Monseñor Luca Bressan
vicario episcopal
para la Cultura ,
la Caridad , la Misión y la Acción Social de la Archidiócesis de
Milán, Italia.
La aprobación por el
Senado del proyecto de ley anticorrupción, hace unos días, es un acontecimiento
que merece ser subrayado, inscrito como está en un contexto político que ya
desde hace meses transmite señales de malestar y lentitud en asumir
comportamientos adecuados a la crisis (no sólo económica, sino expresión de una
más amplia dificultad cultural) con la que se está midiendo la población,
italiana pero no solo. Es una señal positiva de la manifestación de una
voluntad de renovación que merece ser animada.
Es necesario que la
política vuelva a asombrarnos más a menudo, mostrándonos tener voluntad y
capacidad adecuadas para recuperar aquella madurez y aquel crédito necesarios
para la guía del país, en un momento tan crítico.
Sin querer anticipar
juicios y respetando el justo trabajo de investigación y de comprobación de la
verdad que compete a la magistratura, los escándalos de las últimas semanas
pueden ser interpretados como la enésima señal de una política que ha perdido
su vocación originaria: ser el instrumento que permite, a través del buen
gobierno, la custodia y la defensa del bien común, y sobre todo la tutela de
los derechos de los más débiles.
El fenómeno de una
corrupción cada vez más amplia, como también las trazas de infiltraciones de
una criminalidad organizada cada vez más extendida en todo el país, hay que
leerlos no solo como signo del debilitamiento del código de moralidad de
actores individuales de la política (señal de una degradación moral a condenar
y combatir), sino más profundamente como el timbre de alarma que anuncia el
grave estado de crisis del sistema político en su conjunto (señal de una
degradación aún más grave y sistémica).
Por un lado, la
elección para algunos casi obligada de hacer de la política sobre todo una
profesión, dado el alto índice de competencia exigido; y por otro el haber
hecho coincidir cada vez más la esfera de la política con la acción de los
partidos, han desencadenado en los hechos una espiral de delegación de todo lo
que es construcción del tejido social y cuidado del bien común a un sector
autónomo, que poco a poco se ha construido como un mundo aparte,
autorreferencial y cada vez menos sujeto a reglas y controles. Nuestra vida
social cotidiana se ha visto así privada de un bien esencial: la capacidad y la
voluntad de cada uno de interesarse por el bien de todos, colaborando de modo
amplio y gratuito a la construcción de una acción política que fuera el fruto
de la sociedad en su conjunto.
A tal empobrecimiento
de acción se corresponde un empobrecimiento de valores: del individuo, cada vez
menos capaz de reconocer sus responsabilidades personales en la construcción
del tejido social, y tentado de realizar una lectura de la dimensión social en
términos de pura utilidad o mero provecho; de la clase política, que poco a poco
ha interpretado su papel en términos corporativos, empeñada en la defensa de
los derechos de algunos grupos sociales y no interesada ya en custodiar,
sostener y transmitir los valores que están en la base de nuestra identidad
cultural y nacional.
En una palabra, se ha
perdido la capacidad de reconocer el bien común y los valores esenciales de la
persona humana como fundamento y cemento de nuestro vivir juntos; bien y
valores a tutelar y sostener con acciones políticas adecuadas.
El estado crítico de
la situación compromete a todos a una actitud de vigilancia. La Iglesia ha hecho suya esta
postura desde hace tiempo: lo confirman las palabras del presidente de la Conferencia Episcopal
Italiana (CEI), cardenal Angelo Bagnasco, el pasado 24 de septiembre; lo
confirman las palabras de los arzobispos de Milán: cardenales Angelo Scola, en
el discurso de san Ambrosio, el pasado mes de diciembre; y DionigiTettamanzi
que en la misma cita ya en 2007 invitaba a revisar nuestros estilos de vida
para que no disminuyera el “solidarismo ambrosiano”, mientras invitaba a la
clase política de entonces a tener "conciencia moral, rectitud en el
actuar, gestión correcta del dinero público". Emblemática al respecto es
la iniciativa del decanato de Legnano.
Sobre todo, en este momento
la Iglesia
ambrosiana se propone intensificar su esfuerzo educativo. Cada cristiano, en un
momento tan delicado, debe ser educado en sentir de un modo aún más fuerte la
responsabilidad que tiene hacia todos los hombres, sus hermanos, en la
construcción con ellos del tejido social, y en la custodia del bien común.
Cada cristiano tiene
el deber de contribuir con sus propias energías a la construcción de una acción
política buena.
Los cristianos
directamente empeñados en política, con mayor razón. Lo ha recordado
recientemente nuestro arzobispo, cuando --en la lección inaugural de la Escuela Diocesana
de Formación Social y Política- habló de la "necesidad de una nueva
cultura política, en la que puedan formarse sujetos sociales capaces de vida
buena y de amistad cívica, necesarias en la actual sociedad plural.
