viernes, 3 de mayo de 2013

UNA COSA ES EL PATRIOTISMO Y OTRA COSA ES EL NACIONALISMO




Cosme Beccar Varela



No debe confundirse el patriotismo con el nacionalismo. “Patriotismo” viene de “patres”, o sea, es el amor a la tierra de nuestros padres. Forma parte del sentimiento filial y es tan natural como el amor a los padres y como tal, es tierno y sereno y está siempre unido a la Justicia. No da lugar a exaltaciones irracionales que pasan por encima de aquella ni puede ser confundido con el egoísmo, ni con la egolatría, ni se sirve con agresividad, ni excluye la amistad con otras “patrias”, sin formar bloques beligerantes.

Tampoco puede servir de fundamento a un Estado totalitario, ni a un poder demagógico, sino que pide ser gobernado por una Autoridad paternal equitativa y honrada. Ninguna Autoridad paternal roba a sus súbditos así como tampoco un padre le roba a sus hijos sino que, por el contrario, trabaja y lucha para dejarles un patrimonio tan grande como le sea posible en legitima herencia.

El patriotismo es una obligación moral inviolable. “La ley natural nos impone -enseñaba León XIII en su Encíclica “Sapientiae Christianae”- la obligación de amar especialmente y defender el país en que hemos nacido y en que hemos sido criados, hasta el punto de que todo buen ciudadano debe estar dispuesto a arrostrar incluso la misma muerte por su patria…” (Doctrina Pontificia. Documentos Políticos. Edición BAC, pág. 267).

¡Ojalá los argentinos y especialmente los militares de todas las FFAA y de Seguridad que todavía quedan, recordaran y cumplieran con este deber! ¡Qué triste es ver que el desamor por la Patria la ha dejado caer en manos de la tiranía de los rufianes marxistas-peronistas-ladrones y otros crápulas que la oprimen y degradan!

Es desolador ver la otrora famosa Buenos Aires en manos de gente ordinaria y de mal gusto, filo-peronistas y ladrones, sin respeto alguno por sus tradiciones ni por su fisonomía, que la van demoliendo y desfigurando poco a poco. Para ir de un lado al otro por esta ciudad hay que sortear ruinas y piquetes y canteras de obras innecesarias, de duración interminable y de costos faraónicos que se prestan a mil malversaciones.

Un pueblo patriota hace rato que hubiera echado a patadas a los tiranos nacionales y a los pequeños sátrapas provinciales y de la Ciudad que como sanguijuelas succionan la mayor parte de sus recursos mientras la gente sufre mil carencias y desamparos.

Lo que pasa es que han substituido el patriotismo por el nacionalismo, que es otra cosa. El nacionalismo es muy distinto al sentimiento filial y sereno que caracteriza al patriotismo. Es una pasión febril que idolatra al Estado al que identifica con la Nación. Es esencialmente pagano, demagógico, igualitario y una especie de “comodín” que sirve para sostener cualquier ideología.

Leí hace poco una biografía del gran canciller austríaco Engelbert Dollfuss, un estadista de ideas católicas y tradicionalistas que gobernó su país desde Febrero de 1932 hasta el 25 de Julio de 1934, día en que fue asesinado por los nazis a las órdenes de Hitler a cuyos intentos de anexión de Austria se oponía valientemente Dollfuss. Fue escrita, pocas meses después del asesinato, por un noble alemán, Dietrich von Hildebrandt y contiene reflexiones sumamente interesantes, sobre todo porque son contemporáneas de la enorme conmoción nacionalista de la década de 1930/1939 en Europa que culminó con la horrorosa segunda guerra mundial.

Entre ellas me impresionaron las siguientes frases en las que con una gran simplicidad expone el origen del nacionalismo:

“La secularización de Europa preparada mucho antes, halló entonces (al producirse la revolución francesa de 1789) su expresión elemental. Solamente en un mundo liberado de Dios podía desplazarse el idealismo a un sentimiento nacional. Y la nación fue lo único que quedó por encima del todavía insatisfecho bienestar de la humanidad liberal. Es natural que este nacionalismo haya sido alimentado por las turbias fuentes del egoísmo colectivo. Puesto que todo idealismo que prescinda de Dios, se convierte necesariamente en egolatría egoísta inferior. Este nacionalismo moderno, tal como brota en el Discurso a la nación alemana de Fichte, en las poesías de Arndt y Körner, es un hijo perfectamente legítimo del liberalismo.  

Con fino instinto, pues, Metternich y la *Santa Alianza* se volvieron contra el mismo como contra un peligro revolucionario. Estaban impregnadas del mismo las asociaciones estudiantiles y las corporaciones; lo encontramos en toda Europa en la revolución de 1848. En Hungría, en Italia, en Francia y en Alemania la llamarada nacional sube ardiendo en estrecha unión con las tendencias liberales y democráticas.

