domingo, 4 de febrero de 2024

RESUMEN DE POLÍTICA

 

ENFOQUE SOCIALCRISTIANO

 

AUTORIDAD Y PODER

 

1. Concepto y necesidad de la autoridad

 

Autoridad es aquello en nombre de lo cual puede ejercerse el poder con justicia. Autor, es quien da algo, porque posee dominio sobre lo que da. Autoridad es la capacidad de una persona de conducir a otras hacia un fin determinado, así como el pastor conduce el rebaño hacia el prado. Por ejemplo, el piloto de un barco es quien tiene la capacidad de gobernarlo, pues en él reside el conocimiento para determinar el rumbo. No surge la autoridad del poder sobre otros; el poder es efecto no causa de la autoridad.

 

La autoridad asume la función de causa eficiente de la sociedad política. Esto implica que la autoridad debe coordinar y ordenar las acciones de los individuos y grupos intermedios, entre sí, y con referencia al fin social que ha de procurarse. El pensamiento marxista, coincidiendo con el liberalismo y con el anarquismo, sostiene la necesaria desaparición del Estado, una vez alcanzada la etapa comunista. Sin embargo, tales utopías contradicen la milenaria experiencia histórica de la humanidad, que muestra que siempre que existe vida social, también existe autoridad.

 

Ya Aristóteles explicaba que en toda realidad compleja, compuesta de partes, debe existir un elemento capaz de asegurar la unidad y cohesión entre las mismas. La existencia de un principio de unidad del todo, es verificable en todos los niveles del universo material; pero encuentra su aplicación más profunda en el caso de los grupos humanos y, muy particularmente, en la sociedad política.

 

 

En éstos, a diferencia de los organismos naturales, cada parte es en sí misma independiente del todo, ya que cada persona es un ser en sí y por sí mismo, mientras que las partes de un organismo no tienen vida propia si se los separa del todo. De ahí que las sociedades humanas constituyan un todo accidental o de orden, pues su unidad sólo se basa en el fin común al cual los miembros concurren; dicha finalidad no es otra que el bien común.

 

Lo que hace a la autoridad un elemento esencial de la sociedad política es la distinción esencial que media entre el bien particular y el bien común. Tratándose de una diferencia específica, los requerimientos propios del bien común no pueden verse satisfechos por el mero juego de las acciones individuales, que se ordenan de suyo a la satisfacción de las necesidades individuales de cada miembro.

 

 

Cada ciudadano es capaz, en condiciones normales, de subvenir a las exigencias de su conservación, de su trabajo, de la constitución de su hogar, etc. Pero resulta evidente que no todo ciudadano o padre de familia, puede desempeñarse eficazmente como ministro de economía o legislador.

Tales funciones requieren un conocimiento pormenorizado de las exigencias concretas del bien común nacional, y una prudencia mayor, puesto que los intereses en juego son más importantes. De lo anterior, se sigue la necesidad que toda sociedad política tiene de asignar a un grupo de personas el ejercicio del poder público. Es la naturaleza propia del bien común la que impone como obligación absoluta la existencia de una autoridad social, capaz de asumirlo como tarea propia.

 

2. Origen de la autoridad

 

A la luz de lo ya expresado, podemos resumir la doctrina cristiana del poder político, con la frase de San Pablo: “no hay autoridad sino bajo Dios” (Rom 13,1). Puesto que Dios es el autor del orden natural, en virtud del cual todo ser humano tiende a la convivencia social como un medio necesario para su perfección. En consecuencia, Dios ha dispuesto las cosas de tal suerte que la autoridad forma parte esencial de su plan providencial y, en tal medida, ha de afirmarse que Dios es el origen de toda autoridad humana.

 

Otra cosa diferente es determinar cuál es el modo más adecuado para la designación de los hombres que han de ejercer la autoridad. En la doctrina hay unanimidad con respecto a que la autoridad política tiene su origen en Dios. Pero con respecto a la cuestión de la forma en que se atribuye el poder estatal al que lo ejerce, se han dividido las opiniones.

 

Recordemos, primero, la teoría del derecho divino de los reyes, de raíz protestante, defendida por Jacobo I, rey de Inglaterra (1603/1625). Sostiene esta tesis que la autoridad del gobernante viene directa e inmediatamente de Dios, tal como sucede con el Romano Pontífice.

 

Los teólogos católicos sostuvieron dos tesis diferentes.

 

La Teoría de la traslación: sostenida por el P. Suárez, que afirmó, contra la tesis de Jacobo I, que la autoridad venía directamente de Dios a la comunidad o pueblo, de tal manera que éste era el sujeto natural primigenio de la autoridad; a su vez, como toda la comunidad no puede ejercer la autoridad, habrá de determinar las personas a quienes se le transferirá. Esta traslación se hace mediante el consentimiento del pueblo, expreso o tácito. No debe confundirse la teoría de la traslación con la de Rousseau, según la cual, el pueblo o voluntad general es el sujeto de la autoridad y por un contrato la delega en mandatarios.

 

La teoría de la colación inmediata: sostenida por el P. Vitoria, afirma que la comunidad sólo designa la persona que ha de ejercer el poder estatal, mientras que el poder mismo pasa inmediatamente de Dios a la persona que lo ha de ejercer. Es decir que, según esta tesis, Dios le comunica los atributos del poder a aquel designado por la comunidad, la que cumple esa función de designación y de determinación, pero no es la comunidad la que previamente recibe esos atributos, poseyéndolos como propios, y luego los transfiere a los gobernantes.

 

Análisis del tema: El P. Meinvielle acotaba que el pueblo no puede realizar las funciones complejas que implica el ejercicio de la autoridad. Entonces, no tiene sentido que se le atribuya el papel de intermediario en la transmisión de la autoridad, ya que no puede transferir lo que no posee, y no posee lo que no puede ejercer. Precisamente, el criterio para establecer los derechos naturales es la necesidad que de su uso o ejercicio se tiene. Pero, si la comunidad o pueblo jamás pueden ejercer la autoridad, no se justifica transferírsela, aunque fuera transitoriamente.

