lunes, 30 de octubre de 2023

EXTRAÑANDO EL COLEGIO ELECTORAL


 

 Javier Boher

 

Alfil, 27-10-23

 

Hay algo que la gente parece haber olvidado por completo: la vida sigue más allá de los políticos. Está claro que los gobiernos nos condicionan en múltiples dimensiones, pero a quienes ejercen los cargos los tiene completamente sin cuidado lo que le pasa a la gente común. Ni siquiera saben que existe algo más allá de la búsqueda del cargo.

 

Esta reflexión viene a que estas elecciones nos han enfrentado a un problema que se vende como una cuestión moral. El ballotage es un mecanismo institucional que existe a los fines de elegir el presidente más tolerable para la mayoría de la gente. El momento de expresar preferencias por un deso positivo ya pasó. Ahora se trata de otra cosa.

 

En el medio, la gente no termina de aceptar que es una herramienta de construcción de legitimidad de gobierno. Los reproches a los potenciales votantes de una u otra fórmula se van apilando, llegando incluso a exponer a la gente a situaciones de violencia. No se trata solamente de encono hacia los que siempre votan distinto, sino de rechazo a los que suelen coincidir, pero que ahora se diferencian en esta situación poco común en la que hay que tomar una decisión maniquea.

 

Esta omnipresencia de la política, que empuja a la gente a un sentimiento de agobio, es producto de exponer a los ciudadanos a esa elección puntual. Todo se pasa por el tamiz del ballotage, con juicios de valor sobre la calidad de la persona que tiene en su mano el poder para decidir quién será el próximo presidente. A modo de ejemplo, un amigo decidió suspender un asado porque no quería tener que ponerse a hablar de política y economía a lo largo de la noche.

 

Entiendo que a algunas personas les cuesta discutir sobre política, especialmente porque creen que las cosas son personales. Parte de la maduración y el gusto por una actividad tan noble -y oscura a la vez- es el lograr separar la discusión sobre el poder y las formas en las que se lo ejerce, de la vida cotidiana. Nadie es un enemigo por pensar distinto, fundamentalmente porque siempre se pueden buscar puntos en común para pasar el rato charlando. Si no existiera esa posibilidad de intercambio y convivencia la política misma no tendría sentido.

A partir de que toda esta situación es un poco violenta para algunas personas -que se sienten más tranquilas si otros deciden por ellas- es que vino a mi mente una figura en desuso. De hecho, las primeras elecciones que puedo recordar son las de 1995, posteriores a la reforma constitucional de 1994. De allí que el Colegio Electoral sea una figura que para mí existe solamente en los libros, no como una experiencia personal.

 

Dicha institución es un mecanismo que todavía existe en Estados Unidos, aunque allá es un tanto diferente. La idea es poner una instancia de intermediación y de acuerdo entre cúpulas partidarias para resolver los potenciales problemas de gobernabilidad de liderazgos sin raigambre territorial.

 

La ley electoral argentina vigente para las elecciones de 1983 y 1989 establecía que los miembros del colegio electoral se calculaban con un umbral del 3% del padrón electoral, no sobre los votos afirmativos. De esa manera, haber superado el 3% en el recuento que se conoció el domingo no significa que hubiesen podido quedar habilitados para ingresar al colegio electoral. Eso le pasó en mis cálculos al FIT, que apenas si pudo pasar el corte dos veces, pero sin suerte: no se llevó ninguna banca para votar por el presidente y el vice.

 

Para ver cómo se repartirían los escaños se usaba el sistema D´hondt, que los asigna proporcionalmente a la cantidad de votos que obtiene cada espacio. Las tres opciones mayoritarias saldrían así beneficiadas, mientras que la cuarta opción, la de Schiaretti, quedaría subrepresentada.

 

Para el cálculo opté por dejar los tres senadores por provincia, algo incorrecto si se parte de la premisa de que se incluyó al tercer representante en la misma reforma en la que se eliminó el colegio electoral. Sin embargo, de esa manera se aumentaría la representación de las provincias pequeñas en detrimento de los distritos más grandes (situación ya agravada por el piso de cinco diputados).

 

De ese modo, el Colegio Electoral hubiese quedado con 658 miembros y hubiesen sido necesarios 330 para ser elegido presidente o vice, porque se necesitaban la mitad más uno de los votos. Según los resultados del domingo, Sergio Massa hubiese obtenido 255, Javier Milei 215, Patricia Bullrich 158 y Juan Schiaretti habría alcanzado los 30. En realidad, siendo rigurosos, los votos habrían sido para los partidos, ya que cualquier ciudadano en condiciones de ser elegido para la presidencia podría haber sido encumbrado por la institución. En ese contexto, las negociaciones hacia dentro de las coaliciones y entre las mismas podrían haber sido muy intensas, tratando de conseguir algún tipo de acuerdo que les permitiera alcanzar el número mágico para llegar al gobierno.

 

Esas negociaciones podrían haber significado llegar a un acuerdo para un gobierno de coalición, con un presidente y un vice que representen a dos de las fuerzas en pugna. La tensión entre el Pro, la UCR y la CC podría haber significado que se quiebre la coalición a la hora de votar por el ejecutivo, pero ninguna facción tendría poder para torcer la elección. Si o si el acuerdo sería político y significaría la posibilidad de construir gobernabilidad. Si además existiera la figura del Jefe de Gabinete, tres partidos podrían haberse asegurado tener un pie dentro del futuro gobierno, fulminando la posibilidad del estancamiento.

 

No podemos saber qué habría pasado si existiera el Colegio Electoral, porque ese incentivo también hubiese jugado a la hora de armar coaliciones. Sin embargo, los partidos políticos hubiesen vuelto a la centralidad de la escena: formar gobierno hubiese sido su responsabilidad, no la de los ciudadanos que ya fueron a las urnas entre tres y cuatro veces y están saturados por la política. Al final, por culpa del Pacto de Olivos me terminé perdiendo un asado.