Mario Meneghini*
Desde hace un tiempo
se ha extendido la preocupación por la supuesta pérdida o disminución de la
soberanía de los estados nacionales.
Se parte de un error
conceptual, pues la soberanía no es otra cosa que la cualidad del poder estatal
que consiste en ser supremo en un territorio determinado y no depender de otra
normatividad superior. No es susceptible de grados. Existe o no. Por lo tanto,
carece de sentido mencionar la “disminución” de soberanía de los estados
contemporáneos.
Lo que puede
disminuir o incrementarse es el poder propiamente dicho, es decir, la capacidad
efectiva de hacer cosas, de resolver problemas e influir en la realidad. Entonces,
lo que nos debe interesar es si existe el Estado argentino, pues si no es así,
obviamente resulta superfluo pretender “defender” o “recuperar” la soberanía.
Sostiene Marcelo
Sánchez Sorondo que todo Estado incluye un gobierno, pero no todo gobierno
implica que exista un Estado.
El Estado es una
entidad jurídico-política que surge recién en una etapa de la civilización,
como complejo de organismos, al servicio del bien común. Supone una
delimitación explícita del poder discrecional. Si un gobernante puede afirmar
“el Estado soy yo”, queda demostrada la inexistencia del Estado. Pues la
hipertrofia del poder personal, sin frenos, es un síntoma de la ausencia de un
Estado.
El gobierno no
encuadrado en un Estado es errático y caprichoso; sirve únicamente para el
enriquecimiento y la influencia individual de los gobernantes, que no pueden
lograr el funcionamiento eficaz de la estructura gubernamental.
De allí la paradoja
de culpar al Estado de todos los problemas, cuando el origen de los problemas
es la ausencia del Estado.
Tres funciones.
En síntesis, la
Argentina no tiene Estado; sólo gobiernos. Más allá de las formalidades
constitucionales y del tipo de gobierno establecido, puede definirse al Estado
como el órgano de síntesis, previsión y mando de una sociedad territorialmente
delimitada, que procura el bien común.
Es decir que sólo
puede calificarse de Estado a aquel que cumple las tres funciones básicas
señaladas.
1) La función de
síntesis. La unidad social es el resultado de la interacción de las
diversas fuerzas sociales constitutivas, síntesis en constante elaboración por
los cambios que se producen en los grupos y en el entorno.
La superación de los
antagonismos internos no surge de manera espontánea; es el resultado de un
esfuerzo consciente por afianzar la solidaridad sinérgica a cargo del Estado.
El poder estatal
tendrá legitimidad en la medida en que cumpla dicha función, garantizando la
concordia política.
2) La función de
planeamiento. El Estado centraliza la información que le llega de los
grupos sociales, recopila sus problemas, necesidades y demandas.
Con mayor o menor
intensidad, según el modelo gubernamental elegido, es en el marco del Estado
donde debe realizarse el planeamiento global que establezca las metas y las
prioridades en el proceso de desarrollo integral de la sociedad.
Por cierto que la
autoridad pública no debe realizar todo por sí misma, pero mediante el
planeamiento debe animar, estimular, coordinar, suplir e integrar la acción de
los individuos y de los cuerpos intermedios.
3) La función de
conducción. La esencia de la misión del Estado es el ejercicio de la
autoridad pública. La facultad de tomar decisiones definitivas e inapelables
está sustentada en el monopolio del uso de la fuerza y se condensa en el
concepto de soberanía.
El gobernante posee
una potestad suprema, en su orden, pero no indeterminada ni absoluta. El poder
se justifica en razón del fin para el que está establecido y se define por este
fin: el bien común temporal.
Si un Estado no
posee, en acto, estas tres funciones, ha dejado de existir como tal o ha
efectuado una transferencia de poder en beneficio de organismos supraestatales
o de actores privados, o de otro Estado.
Esta es,
precisamente, la situación argentina desde hace cuatro décadas, en que quedaron
afectadas las tres funciones básicas.
Acentuando la crisis,
el actual Gobierno nacional ha debilitado todas las instituciones, impedido el
federalismo y exacerbado la concentración del poder en una sola persona.
En conclusión, si es
correcto el análisis, la prioridad absoluta consiste en restaurar el Estado y
procurar que actúe eficazmente al servicio del bien común.
Para ello, debe
encararse con seriedad la preparación de un proyecto nacional y la constitución
de equipos aptos para aplicarlo.
*Doctor en Ciencia
Política, miembro de Esperanza Federal.
La Voz del Interior,
25-10-12