jueves, 13 de septiembre de 2018

CRISIS DE IDEAS



Alberto Asseff

9 SEPTIEMBRE, 2018

INSTITUTO DE INVESTIGACIONES DE POLÍTICAS Y PROYECTOS PÚBLICOS DEL CIRCULO DE MINISTROS, SECRETARIOS Y SUBSECRETARIOS DEL PODER EJECUTIVO NACIONAL


Crisis hay demasiadas. Moral. De representatividad política, económico-social. Climática. Migratoria. Un sinfín de problemáticas que no sólo nos golpean a nosotros. La mayoría de las crisis son globales. Empero, las más dolorosas son las que llaman a nuestras puertas, pues son las que sufrimos ‘en vivo y directo’.

Hay una crisis de la que no se habla mucho, pero es muy gravitante en casi todas las otras. Es la crisis de ideas. También podría denominarse ‘crisis del pensamiento’. O de ideologías rígidas y en general atrasadas, desorbitadas de la necesidad real. 
En la dirigencia – no únicamente la política – se piensa escasamente. O se piensa errando el vizcachazo. Se piensa en el interés propio, a lo sumo sectorial. El pensamiento estratégico brilla por su notable ausencia. El largo plazo es casi un plano vedado en nuestro país. Seguramente, la recurrente inestabilidad macroeconómica – catorce grandes conmociones en los últimos setenta años – conspira contra el intento de prever trazos estratégicos de nuestro andar en los diversos campos del quehacer colectivo. 

Sin embargo, cabe interrogarse sobre cuánto ha incidido en que vivamos de colapso en colapso socio-económico y político el hecho incontrastable de que la dirigencia se acota al corto plazo ¿Cómo superar nuestras labilidades socio-económicas e institucionales sin políticas sostenidas en el tiempo? ¿Cómo suponer que emparchando o con medidas coyunturales podremos resolver cuestiones estructurales? ¿Es lógico minimizar el factor cultural? ¿Es inabordable un cambio cultural?

La crisis de ideas se ha generalizado sobre todo a horcajadas del cuestionamiento de la globalización. La caída del Muro de Berlín, en 1989, desplomó el capitalismo de Estado ‘modelo soviético’. Puso en la picota los ideales comunistas de licuar el interés lucrativo individual o corporativo en aras de un sueño llamado interés colectivo. En la Argentina sabemos mucho de esta frustración de la ensoñación colectivista. 
Acá sucumbió la Cooperativa Hogar Obrero que, luego de grandes logros, terminó quebrando, sin omitir la comisión de actos fraudulentos. Lo mismo acaeció con la ‘Cooperativa Ferroviaria’ de Rosario que otorgaba fáciles y rápidos microcréditos. Entre nosotros lo más funesto del agrandamiento del Estado obrando cual empresario fue que ‘lo que es de todos no es de nadie’ y por ende se trata de un bien mostrenco, apropiable por el primero que tenga la oportunidad. En YPF, allá por 1964, circulaba una chanza angustiosamente cruda y descriptiva de este fenómeno: “algunos lo quieren tanto a YPF que se lo llevan a sus casas”, aludiendo a cómo desplumaban, por caso, los almacenes de repuestos y otros elementos. 

Esto prueba que el cáncer de la corrupción en el Estado es antiquísima, aunque es manifiesto que el paso del tiempo no sólo no lo erradica, sino que lo torna en metástasis. Y probanza además que difícilmente el Estado administre criteriosamente, salvo el magnífico ejemplo de Pablo Nogués y su gestión al frente de los Ferrocarriles del Estado. Esto está empíricamente demostrado

Ese derrumbe de las ideas colectivistas trajo la novedad de las ideas globalizadoras promovidas por los Estados Unidos y Europa Occidental, a quienes se sumó China y su formidable apertura económica. Pero la emergencia del Brexit, de Trump, el trastabillar de la Unión Europea, de la Guerra Comercial – hay que escribir esto con mayúscula porque es la tercera gran conflagración, sin pólvora, pero con mucha dinamita -, la suspensión del Tratado Económico del Atlántico Norte y también el del Pacífico septentrional, el neoproteccionismo, los muros antiinmigración, los brotes de xenofobia, la ascendente desigualdad entre un puñado de ricos y 7 mil millones de seres que habitan el planeta y otras novedades análogamente sombrías han trastrocado los planes y han hecho crujir a las pocas ideas en danza. Hasta en la pulcra Finlandia se ha duplicado la desigualdad desde los ochenta. 

Se ha agotado el repertorio ¿Qué hacer? ¿Volver al Estado omnipresente e inhumar la libertad económica? ¿Vivir con lo nuestro? ¿Sustituir importaciones? ¿Pedirle a las políticas públicas las soluciones? ¿Descreer definitivamente de la economía privada? ¿Achacar la corrupción a los empresarios coimeros y exculpar a los funcionarios estatales? ¿Quién tentó a quién? ¿Seguir esperando lluvias de inversiones en medio de las mutaciones geopolíticas y geoconómicas que trocaron la situación? No omitir que el oro llega cuando los gobernantes no lo quieren para sí.

Es evidente que se necesitan renovadas políticas redistributivas de la riqueza y es igualmente notorio que la situación exige una economía privada fortalecida. Menos impuestos, mejor gestionados. Quizás, la mejor definición es ‘responsabilidad social de las empresas’. En torno de este concepto-eje debería arquitecturarse un sistema de ideas equilibrado que aúne las energías públicas y privadas, sin mutuas estigmatizaciones, buscando tirar juntos. Ni protección absoluta, ni apertura indiscriminada. Ni soñar con un mundo global tipo Arcadia, ni con un país aislado del orbe. En suma, equilibrio. Por ahora los argentinos sabemos poco de equilibrio, al punto que algunos hasta lo escriben con hache…

No abandonar el ideal de desregular la vida económica, pero hacerlo con cuidado y sensatez. No ir de la vida burocratizada al ‘viva la Pepa’. Un punto medio de sentido común. Ni Estado mínimo ni superestado.

Hallar el equilibrio entre el mercado y el Estado es harto complejo, pero ¿para qué está el arte de la buena política si no es para encontrarlo?

Debemos esmerarnos en dotarnos de nuevas ideas que, obviamente, son la recreación de antiguas, con el valor agregado de la experiencia acumulada y con una dosis de utopía que, en la medida que no nos hagan derrapar, sirven para ponerle un toque de sentimiento y de nobleza al azaroso trabajo de intentar servir al bien común. Una cuota de patriotismo no estaría de más. Y no olvidar a la ética, que tampoco se escribe con hache…