 

El Magisterio de la Iglesia nunca se pronunció expresamente sobre esta cuestión, pues le basta con sentar el principio del origen divino de la autoridad, dejando en libertad a los fieles para sostener una u otra posición. No obstante, existe un pasaje que nos brinda orientación al respecto, en la Encíclica “Diuturnum Illud”, de León XIII:

“Es importante advertir en este punto que los que han de gobernar los Estados pueden ser elegidos, en determinadas circunstancias, por la voluntad y juicio de la multitud, sin que la doctrina católica se oponga o contradiga esta elección. Con esta elección se designa al gobernante, pero no se confieren los derechos del poder. Ni se entrega el poder como un mandato, sino que se establece la persona que lo ha de ejercer.” (4)

 

3. Soberanía

 

Vinculado al punto anterior, debemos analizar ahora uno de los conceptos más confusos del vocabulario político: soberanía. Como concepto de la teoría política, lo encontramos en Bodin el cual formula una teoría de la soberanía. Para justificar el carácter absolutista del poder monárquico de su tiempo, Bodin recurre a éste concepto, asignándolo en primer lugar a Cristo como señor absoluto; de ahí lo deriva al monarca, como representante de Cristo mismo. El autor añade que la soberanía implica tres notas: es absoluta, es inalienable y es indivisible.

Posteriormente, el alemán Althusius y, más tarde, Rousseau, sustituyeron la “soberanía del príncipe” por la “soberanía del pueblo”, fórmula que subsiste hasta nuestros días, con el mismo contenido básico que Rousseau le asignara.

 

Teoría liberal: sobre la base de tales fuentes históricas, quedó asentada la teoría liberal de la soberanía popular. Rousseau vincula este concepto con otro de su creación: la voluntad general, que es la voluntad del pueblo, de la mayoría. Según este autor, el pueblo pasa a ser la fuente y raíz de todo poder político, de toda autoridad, una vez establecido el pacto social, irrevocable, mediante el cual se constituye la sociedad política.

 

Las cláusulas del pacto implican esencialmente: “la enajenación total de cada asociado, con todos sus derechos, a toda la comunidad; porque, en primer lugar, dándose cada uno por entero, la condición es la misma para todos, nadie tiene interés en hacerla onerosa a los demás” (El Contrato Social). Sobre la base del igualitarismo, así instaurado, el pueblo se erige, a través del mito de la voluntad general, en el legislador supremo. El gobierno no es sino el delegado o mandatario destinado a aplicar las decisiones de aquél. En tal carácter, el pueblo es fuente de todo derecho y de toda norma moral; en consecuencia, puede revocar en cualquier momento la delegación otorgada al gobernante de turno.

 

Crítica: la concepción liberal de la soberanía es utópica, contradictoria y nefasta. Es utópica, por cuanto se basa en una quimera de pacto originario, históricamente inexistente. Contradictoria, ya que supone que los individuos se asocian libremente, pero a partir de ese momento no pueden revocar lo aprobado. Es nefasta por sus consecuencias: a) porque disuelve el fundamento de la autoridad; b) porque desemboca en el despotismo ilimitado del Estado y de la mayoría; c) porque elimina toda referencia a Dios y al orden natural como origen de la autoridad; d) porque coloca a la multitud amorfa como base de todo derecho y de la moral; e) porque favorece la demagogia de quienes aspiran a perpetuarse en el poder.

 

Orden Natural: La doctrina social de la Iglesia nos brinda una orientación muy diferente respecto de la soberanía política, en plena conformidad con la experiencia histórica. La soberanía es un atributo de la autoridad. Una cualidad del poder estatal que lo hace irresistible y supremo en una jurisdicción determinada; no puede estar subordinado a ningún otro poder. Es la facultad por la cual la autoridad pública impone, mediante la ley, determinadas obligaciones a los ciudadanos.

El poder soberano se ejerce sobre los miembros de un mismo Estado; no se aplica correctamente a las relaciones entre Estados. En el segundo caso, debe hablarse de independencia.

La soberanía no implica de ningún modo la idea de autonomía absoluta, como pretendía Bodin.

 

La soberanía del pueblo: o autogobierno del pueblo, es una tesis falsa, científicamente, en sus tres supuestos:

 

a) el pueblo no puede gobernar: pues el ejercicio del gobierno exige la toma de decisiones que no se pueden hacer multitudinariamente, y tampoco, ejecutarlas, lo que sólo puede hacer quien está preparado especialmente para ello. Ni siquiera en Atenas, donde solían reunirse en la plaza pública 5 o 6 mil ciudadanos para deliberar y aprobar las leyes. Esa cantidad representaba un veinte por ciento del total de ciudadanos, sin contar a las mujeres, y los esclavos, que no eran ciudadanos. De todos modos, esa participación limitada se daba con respecto a una de las funciones clásicas de la autoridad, según Aristóteles -la legislativa-, pero no en las otras dos -ejecutiva y judicial- que estaba en manos de un número menor de funcionarios, generalmente elegidos al azar. Empíricamente, jamás el pueblo ha gobernado en ninguna parte, ni en ninguna época. El pueblo no puede gobernarse a sí mismo; las funciones del poder no admiten el ejercicio multitudinario por parte de todo el pueblo.

 

b) el pueblo no es soberano: pues, de acuerdo a lo ya explicado, la soberanía no es otra cosa que una cualidad del poder estatal. No reside en nadie, es un atributo inherente al Estado. Por lo tanto no reside en nadie, ni en el gobernante, ni mucho menos en el conjunto del pueblo.

