miércoles, 30 de marzo de 2016

DANIELE, UN CONDUCTOR SIN RUMBO


Por Pablo Esteban Dávila

Alfil, 30 marzo, 2016

Rubén Daniele está sacado, y su furia parece estar traicionándolo. Ayer dedicó ofensivos epítetos al intendente y su equipo. Dijo cosas tales como “es mentira que a alguien se le pueda cruzar por la cabeza rifar un centavo de salario por cuatro tilingos criados en el alcohol y la droga; corruptos de mierda”. No hace falta ser un filólogo para concluir que llegó demasiado lejos.

Dejando de lado el hecho que el alcohol no es, forzosamente, una señal inequívoca de ineptitud política (el genial Winston Churchill era particularmente afecto a la bebida y los puros), meterse con asuntos que hacen a la intimidad de las personas y que de ninguna manera están comprobados es de una temeridad impropia en alguien que ejerce un rol de conducción. Tal vez Daniele se encuentre acostumbrado a prodigar este tipo de trato a los miembros del SUOEM, pero no debería creer que su conducta merece ser generalizada al resto de los ciudadanos, incluido el intendente o sus funcionarios.

Con el tipo de improperios vertidos ayer, es complejo trazar la línea que separa al caudillo sindical del matón más rústico. ¿Cómo podría esperarse algún tipo de comportamiento ejemplar entre las turbamultas municipales cuando su líder histórico es el principal responsable de echar nafta al fuego? ¿Qué clase de intermediación responsable –al fin y al cabo, el ABC de cualquier conducción gremial– podrá esperarse en el futuro de alguien que dedica parrafadas tan grotescas a su contraparte? El enojo es un pésimo consejero; cualquier aspirante a conductor conoce esta máxima consuetudinaria.

El ejemplo de Daniele es imposible de homologar en otros secretarios generales de sindicatos tan estatales como lo es el SUOEM. Los docentes son un buen ejemplo de ello. La UEPC mantuvo una tensa paritaria con el gobierno provincial. Juan Monserrat fue el portavoz de los sectores más combativos dentro del gremio y, en los momentos más álgidos de la negociación, acusó al gobernador de un ser un “mal contador”, echándole en cara que los docentes “sabemos sumar mejor que usted (…)”. Aunque Monserrat fue particularmente duro, la diferencia entre sus expresiones y las de Daniele son abismales.

La brutalidad del líder municipal no puede ser atenuada con el recurso, tan común en una sociedad con arraigados complejos de culpa, de su falta de educación formal o su emergencia desde la profundidad de las bases que representa. Rubén Daniele es contador público y, de hecho, cuando tuvo que purgar una condena en suspenso por incitación a la violencia colectiva en razón de expresiones contra Daniel Giacomino, se le ordenó realizar actividades “de apoyo escolar” en un colegio secundario de Nueva Córdoba. El modelo de lumpen proletario no parece calzar con su topología académica.

Sería adecuado, por lo tanto, preguntarse por qué se comporta de esta manera. Sin ánimos de ser exhaustivos (ni, mucho menos, jugar al psicólogo) merece analizarse cómo le ha ido en los últimos tiempos en su rol gremial, supuestamente infalible.
Como se sabe, Daniele jugó abiertamente para Daniel Scioli en Córdoba, a pesar que el bonaerense fue el candidato de un gobierno que expolió a los municipales a través del impuesto a las ganancias. Poseído, seguramente, por el síndrome de Estocolmo, el jefe del SUOEM bregó en vano junto a otros referentes por aquella candidatura, finalmente fallida. El posterior triunfo de Mauricio Macri lo dejó sin consuelos nacionales ni refugio provincial, pues Schiaretti está tan lejos suyo como se encuentra el presidente de la Nación. La tristeza no tiene fin.

Este traspié a nivel macropolítico tuvo un reflejo a escala local con el asunto del ESOP. El Ente municipal, no hace falta recordarlo, fue duramente combatido por el sindicato mediante medidas de fuerza que duraron cuarenta días. Sin embargo, al final de aquella odisea el Departamento Ejecutivo se salió con la suya. El novel organismo fue aprobado y, aunque con silenciosos sabotajes cotidianos, se encuentra en una etapa de institucionalización. La protesta gremial fue diluyéndose lentamente y el mismo Daniele tuvo que reconocer que, esta vez, las autoridades formales ganaron la partida. Hacía mucho que no mordía el polvo a manos del poder político.

El último factor que debe analizarse es que el hombre se está despidiendo. Este es su último mandato después de 33 largos años de liderazgo ininterrumpido. Tal vez desee (al fin y al cabo es un ser humano), que su retirada sea todo lo gloriosa que pudiera ser, al menos a los ojos de sus representados. Dentro de la desiderata sindical, quizá no exista mejor credencial de un trabajo bien hecho que conseguir los máximos incrementos salariales. Pero ocurre que aquí también tiene un problema o, mejor dicho, varios. El primero es que los miembros del SUOEM son una verdadera oligarquía laboral, con bajísima productividad y los sueldos más altos de la provincia. El segundo es que, si fuera por la opinión pública, antes que un aumento debería discutirse un desagio. El tercero y último, que el intendente se ha dado cuenta que, a pesar del mito, Daniele no es invencible y que puede arrancarle un número menor que el de sus pretensiones. No es la despedida que hubiera soñado. Los nervios, en consecuencia, son el resultado más visible.

Mestre, por lo bajo, agradece toda esta destemplanza. Los agravios lo tienen sin cuidado, especialmente luego que Luis Juez, el impulsor originario de estas sospechas de tan baja estofa, tuviera que aceptar un ostracismo dorado en Ecuador tras haber hecho sapo en las últimas elecciones municipales. “Lo que no mata fortalece”, razona entre sus íntimos. Se ilusiona, además, de que exista un paralelismo entre el destino del insultador político por excelencia y su émulo gremial. Si el periplo juecista fue un plano inclinado desde el éxito absoluto al fracaso más notorio, ¿por qué debería salvarse de tal destino Rubén Daniele, cultor del mismo estilo escatológico?

Por el bien de la ciudad, ojalá que esta expectativa no sea defraudada, aunque el propio intendente deba soportar, todavía, injurias tan gratuitas como desagradables.