Por Juan F. Marguch
La salud de los que mandan suele ser el secreto mejor guardado de una nación. El trascendido de la enfermedad grave de un rey, un presidente o un primer ministro puede provocar graves alteraciones políticas, amén de causar pánico o impulsar especulaciones que alteren el comportamiento de una economía.
En el siglo 20, la salud de los gobernantes y de eventuales candidatos pasó a ser un objetivo fundamental del espionaje y del contraespionaje. Richard Nixon utilizó de manera despiadada una historia clínica de George McGovern, quien tuvo asistencia psiquiátrica en su juventud, para destruir su candidatura en la campaña presidencial de 1972. Stalin hizo un uso perfecto en Yalta de la información, recogida por sus servicios secretos, acerca de las enfermedades que padecían Franklin Delano Roosevelt y Winston Churchill.
¿Hasta qué punto es lícito –más aun, ético– mantener ese secreto, que tiene mucho de estafa contra el electorado, al que se convoca a votar por un hombre que ya no está en la plenitud de sus medios intelectuales y tarde o temprano será convertido en instrumento de camarillas que, por cierto, no recibieron mandato del pueblo para tomar decisiones que pueden modificar el rumbo de una nación?
Adolfo Hitler, envenenado durante años por su médico, el charlatán Theodore Morell, fue un caso paradigmático. Hacia el final del Tercer Reich, el médico mantuvo en pie al Führer, cuyo equilibrio emocional se destruía de hora en hora, al tiempo que crecían sus pulsiones homicidas. Le administraba varias inyecciones diarias, cuya fórmula contenía, entre otros alucinógenos y tóxicos, atropina, barbitúrico de sodio, testosterona, cafeína, belladona, Escherichia coli, dihidroxicodeína, cocaína (como gotas oftálmicas), anfetaminas y metaanfetamina...
La arterioesclerosis ha sido una enfermedad harto frecuente en la historia: Lenin fue aniquilado por ella a sus 54 años; Roosevelt, Churchill y Franco también la padecieron, y bien se conocen sus efectos sobre la lucidez.
Otros casos son más patéticos, como el del dictador turco Kemal Ataturk, destruido por la sífilis y el alcoholismo, cuyos años finales estuvieron signados por una bruma de la razón, tanto que todas sus disposiciones tomadas durante la tarde y la noche carecían de valor legal, porque a esas horas estaba mentalmente perdido.
De Menajem Beguin y Yitzhak Shamir se afirmaba que los poderosos medicamentos que se les administraban solían producir en ellos estallidos de violencia que a veces se transformaron en órdenes riesgosas para el mantenimiento de la precaria paz en Medio Oriente. Y los corticoides que se inyectaban a John Fitzgerald Kennedy (JFK) para atenuar los terribles dolores que padecía en la columna vertebral, como consecuencia de las heridas sufridas durante la Segunda Guerra Mundial, alteraban tanto su equilibrio emocional como su aspecto.
De efectos desastrosos eran las dosis masivas de anfetaminas que le inyectaba su médico personal, el doctor Max Jacobson, que trataba iatrogénicamente su enfermedad de Addison, que degrada en forma irreversible el sistema inmunológico. La matrícula profesional del doctor Jacobson fue cancelada en 1975.
Su padecimiento de Addison fue uno de los secretos mejor guardados de la vida de Kennedy. De haber sido conocido por la opinión pública, es difícil que hubiese sido nominado candidato. Dos semanas después de su asesinato en Dallas, su hermano Robert hizo desaparecer de los archivos de la Casa Blanca toda la documentación relacionada con las enfermedades de JFK, quien también sufría de sífilis y blenorragias, las que se contagiaba en forma constante por la legendaria promiscuidad sexual de los Kennedy, padre e hijos.
El caso extremo. Seguramente, el caso extremo de subordinar el interés nacional e internacional al partidario, mediante el ocultamiento al electorado del grave deterioro de la salud de un candidato, fue el protagonizado precisamente por Franklin Delano Roosevelt (FDR) en las elecciones del 4 de noviembre de 1944, hace hoy 65 años.
Los Estados Unidos se hallaban inmersos en la Segunda Guerra; y Roosevelt, enfermo terminal, contendía por su cuarto mandato consecutivo (había ganado por demolición las elecciones de 1932, 1936 y 1940). En 1921, sufrió un ataque de poliomielitis que lo dejó parcialmente lisiado, pero esto no constituía ningún handicap, como lo demostró su histórica gestión presidencial de 1933/37, cuando rescató a su nación del marasmo en que había caído tras el colapso de Wall Street, en 1929.
