carbajal consideró la masacre como parte de un proceso complejo de violencia que incluyó el encierro y la explotación en colonias. Tomó como precedente los casos de “desapariciones forzadas" de la última dictadura y consideró que estas desapariciones de miembros del Pueblo Pilagá son crímenes imprescriptibles, por constituir una "conducta ilícita continuada" de "carácter permanente", y por tanto deben ser reparados.

 

También detalló que debido a la violencia que se ejerció contra este pueblo, se suspendieron todos sus derechos a “decidir libremente sobre sus vidas” mediante diversas acciones realizadas “sin control judicial". Afirmó que el silenciamiento de los crímenes, acreditados en los documentos oficiales, y la destrucción de los cuerpos por medio del fuego demuestran “el carácter ilegal de los actos realizados”.

 

En 1947, dice el juez, “el Estado desmanteló todo atisbo de organización de los pueblos originarios, en particular de la etnia pilagá, a la cual redujo a un estado de virtual servidumbre”. Respecto del único documento que informa un supuesto enfrentamiento, del día 16 de octubre y que da por resultado “quince aborígenes muertos”, Carbajal señala textualmente: “Queda exteriorizada la absoluta prescindencia de los agentes estatales respecto al Estado de derecho, pues no se referencia la existencia de acciones judiciales tendientes a establecer la responsabilidad de los sujetos supuestamente involucrados (…) aunque se reconoce fueron ultimados por las fuerzas federales". Y concluye: "La Constitución Nacional y las leyes no regían en La Bomba y el centro oeste del territorio, convertido de hecho en un territorio de persecución contra los integrantes de la etnia sin límites jurídicos".

 

La sentencia por la Masacre de La Bomba sienta un precedente al valorar los testimonios de hijos e hijas de sobrevivientes como “pruebas directas de la memoria colectiva de un pueblo con identidad étnica y cultural preexistente a la Nación Argentina”. Sin embargo, el juez optó por encuadrar legalmente a la masacre como un crimen de lesa humanidad y no como un genocidio, sin reparar integralmente a las víctimas.

 

La Federación Pilagá apeló estos puntos de la sentencia y solicitó que se reconozca la masacre como un crimen de lesa humanidad en el marco de un genocidio, que se reconsidere el monto y numero de becas estudiantiles otorgadas en la sentencia de primera instancia, e insiste en la importancia del resarcimiento colectivo (ya que dos abogados que representan solo a dos personas apelaron la decisión del juez y reclaman indemnizaciones individuales". En febrero de 2020, la Cámara de Apelaciones de Resistencia (Chaco) hizo lugar al planteó del Pueblo Pilagá, modificó el fallo de primera instancia y reconoció que lo ocurrido en Rincón Bomba fue "genocidio".

 

La lucha continúa.

 

* Autora del libro "Octubre Pilagá, memorias y archivos de la masacre de La Bomba" (2015).

 

Corrección: Nancy Piñeiro