 

c) el gobierno no representa a todo el pueblo: porque para que un sujeto pueda ser representado, es imprescindible una cierta unidad en el mismo sujeto representado. Se puede representar a un hombre, a una familia, a una institución. Hasta una multitud de hombres puede ser representada, siempre que tengan un interés concreto y común en el que la pluralidad se unifique; por ejemplo, los ahorristas defraudados por un banco. Pero no se puede representar un conglomerado heterogéneo y con intereses distintos y hasta contrapuestos, como es el pueblo. Pueblo es un nombre colectivo que designa a la totalidad de personas que forman la población de un Estado; no es persona moral ni jurídica, luego no es susceptible de representación.

 

A la crítica científica, debemos agregar la doctrina pontificia; León XIII, en la Encíclica “Inmortale Dei”, afirma: “La soberanía del pueblo...carece de todo fundamento sólido y de eficacia sustantiva para garantizar la seguridad pública y mantener el orden en la sociedad.”

 

4.Obediencia a la autoridad

 

Si la autoridad viene de Dios, nada más evidente que la obligación de obedecer a los poderes legítimos, siempre que legislen y orden dentro de la esfera de sus atribuciones. No obsta a la obediencia el que estos poderes desconozcan que imperan en virtud de la autoridad que Dios les confiere, ni el que sean indignos moralmente sus poseedores; mientras estén constituidos legítimamente en el poder y no prescriban cosa injusta o perversa, la obediencia es obligatoria, aún en el foro de la conciencia.

Cuando en Roma resonaba la palabra de San Pablo, explicando que no hay poder que no dimane de Dios y que quien resiste al poder, a Dios resiste, porque el gobernante es ministro de Dios (Rom 13, 1), imperaba el tirano Nerón.

 

5. Legitimidad del poder

 

Quien ejerce el poder en una sociedad política, no lo hace como un mero hecho de fuerza bruta, sino como función jurídicamente encuadrada. Entonces, el poder público se justificará cuando en su ejercicio tienda al fin para el cual existe. Tal es la llamada legitimidad de ejercicio: el procurar el bien común legitima o hace legítimo al poder en su ejercicio, aunque el gobernante haya accedido al cargo, por vía de un golpe de Estado, o como resultado de una guerra. Normalmente, el consenso social prolongado, en un clima de relativa tranquilidad pública, revela tácitamente la legitimación de un gobernante.

 

Ejercer el poder injustamente, en violación al derecho, en contra del bien de la comunidad, etc., hace decaer esa legitimidad. Si tal ilegitimidad se torna permanente, grave y dañina para la comunidad, éste tiene derecho a defenderse, resistiendo al gobernante que ha desviado el ejercicio del poder, y, eventualmente, deponerlo.

 

Hay otra forma de legitimidad del poder, que se llama legitimidad de origen: se refiere al título del gobernante que ejerce el poder; es decir, al modo regular o legal como ha llegado al poder, y no a como lo ejerce. Hay legitimidad de origen, cuando el gobernante deriva su título del derecho vigente en un Estado (Constitución y leyes), o sea, cuando ha accedido al poder de acuerdo con el procedimiento previsto en las normas vigentes.

 

Como ya dijimos, un gobernante que accedido al poder por una vía no prevista legalmente -ilegitimidad de origen-, puede legitimarse por su actuación desde el poder -legitimidad de ejercicio. A la inversa, un gobernante que accedió al poder según el procedimiento establecido, puede perder la legitimidad de ejercicio.

 

6. Resistencia al poder injusto

 

La resistencia al poder supone la distinción entre lo justo y lo injusto, según el orden natural y según la ley positiva. El problema entonces consiste en determinar en qué medida un ciudadano debe acatar una ley injusta y respetar a la autoridad pública que la ha promulgado. Al respecto, Santo Tomás enseña que la ley injusta es más una violencia que una ley propiamente dicha, pues no tiene de ésta sino la apariencia.

La doctrina establece cuatro tipos o grados de resistencia, que permiten matizar la aplicación de los principios, según las circunstancias y el juicio prudencial:

 

Resistencia pasiva: consiste en negarse a obedecer las leyes injustas, que serán tales, cuando se aparten o contradigan las exigencias del bien común, o cuando desconozcan un derecho fundamental de la persona.

Hay leyes que son malas en sí mismas, como las que autorizan el aborto o la eutanasia. También es lícita la resistencia pasiva, frente a medidas económicas que implican un evidente perjuicio para el interés nacional (privatizaciones), o un perjuicio a los bienes particulares (congelación de depósitos bancarios).

La resistencia pasiva es, no sólo un derecho, sino también un deber.

 

Resistencia activa: se subdivide en dos tipos, a saber:

a) Resistencia legal: consiste en emplear todos los medios que la ley acuerda, para impedir la aplicación de una medida de gobierno, o lograr su modificación o derogación, según los casos. Ejemplos: derecho de peticionar ante las autoridades; gestionar la declaración de inconstitucionalidad, de parte de los jueces; organización de campañas de opinión y firma de petitorios; huelgas, etc.

 

b) Resistencia activa de hecho: supone el empleo de medios físicos. Ejemplos: rechazo, por la fuerza, de la ocupación de propiedades; cruce de vehículos sobre las rutas o calles; huelgas con cesación de servicios o toma de edificios públicos, etc.

 

Rebelión: es la situación a que se llega cuando han habido frecuentes abusos del poder político, que hacen inevitable tratar de deponerlo por la fuerza. La rebelión o revolución, puede ser legítima en casos extremos, por cuanto es una extensión o analogía del derecho individual de legítima defensa, en caso de injusta y grave agresión. Además, cuando quien abusa del poder, incurre en una doble ilegitimidad -de origen y de ejercicio-, pueden quienes se rebelan -en caso de que sea inevitable, para deponerlo- darle muerte, pues se trata de un usurpador. Lo que la doctrina excluyó siempre es el tiranicidio a título privado, o sea, cuando un particular elimina al tirano, sin representación auténtica del interés comunitario.