“En Alemania, donde el nacionalismo prusiano neoalemán llegó a su pleno dominio en 1866 y 1870, no significaba el sacudimiento de un yugo extranjero sino el abandono definitivo de la antigua idea de Reich, la destrucción de la estructura federal de Alemania, el rompimiento con una gloriosa tradición milenaria. Implicaba la negación de la más profunda esencia propia, la subordinación y entrega de las partes católicas de Alemania al espíritu prusiano penetrado de protestantismo, la apostasía de la universalidad contenida en la esencia alemana” (“Engelbert Dollfuss, un estadista católico”, por Dietrich von Hildebrandt, Editorial Difusión, Buenos Aires).

Esta frase, escrita por un noble alemán en 1934, poco después del asesinato del gran canciller Dollfuss por los sicarios de Hitler que abrió el camino al inicuo “Anschluss”, la anexión violenta de Austria al Tercer Reich, vale tanto para entender el nacionalismo como concepto político, cuanto como testimonio de su origen histórico. Fue inventado por la revolución francesa para substituir el amor al rey, a las tradiciones y al universalismo católico de la Cristiandad. Los agitadores franceses de 1789 no dejaban de invocar a “la Nation” contra “les enemis de la Nation” y con ese lema en ristre emprendieron la conquista de Europa para el liberalismo bajo el mando de un aventurero corso.

En nombre del nacionalismo alemán Bismarck arrasó con los pequeños Estados alemanes, incluyendo a la grande y católica Baviera, y arrinconó al Imperio austrohúngaro quitándole su natural y benévolo liderazgo de todos los pueblos alemanes.

Después, Hitler y sus secuaces enloquecieron a los alemanes con sus “slogans” nacionalistas, demagógicos y estatistas. “¡Ein Volk, ein Reich, ein Führer!” rugía el “iluminado” líder ungido democráticamente por las masas, delante de multitudes gigantescas en perfecta formación.

Es decir,”!Un pueblo, un Estado, un Lider!” ululaba la masa en medio de una especie de liturgia democrática cuya exaltación la llevaba a borrar toda distinción entre los hombres para formar una conglomerado unánime mal llamado “pueblo”, emborrachado de “alemanidad” y seducido hasta la locura por un Jefe “democrático” (por más que los democráticos quieran negarlo), ungido por la “sagrada mayoría”.  Ya sabemos cómo terminó esa locura colectiva.

El bandolero Garibaldi, al servicio de la masonería y de la usurpadora Casa de Saboya, creó el “nacionalismo” italiano a sangre y fuego, sobre las ruinas de los Estados Pontificios y del Reino de Nápoles y Sicilia, ratificado después por votaciones fraudulentas.

Desde entonces el nacionalismo ha servido a toda clase de malas causas. Empezando por la peor de todas, la de los comunistas, que claman contra el “imperialismo yanqui”, sin dejar por eso de subyugar bajo la pata del oso soviético a los desgraciados países que caen en poder de sus agentes.

A Perón le sirvió para encumbrarse con el famoso “slogan” nacionalista “Braden o Perón”.

Lo triste del caso es que en la Argentina de los años 30 surgió un movimiento que se llamó “nacionalista” con las mejores intenciones patrióticas. Estaba integrado por jóvenes patriotas, inteligentes y en su mayoría, católicos. Eran una “elite” de primera categoría, muy superior a los liberales democráticos y a los de izquierda. Lucharon valientemente contra ellos, defendieron las tradiciones argentinas, se arriesgaron mil veces en lucha contra bandas de matones; escribieron brillantes artículos en interesantes periódico. A ese grupo pertenecen los mejores intelectuales argentinos.

Pero el nombre mal elegido con el que se designaron,”nacionalistas”, los contagió de los errores del nacionalismo europeo y sin darse cuenta cayeron en las redes de Perón que los usó para encumbrarse en el poder y crear el nefasto movimiento peronista que desde hace más de 60 años está destruyendo el país.

Varios de esos nacionalistas patriotas hubieran podido ser un Dollfuss y llevar a nuestra Patria a cumplir su vocación de grandeza tradicional y católica. Pero ninguno quiso asumir la responsabilidad de ser Autoridad, mientras que Perón no dudo en disfrazarse de “Führer” para tomar el poder. La misma nobleza de aquellos hombres los perdió y nos perdió a todos.

Hoy subsiste el nacionalismo por inercia, pero ya ni siquiera sirve para levantar a un líder. Está dividido en cien fracciones, casi todas teñidas de peronismo, y se niega a actuar políticamente para restaurar la Patria.

Entre el patriotismo, que es un amor efectivo a la Patria, sencillo, justo y diligente, y el nacionalismo, que es una ideología estatista y democrática, hay una gran diferencia. Y la mejor prueba de eso es que sigue habiendo muchos nacionalistas pero es imposible conseguir que haya entre ellos esa unión sagrada para irrumpir en la Política (con mayúscula) con entusiasmo y coraje, al servicio de una voluntad argentina de vivir en Justicia, como Dios manda, que sólo el patriotismo puede inspirar. Es muy triste.

Cosme Beccar Varela

La botella al mar, 3-5-13