MILÁN, domingo 21
octubre 2012 (ZENIT.org).-
QUE LOS CRISTIANOS
CONTRIBUYAN A CONSTRUIR UNA POLÍTICA BUENA
Monseñor Luca Bressan
vicario episcopal
para la Cultura ,
la Caridad , la Misión y la Acción Social de la Archidiócesis de
Milán, Italia.
La aprobación por el
Senado del proyecto de ley anticorrupción, hace unos días, es un acontecimiento
que merece ser subrayado, inscrito como está en un contexto político que ya
desde hace meses transmite señales de malestar y lentitud en asumir
comportamientos adecuados a la crisis (no sólo económica, sino expresión de una
más amplia dificultad cultural) con la que se está midiendo la población,
italiana pero no solo. Es una señal positiva de la manifestación de una
voluntad de renovación que merece ser animada.
Es necesario que la
política vuelva a asombrarnos más a menudo, mostrándonos tener voluntad y
capacidad adecuadas para recuperar aquella madurez y aquel crédito necesarios
para la guía del país, en un momento tan crítico.
Sin querer anticipar
juicios y respetando el justo trabajo de investigación y de comprobación de la
verdad que compete a la magistratura, los escándalos de las últimas semanas
pueden ser interpretados como la enésima señal de una política que ha perdido
su vocación originaria: ser el instrumento que permite, a través del buen
gobierno, la custodia y la defensa del bien común, y sobre todo la tutela de
los derechos de los más débiles.
El fenómeno de una
corrupción cada vez más amplia, como también las trazas de infiltraciones de
una criminalidad organizada cada vez más extendida en todo el país, hay que
leerlos no solo como signo del debilitamiento del código de moralidad de
actores individuales de la política (señal de una degradación moral a condenar
y combatir), sino más profundamente como el timbre de alarma que anuncia el
grave estado de crisis del sistema político en su conjunto (señal de una
degradación aún más grave y sistémica).
Por un lado, la
elección para algunos casi obligada de hacer de la política sobre todo una
profesión, dado el alto índice de competencia exigido; y por otro el haber
hecho coincidir cada vez más la esfera de la política con la acción de los
partidos, han desencadenado en los hechos una espiral de delegación de todo lo
que es construcción del tejido social y cuidado del bien común a un sector
autónomo, que poco a poco se ha construido como un mundo aparte,
autorreferencial y cada vez menos sujeto a reglas y controles. Nuestra vida
social cotidiana se ha visto así privada de un bien esencial: la capacidad y la
voluntad de cada uno de interesarse por el bien de todos, colaborando de modo
amplio y gratuito a la construcción de una acción política que fuera el fruto
de la sociedad en su conjunto.
A tal empobrecimiento
de acción se corresponde un empobrecimiento de valores: del individuo, cada vez
menos capaz de reconocer sus responsabilidades personales en la construcción
del tejido social, y tentado de realizar una lectura de la dimensión social en
términos de pura utilidad o mero provecho; de la clase política, que poco a poco
ha interpretado su papel en términos corporativos, empeñada en la defensa de
los derechos de algunos grupos sociales y no interesada ya en custodiar,
sostener y transmitir los valores que están en la base de nuestra identidad
cultural y nacional.
En una palabra, se ha
perdido la capacidad de reconocer el bien común y los valores esenciales de la
persona humana como fundamento y cemento de nuestro vivir juntos; bien y
valores a tutelar y sostener con acciones políticas adecuadas.
El estado crítico de
la situación compromete a todos a una actitud de vigilancia. La Iglesia ha hecho suya esta
postura desde hace tiempo: lo confirman las palabras del presidente de la Conferencia Episcopal
Italiana (CEI), cardenal Angelo Bagnasco, el pasado 24 de septiembre; lo
confirman las palabras de los arzobispos de Milán: cardenales Angelo Scola, en
el discurso de san Ambrosio, el pasado mes de diciembre; y DionigiTettamanzi
que en la misma cita ya en 2007 invitaba a revisar nuestros estilos de vida
para que no disminuyera el “solidarismo ambrosiano”, mientras invitaba a la
clase política de entonces a tener "conciencia moral, rectitud en el
actuar, gestión correcta del dinero público". Emblemática al respecto es
la iniciativa del decanato de Legnano.
Sobre todo, en este momento
la Iglesia
ambrosiana se propone intensificar su esfuerzo educativo. Cada cristiano, en un
momento tan delicado, debe ser educado en sentir de un modo aún más fuerte la
responsabilidad que tiene hacia todos los hombres, sus hermanos, en la
construcción con ellos del tejido social, y en la custodia del bien común.
Cada cristiano tiene
el deber de contribuir con sus propias energías a la construcción de una acción
política buena.
Los cristianos
directamente empeñados en política, con mayor razón. Lo ha recordado
recientemente nuestro arzobispo, cuando --en la lección inaugural de la Escuela Diocesana
de Formación Social y Política- habló de la "necesidad de una nueva
cultura política, en la que puedan formarse sujetos sociales capaces de vida
buena y de amistad cívica, necesarias en la actual sociedad plural.
MILÁN, domingo 21
octubre 2012 (ZENIT.org).-