 

Tanto para la rebelión como para la resistencia activa de hecho, deben tenerse en cuenta los requisitos que fija la doctrina, resumida en el Catecismo:

“La resistencia a la opresión de quienes gobiernan no podrá recurrir legítimamente a las armas sino cuando se reúnan las condiciones siguientes: 1) en caso de violaciones ciertas, graves y prolongadas de los derechos fundamentales; 2) después de haberse agotado todos los otros recursos; 3) sin provocar desórdenes peores; 4) que haya esperanza fundada de éxito; 5) si es imposible prever razonablemente soluciones mejores.” (Nº 2243)

 

Las indicaciones doctrinarias son precisas, y deben servir para evitar insurrecciones o guerras civiles, cuando no se dan las condiciones mínimas para asegurar el bien común. En palabras de Pablo VI: “No se puede combatir un mal real al precio de un mal mayor” (PP, 31) Y como antes citamos la exhortación de San Pablo a la obediencia, debemos recordar la aclaración del teólogo Belarmino sobre la conducta de los primeros cristianos, que padecían abusos en Roma. Si no depusieron a Nerón, a Juliano el apóstata, al arriano Valente y a otros semejantes, no fue porque no tuvieran derecho a hacerlo, sino porque les faltaban fuerzas para ello.

 

 

7. Política y moral

 

La política es la actividad humana que desarrollan los hombres para participar en la vida cívica y obtener o influir en el poder público. Al respecto, debemos analizar dos teorías erróneas sobre la política.

 

El movimiento “Acción Francesa”, que tuvo cierta gravitación durante el siglo XX, concibió a la política como una ciencia física, que comprueba fenómenos de la naturaleza y los organiza en leyes, del mismo modo que, por ejemplo, la botánica. La sociedad no sería una realización libre del hombre que actualiza las virtualidades sociales depositadas en su ser, sino el producto necesario de necesarios instintos. Queda, por lo tanto, eliminado de la fundación y estructura de la sociedad el elemento virtud, ya que en ella no interviene ninguna determinación libre. Excluida la virtud, resulta que la vida política es ajena a la justicia. Su fin específico no será el bien común temporal, como enseña la moral cristiana, sino el interés nacional.

 

Aunque inspirados en otras corrientes filosóficas, el maquiavelismo y el fascismo, guardan grandes afinidades con la ideología maurrasiana (por Maurras, fundador de la Acción Francesa). Maquiavelo, privado de toda inteligencia religiosa e imbuido de las concepciones grecorromanas de la vida, ve en la patria la única grandeza espiritual, capaz de inspirar y engendrar la gloria, el heroísmo, el trabajo y la creación.

La patria es una divinidad en cuyo altar hay que inmolarlo todo. Cuanto se haga por ella está justificado, y las acciones que en la vida privada serían malas, si se hacen por la patria son magnánimas. La razón de Estado, encierra en sí plena justificación.

Para el fascismo, a su vez, el Estado es la verdadera realidad del individuo; para el fascista todo está dentro del Estado, y nada de humano o espiritual se halla fuera del Estado. Por eso es totalitario.

 

Al fisicismo de la Acción Francesa, se opone diametralmente el individualismo de Rousseau; para él, la política es un mero arte, derivado íntegramente de la voluntad libre del hombre. Para Rousseau el hombre ha nacido libre, con la libertad del salvaje en un bosque, y así ha de permanecer esencialmente. Como todos los hombres son libres, es inconcebible e injusta la menor subordinación. Pero, como la sociedad política es inevitable -para mejorar el nivel de vida-Rousseau busca construirla en forma tal que nadie se vea quebrantado en su libertad e igualdad esenciales. Para ello, finge un pacto social, por el cual los hombres hasta entonces libres consienten en vivir en sociedad, concebida como un producto artificial, donde sólo rige la voluntad general, o sea la multitud numéricamente computada.

 

Doctrina católica de la política: para determinar la esencia de la política, es necesario distinguir dos tipos de acciones humanas:

 

a) Lo factible: se refiere al hacer del hombre; las acciones ejercidas sobre la naturaleza externa (construir una mesa, levantar un edificio). Está regido por la virtud intelectual de arte.

b) Lo agible: se refiere al obrar humano; acciones ejercidas dentro del hombre (pensar, decidir). Está regido por la virtud intelectual y moral de la prudencia: que obtiene de los principios morales, conclusiones prácticas aplicables a cada caso concreto.

 

Como la política persigue el bien común, que no es un bien físico, y la principal actividad del político es mandar o liderar a otros, no cabe duda que pertenece al campo del obrar humano, no al del hacer. Por consiguiente, si es una actividad agible, debe estar regida por la prudencia, no por el arte, como se ha entendido generalmente, desde Maquiavelo. No es, entonces, “el arte de lo posible”.

 

No pueden caber dudas sobre la naturaleza moral de la política, a la que podemos definir como: “la actividad prudencial, que consiste en hacer posible lo necesario para el bien común.”

 

ORGANIZACIÓN DE LA VIDA POLÍTICA

 

1. Lo permanente de la sociedad política

 

Política y político derivan de polis, palabra griega con la que se identificaba a la ciudad-estado, o sea, la pequeña organización o estructura de la comunidad griega. Un grupo humano que convive territorialmente en un mismo espacio físico, no puede mantener su convivencia si no se organiza. Organizarse significa ordenarse en busca de un fin y con unos medios para alcanzarlo.

El fin consiste, simplemente, en satisfacer todas las necesidades comunes que hacen a la convivencia del grupo y de sus miembros, es decir, alcanzar en conjunto todo lo que cada hombre aislado, o en un grupo menor, no podría alcanzar. Para alcanzar ese fin, el medio más importante es la existencia de una jefatura; de una autoridad con poder suficiente para hacer, mandar y prohibir todo lo que interesa al grupo.

 

Cuando el grupo territorial se organiza, esa organización tiene naturaleza política. La sociedad, como grupo máximo, adquiere una organización política. Surge una sociedad política, destinada a procurar el bien común de la comunidad. En ese marco adquiere orden la convivencia, alcanzan armonía y equilibrio las actividades de todos los hombres y grupos; por eso a la sociedad política se la llama comunidad perfecta.

