POR JAIME GARCÍA ORIANI
Elsalvador, OCT 13, 2018
Esta mañana se ha escrito historia. El Papa Francisco
canonizó al primer santo salvadoreño, Óscar Arnulfo Romero, y a otras seis
personas más, entre las que se encuentran Pablo VI, Romano Pontífice entre 1963
y 1978. Todos ellos son ejemplo de una vida que encarnó el mensaje de Cristo,
razón por la que han llegado a los altares.
Fijémonos en la figura de los dos obispos. Ambos
fueron reflejo de la luz de Cristo en tiempos difíciles y tormentosos. Pablo VI
guio la Iglesia durante y después del Concilio Vaticano II, un acontecimiento
que sirvió para reflexionar sobre esta institución en el mundo contemporáneo y
reafirmar cuestiones doctrinales, como la llamada universal a la santidad.
Con el tiempo se ha conocido más del periodo
posconciliar y no hay duda de que fueron momentos cuesta arriba para la
Iglesia. Algunos malinterpretaban las enseñanzas del Evangelio y perdían de
vista la razón de ser de esa institución. Hubo pastores que, en lugar de
orientar a las ovejas al redil, las perdieron o las llevaron a los lobos.
En medio de esa incertidumbre, el Papa Montini fue
garante de la verdad revelada por Cristo y luchó por mantenerse fiel a su misión.
Frente a la teología de la liberación, invitó a profundizar en la Doctrina
Social de la Iglesia para ir por el buen camino. Publicó en 1968 la Humanae
Vitae, sobre la vida humana y el control de la natalidad, por la que recibió
fuertes críticas dentro y fuera de la Iglesia, principalmente por defender la
doctrina “tradicional”. Fue la última encíclica que escribió, pese a que su
pontificado terminó diez años después.
Monseñor Romero también vivió el Concilio y no fue
ajeno a los problemas que trajeron las malas interpretaciones. La teología de
la liberación encontró un caldo de cultivo óptimo en El Salvador, debido a las
profundas injusticias —que las había y las sigue habiendo— que sufrían ciertos
sectores de la sociedad. El entonces arzobispo de San Salvador procuró llevar
el mensaje de salvación fiel al Evangelio, pronunciándose más de alguna vez en
cuestiones temporales.
La Gaudium et Spes, exhortación del Concilio Vaticano
II, en el número 76 invita a que la Iglesia se pronuncie y dé su juicio, incluso
sobre materias referentes al orden político, “cuando lo exijan los derechos
fundamentales de la persona o la salvación de las almas, utilizando todos y
solos aquellos medios que sean conformes al Evangelio y al bien de todos según
la diversidad de tiempos y de situaciones”.
Aunque el arzobispo de San Salvador defendiera a los
más débiles, jamás comulgó con las desviaciones que procuran el “Cielo en la
Tierra”, banalizando el mensaje salvífico hasta eliminar cualquier elemento
sobrenatural. Romero siempre se mantuvo fiel a la Iglesia. Sentía con la
Iglesia, como decía su lema episcopal, pedía por el Romano Pontífice y buscaba
paz y concordia en nuestro país.
En mi columna “El significado de un santo”, comentaba
que no siempre es fácil ver con total confianza a alguien cuyos mensajes han
sido instrumentalizados o que en temas opinables pensara de una determinada
forma. Por esa razón, invito, una vez más, a leer las homilías de Monseñor
Romero y sus textos originales, sin la contaminación de quienes los utilizan o
reproducen a conveniencia. Son sorprendentes las similitudes con el mensaje del
Papa Francisco, especialmente en todo lo relacionado con los pobres y la
preocupación por los más débiles.
“El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los
testigos que a los maestros, y si escucha a los maestros es porque son
testigos”, expresaba Pablo VI. No son tanto las palabras lo que llaman la
atención, ni el modo en que se dicen las cosas, sino cómo se hace vida y pone
en práctica aquello que se cree. Para los cristianos católicos, ambos santos
son testimonio de entrega plena, que motiva a llevar la fe hasta las últimas
consecuencias.