Lo que sí se le ocultó al pueblo es que en 1944 padecía de hipertensión arterial y arteriosclerosis avanzada. Fue plebiscitado el 4 de noviembre de 1944 y los estadounidenses signaron así, sin saberlo, el destino aciago de los pueblos de Europa oriental durante varias décadas.
No por azar, después de su muerte se incorporó a la Constitución de los Estados Unidos la enmienda que prescribe que un presidente sólo puede ejercer sus funciones durante dos mandatos consecutivos de cuatro años.
Cuando Josef Stalin, Churchill y Roosevelt se reunieron en Yalta (del 4 al 11 de febrero de 1945), a FDR le quedaban apenas dos meses de vida. Su salud ya era agonía (moriría el 12 de abril). El dilatado viaje entre Washington y Crimea la agravó.
Edward J. Stettinius Jr., secretario de Estado norteamericano por esos días, apunta en sus memorias: “Desde el 20 de enero (de 1945), yo había estado muy preocupado por la salud del presidente, cuando pronunció un discurso en la Casa Blanca. Aquel día temblaba de pies a cabeza. No sólo sus manos temblaban, sino todo su cuerpo”.
Tampoco era promisorio el aspecto de Harry Hopkins, su principal asesor: “Estaba tan débil que era extraordinario que demostrase tanta actividad. Aguantó dificultosas y cansadoras conferencias gracias al café, cigarrillos, una minúscula cantidad de alimentos y fuerza de voluntad. Al llegar a Yalta, estaba tan fatigado que la mayor parte del tiempo se la pasó recluido en la cama, excepto cuando Roosevelt, Churchill y Stalin tomaban parte en las sesiones”.
El presidente y su asesor, valetudinarios ambos, tendrían en Yalta una actuación decisiva, que durante medio siglo condenó a indecibles sufrimientos a la mayoría de los pueblos del oriente europeo.
Stalin poseía ideas claras de la rediagramación del continente al término de la contienda. Ya a principios de diciembre de 1941, dijo al canciller británico Anthony Eden que deseaba una frontera ruso-polaca basada en la llamada “línea Curzon”; una parte de Finlandia y de Hungría y todos los estados bálticos deberían ser incorporados a la Unión Soviética; Austria sería restaurada como estado independiente pero neutral; Alemania debería ser disgregada, creándose o recreándose pequeños estados, como Baviera; Prusia Oriental sería entregada a Polonia; los Sudetes pasarían a dominio de Checoslovaquia; Albania se transformaría en un Estado independiente; Yugoslavia vería restablecido su territorio e incrementado con alguna región que se tomaría de Italia; Alemania pagaría las indemnizaciones de guerra con fábricas y utillaje, no en metálico.
Si se observa cómo quedó diseñado el mapa europeo de la segunda posguerra, se deduce con facilidad quién impuso todo su criterio. El más sano de los tres.
Claudicación atribuible a la candidez y a la declinante lucidez de un presidente quebrado por su avanzada enfermedad, cuya obstinación en el error fue superior a la inteligencia y los temores de su aliado británico. FDR moriría de un derrame cerebral a los 63 años, pues, como Lenin, sufría de arterioesclerosis e hipertensión arterial (18,5 de máxima y 10,5 de mínima, y con un pico de 30 y 17 en la tercera ronda de las conversaciones).
Ese hombre no estaba en condiciones de discutir el destino de decenas de millones de seres humanos; ni siquiera de hacer un viaje tan agotador para ir al pie de un astuto dictador.
Por cierto, los entornos familiar y político de FDR sabían que no estaba en condiciones de afrontar las responsabilidades de un cuarto mandato, aunque el final de la barbarie nazi se percibía ya en el horizonte del mundo. Su decadencia física y mental era alarmante, pero pudieron ocultarla al pueblo.
El Partido Demócrata lo necesitaba para retener el poder, porque carecía de un dirigente capaz de encabezar una boleta electoral presidencial. La degradación de su salud lo exiliaba cada vez más de la realidad: pensaba que acceder a las reivindicaciones del dictador georgiano era el mejor camino para restaurar la democracia en la Unión Soviética.
Millones de personas, dos generaciones enteras del oriente de Europa, pagaron con su libertad, y centenares de millares de ellos con sus vidas, el funesto error de un hombre hundido en la muerte lenta de su cerebro.
La Voz del Interior, 4-11-09