No significa que haya alcanzado el máximo nivel de progreso humano; perfecta significa que no hay otra que pueda brindar al hombre lo que ella le proporciona: el abastecimiento de todas las necesidades de su vida y de la convivencia. Equivale a comunidad autosuficiente, porque se basta a sí misma; dispone de los medios para alcanzar su fin.

 

La existencia de una sociedad política en cada pueblo, se ha dado siempre y se dará en el futuro, porque responde a una necesidad de la naturaleza humana. Pero la forma concreta de la organización, de la estructura, de cada sociedad política, es variable. Depende de una decisión libre, reflexiva y consciente de quienes integran un pueblo determinado. En el mundo moderno, la sociedad política típica se conoce como Estado.

 

2. Elementos del Estado

 

Podemos definir al Estado como: el órgano de síntesis, planeamiento y conducción de una sociedad territorialmente delimitada, destinado a procurar el bien común.

Suelen mencionarse como datos constitutivos o determinantes del Estado: la población, el territorio, el poder y el gobierno.

 

Población: es el elemento humano del Estado; sin hombres no hay Estado. La población de un Estado la integran cuantos conviven en el territorio bajo su jurisdicción. Se reserva el concepto de pueblo, para la parte de la población subordinada jurídicamente al Estado, pues sus miembros poseen la ciudadanía -por haber nacido en el territorio, o por haber optado por ella, habiendo nacido en otro país. También integran la población, quienes viven transitoriamente en el territorio, por distintos motivos, siendo extranjeros.

 

Territorio: el Estado es una asociación territorial o espacial, porque requiere el marco físico o geográfico donde conviven sus miembros. El territorio delimita el ámbito espacial donde se ejerce el poder de un Estado.

 

Poder: es la fuerza o energía, que debe utilizar el Estado para lograr su fin. No se trata de fuerza física, exclusivamente; más bien, una energía moral, una autoridad, en el sentido de predominancia social que logra acatamiento. La fuerza del poder estatal, proviene del asentimiento comunitario que le da sustento y lo respalda. El poder del Estado es político, porque la actividad que engendra y desarrolla es política.

 

El poder del Estado puede crecer y disminuir, puede expandirse o retraerse, por múltiples factores. Así, un gobierno de ideología liberal buscará debilitar el poder estatal, para dar mayor libertad a la iniciativa privada. En el otro extremo, una concepción totalitaria incrementará el poder estatal, hasta que todo lo social se esté subordinado. Si es inaceptable un Estado totalitario, tampoco puede aceptarse una limitación del poder estatal, que le impida hacer lo necesario, y quede a merced de algunos intereses particulares o de sector. En este caso, no podrá satisfacer el bien común.

 

Como ya explicamos, el poder del Estado posee una cualidad especial: la soberanía. Si en un momento determinado el poder del Estado deja de ser supremo en la jurisdicción territorial que le corresponde, y se subordina, de hecho, a otro poder, significa que dicho Estado ha dejado de existir.

 

Gobierno: el poder como aptitud o capacidad de acción, es una potencia, que requiere ser puesta en acto. Para ello, hacen faltan hombres que sean titulares del poder y que lo ejerzan, usando aquella capacidad o energía. A quienes ejercen el poder estatal, se los denomina en conjunto, gobierno. El gobierno representa al Estado y actúa en su nombre.

 

Si el gobierno fuese ejercido, en la variedad de sus funciones, por un sólo hombre o un pequeño grupo, esa concentración podría degenerar en abusos de poder. Por eso, y también para hacer más eficaz la acción gubernativa, desde antiguo se ha procurado distribuir el poder. Desde Montesquieu, se ha generalizado la tendencia a lo que se llama la división de poderes.

 

En realidad, el poder del Estado siempre es único e indivisible; lo que se divide y separa son los órganos que ejercen el poder y las funciones que se encomiendan a esos órganos. Así surgen las tres ramas o “poderes” en que suelen separarse las funciones del Estado: Legislativa - Ejecutiva - Judicial.

 

Juan Pablo II considera que:

“Tal ordenamiento refleja una visión realista de la naturaleza social del hombre, la cual exige una legislación adecuada para proteger la libertad de todos. A este respecto, es preferible que un poder esté equilibrado por otros poderes y otras esferas de competencia, que lo mantengan en su justo límite.” (CA, 44)

 

3. Finalidad del Estado

 

La finalidad del Estado es el bien común público. Decimos que el bien común que persigue el Estado es público, por que sólo el Estado toma al hombre en su totalidad temporal, bastando para pertenecer a la sociedad política, la condición humana. Al Estado le cabe armonizar los bienes comunes parciales e individuales, pero también se presenta como la garantía de realización de todos ellos pues produce el orden sin el cuál se malograrían.

 

El Estado es un ser real, pero accidental, porque su existencia no es independiente de sus habitantes, ni existe por sobre ellos. Porque no es una substancia, su perfección, el bien que está llamado a poseer, está en función de ayuda para crear las mejores condiciones posibles para una buena vida humana. Las necesidades humanas son de tres órdenes:

 

a) Necesidades de orden material, exigidas por su cuerpo: son las que hacen a la conservación de la salud y de la especie.

b) Necesidades de orden intelectual: son las que hacen al acrecentamiento de su cultura.

c) Necesidades de orden ético y religioso, pues como enseña el P. Suarez, se considera como perteneciente al bien común no sólo aquello que mira a la utilidad temporal, sino también lo que toca a las buenas costumbres y a un modo conveniente de obrar, como es el que los actos se realicen en perfecta libertad.

 

Por eso, explicaba Pío XII, toda actividad del Estado está sometida a la realización permanente del bien común: “ es decir de aquellas condiciones externas que son necesarias al conjunto de los ciudadanos, para el desarrollo de sus cualidades y de sus oficios, de su vida material, intelectual y religiosa, en cuanto, por una parte, las fuerzas y las energías de la familia y de otros organismos a los cuales corresponde una natural precedencia no basten, y, por otra, la voluntad salvífica de Dios no haya determinado en la Iglesia otra sociedad universal al servicio de la persona humana y de la realización de sus fines religiosos.” (“Con sempre”, 1942, p. 13)

 

4. Limitación del Estado

 

El bien común público actúa como una limitación para el Estado. Porque si el Estado debe alcanzar el fin de bien común, tiene objetivamente en él una limitación derivada de su propia naturaleza. Este carácter limitativo se desglosa en tres principios:

El Estado debe hacer todo lo que conduce al bien común.

El Estado no debe hacer lo que daña al bien común.

El Estado debe abstenerse de actuar cuando el bien común no está comprometido.

 

Otro principio rector del orden social que interviene en la limitación del Estado, es el de subsidiariedad, que fue desarrollado por Pío XI, en la Encíclica “Quadragesimo Anno”, donde, sobre el tema en cuestión, enseña:

“Conviene, por tanto, que la suprema autoridad del Estado permita resolver a las asociaciones inferiores aquellos asuntos y cuidados de menor importancia, en los cuales, por lo demás, perdería mucho tiempo, con lo cual lograría realizar más libre, más firme y más eficazmente todo aquello que es de su exclusiva competencia, en cuanto que sólo él puede realizar, dirigiendo, vigilando, urgiendo y castigando, según el caso requiera y la necesidad exija.” (QA, 80)

 

 

5. Formas de Estado y de Gobierno

 

La autoridad responde a un orden fijado por Dios, pero la determinación del régimen y la designación de los gobernantes depende de la libre voluntad de los ciudadanos. La Iglesia no tiene preferencias. “La diversidad de los regímenes políticos es moralmente admisible con tal que promuevan el bien legítimo de la comunidad que los adopta.” (CIC, 1901) En cambio, los regímenes cuya naturaleza es contraria a la ley natural, al orden público y a los derechos fundamentales de las personas, no pueden realizar el bien común.

Las formas de Estado serán las formas de organización del Estado mismo, mientras las formas de gobierno se refieren a las formas de organización del elemento del Estado llamado gobierno. Dicho de otro modo, las formas de gobierno responden a la pregunta: ¿quién manda?, es decir, se ocupa de los titulares del poder. En cambio, las formas de Estado, responden a la pregunta: ¿cómo se manda?. Es decir, se ocupan del modo de ejercer el poder.

 

Formas de Estado: para conocer cómo se ejerce el poder, hay que relacionar el elemento poder con otros dos elementos del Estado: población y territorio.

 

a) Con relación al territorio, el poder se puede ejercer en forma centralizada o descentralizada. La forma centralizada, es la forma de Estado unitaria: el Estado es unitario porque su poder se ejerce políticamente centralizado en un lugar del territorio.

La forma descentralizada, es la forma de Estado federal: el Estado es federal porque su poder se ejerce políticamente descentralizado en distintos lugares del territorio.

 

b) Con relación a la población, el poder se puede ejercer: reconociéndoles su dignidad, libertad y derechos, o restringiéndolos, o negándolos. El reconocimiento implica la forma de Estado democrática; la restricción implica la forma de Estado autoritaria; la negación implica la forma de Estado totalitaria.

 

Podemos graficar lo expresado, con el siguiente esquema:

 

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FORMAS DE ESTADO

(Cómo se ejerce el poder)

 

Poder/Territorio:

Estado Unitario (centralización política territorial)

Estado Federal (descentralización política territorial)

 

Poder/Población:

Estado Democrático (reconocimiento de dignidad, libertad y dd. del hombre)

Estado Autoritario (restricción)

Estado Totalitario (negación)

 

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Totalitarismo - Democracia

 

La forma de Estado, con relación al territorio, habitualmente se determina por las características del mismo. Los países de gran extensión territorial -como el nuestro- suelen elegir la forma federal; los países de poca superficie -como Uruguay- o de territorio montañoso -como Chile-, suelen preferir la forma unitaria. En ambos casos, por motivos operativos y de comunicación interna.

 

En cambio, la forma de Estado, con relación a la población, implica un modo o estilo de convivencia política, que responde a los principios filosóficos o pautas ideológicas, de quienes han influido en su conformación. Para una mejor comprensión, conviene comenzar el análisis por el totalitarismo, que es la antítesis de la forma democrática. La fórmula de Mussolini para definir el fascismo, resume adecuadamente la concepción totalitaria: todo en el Estado, todo para el Estado, nada fuera del Estado.

En un régimen totalitario, los más importantes ámbitos de la vida personal y social quedan bajo la jurisdicción absoluta del Estado: la economía, la educación, la cultura, el trabajo, los medios de comunicación.

 

Otra forma de Estado no democrática, es la autoritaria, que restringe los derechos y la libertad de los ciudadanos, pero no llega a absorber totalmente la vida humana, ni avasallar completamente la dignidad de la persona. Habitualmente, esta forma de Estado es transitoria, pues, o da lugar a un sistema democrático, o deriva en el totalitarismo.

Un ejemplo de Estado autoritario -que hemos conocido en la Argentina-, es el régimen de facto, instituido por un golpe de estado, que suspende la vigencia de la Constitución, y proscribe los partidos políticos. Al cabo de unos años, el mismo gobierno autoritario convoca a elecciones, en base a la Constitución, ya sea con el texto anterior de la misma, o reformada, y entrega el poder a los gobernantes electos.

 

Con respecto a la forma democrática de Estado, digamos que no debe confundirse con la forma democrática de gobierno, a la que luego nos referiremos. El Estado es democrático, cuando el hombre y los grupos sociales, quedan situados dentro de la sociedad política en una forma de convivencia libre, que asegura su dignidad, su libertad y sus derechos fundamentales.

 

Esta forma de Estado, es compatible con diversas formas de gobierno. Como aclara Pablo VI, en Carta a la Semana Social de Francia (2-7-1963):

“La democracia que la Iglesia aprueba está menos ligada a un régimen político determinado que a las estructuras de las que dependen las relaciones entre el pueblo y el poder en la búsqueda de la prosperidad común.”

 

Por su parte, Pío XII, en “Benignitas et humanitas”, advierte que: “la democracia, entendida en un sentido amplio, admite distintas formas y puede tener su realización tanto en las monarquías como en las repúblicas...”.

 

Se debe advertir que no siempre las formas de Estado -en cuanto al elemento humano o población-, se reflejan en la Constitución vigente, por eso la clasificación de un régimen político determinado no depende únicamente de las formalidades jurídicas, sino de la manera concreta de ejercer el poder.

 

 

Formas de gobierno

 

Aunque existen distintas maneras de clasificar las formas de gobierno, sigue siendo útil -por su sencillez- el criterio numérico para distinguir las formas de gobierno, según que el gobernante sea: uno sólo (monarquía), varios ( aristocracia), o muchos (república).

Aristóteles conjugó esta clasificación cuantitativa, con un criterio cualitativo, atendiendo al fin para el cual el gobernante ejerce el poder. Así, las formas citadas integran la categoría de puras o justas, en las que el gobernante ejerce el poder buscando el bien común.

Cada una de esas tres formas puras, se convierte en impura o injusta, cuando el fin perseguido por el gobernante es un bien particular (propio, de una clase, de un partido). Así, la monarquía se transforma en tiranía, la aristocracia en oligarquía, y la república en democracia.

Podemos ver mejor esta clasificación en un cuadro:

________________________________

FORMAS DE GOBIERNO

(Quién ejerce el poder)

 

Uno Monarquía (forma pura) Tiranía (forma impura)

 

Varios Aristocracia (forma pura) Oligarquía (forma impura)

 

Muchos República (forma pura) Democracia (forma impura)

_____________________________

 

La inclusión de la democracia entre las formas impuras, puede llamar la atención, puesto que habitualmente, incluso por quienes usan esta misma clasificación, suele ser considerada una forma justa -y hasta la única aceptable-, denominando a la forma injusta “demagogia”. Hemos preferido mantener las denominaciones que se usaron hasta el Renacimiento, y son las que figuran en las obras de Aristóteles[1] y de Santo Tomás[2].

 

6. Crítica de la democracia como forma de gobierno

 

Ya mostramos que la Iglesia no tiene objeción que hacer a la democracia, como forma de Estado. Pero la forma democrática de gobierno, tal como la pensaron sus promotores en el mundo moderno -Rousseau, Stuart Mill, Montesquieu- está basada en el mito de la soberanía del pueblo. En el módulo 7 expusimos la crítica científica a dicha concepción, así como la posición negativa de la Iglesia.

 

Recordemos ahora, la enseñanza de San Pío X, que en “Notre charge apostolique”, nos alerta que la Iglesia:

“Ha condenado una democracia que llega al grado de perversidad que consiste en atribuir en la sociedad la soberanía al pueblo.”

 

En cambio, la forma republicana de gobierno no merece ninguna objeción, ni desde el punto de vista científico, ni desde el enfoque doctrinario. La caracterización de esta forma de gobierno se describe habitualmente por los siguientes elementos:

 

a) división de funciones;

b) elección de los gobernantes;

c) periodicidad en el ejercicio del gobierno;

d) publicidad de los actos de gobierno;

e) responsabilidad por dichos actos;

f) igualdad de los ciudadanos ante la ley.

 

El vocablo “democracia” es ambiguo, pues existen diversidad de opiniones entre los autores, sumado a la confusión en que suele incurrirse entre los conceptos de democracia como forma de Estado, república y forma democrática de gobierno. No obstante, la Iglesia prefiere no rechazar de plano una denominación, que es utilizada habitualmente con sentido positivo, como una tendencia contraria al monopolio del poder.

Por eso, Pío XII, en “Benignitas et humanitas”, detallaba los derechos del ciudadano que caracterizan a una sana democracia:

a) manifestar su propio parecer sobre los deberes y los sacrificios que le son impuestos;

b) no estar obligado a obedecer sin haber sido escuchado.

 

Medio siglo después, Juan Pablo II, actualizó estas condiciones:

“La Iglesia aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica.” (CA, 46)

 

Además, aclara que una auténtica democracia es posible solamente sobre la base de una recta concepción de la persona humana. Y advierte que:

“Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia.”(CA, idem)

 

 

7. La participación política

 

El aspecto más importante del funcionamiento de la sociedad política, es la selección de quienes ocuparán el gobierno del Estado. En el mundo contemporáneo, en todos los Estados democráticos, la selección mencionada se realiza a través de los partidos políticos. Éstos son agrupaciones de ciudadanos, que buscan apoyo social para competir por el poder y participar en la conducción del Estado.

El Concilio Vaticano II reconoció que:

“Es perfectamente conforme con la naturaleza humana que se constituyan estructuras político-jurídicas que ofrezcan a todos los ciudadanos, sin discriminación alguna y con perfección creciente, posibilidades efectivas de tomar parte libre y activamente en la fijación de los fundamentos jurídicos de la comunidad política, en el gobierno de la cosa pública, en la determinación de los campos de acción y de los límites de las diferentes instituciones y en la elección de los gobernantes.” (GS, 75)

 

No obstante, la crítica al sistema de partidos es generalizada. Los Obispos argentinos han señalado que: “Los partidos políticos se están desdibujando. No se percibe en ellos una adecuada y clara escala de valores que los rijan. Han dejado de ser escuela de civismo para sus adherentes e instrumento de selección de los mejores y los más aptos para la consecución de los cargos públicos.” (12-5-01)

Lo más grave, en el caso argentino, es que la reforma de la Constitución Nacional, en 1994, les concedió a los partidos el monopolio de la representación política, lo que facilita la partidocracia: situación en que las decisiones estatales se subordinan a la conveniencia circunstancial de los dirigentes de los partidos más influyentes.

 

Entonces, más que nunca, debe recordarse la obligación moral que señala el Catecismo: “Los ciudadanos deben cuanto sea posible tomar parte activa en la vida pública” (Nº 1915). Pero, quien ha insistido con severidad en dicha obligación, es el Papa Juan Pablo II:

“...los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación en la política...todos y cada uno tienen el derecho y el deber de participar en la política...”. Agrega que, las dificultades y riesgos que puedan existir en la acción política, “no justifican lo más mínimo ni la ausencia ni el escepticismo de los cristianos en relación con la cosa pública.” (CL, 42)

 

Aun más, la Constitución Gaudium et Spes, señala que: “La Iglesia alaba y estima la labor de quienes, al servicio del hombre, se consagran al bien de la cosa pública y aceptan las cargas de este oficio” (GS, 75)

 

8. Doctrina del mal menor

 

La forma de participación en la vida cívica, que compete a todos los ciudadanos, es la de votar en las elecciones para determinar quienes serán los gobernantes. Pues bien, el voto es un derecho y un deber, que obliga en conciencia, como lo señalan el Catecismo (Nº 2240) y la Constitución Gaudium et Spes (Nº 75). Únicamente en casos muy graves y excepcionales, puede justificarse la abstención o el voto en blanco.

 

Debido a la cantidad de partidos existentes en la Argentina, es casi imposible que no se presente ningún partido, que tenga una plataforma compatible con los principios doctrinarios. Mucho más difícil aún es que no haya ningún candidato que reúna condiciones mínimas de capacidad y honestidad. Entonces, aunque no nos satisfaga el panorama de la política nacional, y aunque no encontremos ningún partido y ningún candidato que despierten nuestra adhesión plena, debemos practicar la antigua doctrina cristiana del mal menor, vinculada al tópico de la tolerancia del mal.

 

La doctrina enseña que, entre dos males, se puede elegir, o permitir, el menor. No quiere decir esto que alguna vez sea lícito “hacer” un mal, considerado menor frente a otro. Quiere decir, que frente a determinadas circunstancias, es lícito “permitir” que otros hagan un mal pues éste se considera menor al que se seguiría con una actitud intolerante (Encíclica “Libertas”, nº 23).

En el caso concreto de una elección presidencial, al votarse por un candidato considerado mal menor, no se está haciendo un mal menor, sino permitiendo el acceso a la Presidencia de alguien que posiblemente, según sus antecedentes y los antecedentes de sus competidores, realizará una gestión menos perjudicial para el bien común.

 

La tolerancia al mal, es un postulado de la prudencia política. Por eso, no está de más recordar a nuestro patrono Santo Tomás Moro, ejemplo de político prudente, que fue proclamado por Juan Pablo II: “Patrono de los gobernantes y de los políticos”. Precisamente, en su libro “Utopía” nos ha dejado dos consejos a los políticos, que resumen adecuadamente la doctrina del mal menor:

 

“Si no conseguís todo el bien que os proponéis, vuestros esfuerzos disminuirán por lo menos la intensidad del mal.”

 

“La imposibilidad de suprimir enseguida prácticas inmorales y corregir defectos inveterados no vale como razón para renunciar a la función pública. El piloto no abandona su nave en la tempestad, porque no puede dominar los vientos.”

 

9. Comunidad internacional

 

A diferencia del mundo animal que está dividido en numerosas familias y especies, que con frecuencia se persiguen sin compasión, los hombres están metafísicamente unidos, a pesar de sus diferencias de raza y nacionalidad, por la misma naturaleza humana. A la naturaleza humana común a todos los hombres acompaña la ordenación de toda la humanidad a los mismos valores espirituales y morales. La realización de estos valores necesita la colaboración de todos los pueblos y culturas en el plano internacional. Todo el orbe de la tierra, enseña Francisco de Vitoria, es, en cierto modo, una sola comunidad.

 

Pío XII destacaba que el bien común y el fin esencial de cada Estado “no pueden ni existir ni ser pensados sin su intrínseca relación con la unidad del género humano” (24-12-1951). Puesto que Dios dio originariamente los bienes de la tierra a toda la familia humana y no a determinados pueblos y hombres, la humanidad constituye también una unidad solidaria desde el punto de vista económico.

 

El bien público internacional se limita a los valores y a los servicios que los Estados aislados no pueden producir por sus propias fuerzas, y comprende los siguientes elementos:

 

La paz entre los Estados, y consiguientemente entre los pueblos. Esta paz no es posible, si no existe un determinado orden internacional, definido en común, y garantizado por procedimientos adecuados.

Cierta coordinación de lo diferentes Estados, de manera que cada pueblo pueda recibir de los otros, a condición de reciprocidad, los productos y servicios que le falten.

Cierta coalición de esfuerzos, con miras a la obtención de determinados fines de interés común: servicios públicos internacionales, combate al delito y al terrorismo, turismo, control de fenómenos naturales, etcétera.

 

El bien común internacional solamente puede lograrse con la creación de una autoridad pública, establecida con el consentimiento de todos los Estados, y no impuesta por los más poderosos. La Organización de las Naciones Unidas, representa un primer paso para la constitución de una autoridad mundial; precisamente, uno de los factores negativos de esta institución, creada por los vencedores de la II Guerra Mundial, es que las cinco grandes potencias se reservaron el derecho de veto en el Consejo de Seguridad, lo que impide la solución rápida y justa de muchos problemas.

 

Otra dificultad, que se presenta a menudo, es que la incorrecta interpretación del concepto de soberanía, frena las iniciativas de acción solidaria que implican la injerencia en asuntos originados dentro de un Estado. Al respecto, Juan Pablo II ha advertido que:

“Los principios de la soberanía de los Estados y de la no-injerencia en sus asuntos internos -que conservan todo su valor- no pueden, sin embargo, constituir una pantalla detrás de la cual se tortura y se asesina” (Discurso, 16-1-1993).

 

(Preparado por el CENTRO DE ESTUDIOS CÍVICOS)