viernes, 24 de noviembre de 2023

IGLESIA Y TRANS

 


la obsesión por la inclusión

 

Mons. Héctor Aguer

 

Brújula cotidiana, 24_11_2023

 

La Iglesia de la Propaganda bate el parche con el obsesivo asunto de la inclusión. En el discurso de inauguración de una sesión sinodal, el Sumo Pontífice auspició “que, una vez realizadas las reparaciones necesarias, la Iglesia vuelva a ser un lugar de acogida para todos, todos, todos”.

 

Esta expresión increíble es un implícito insulto a la obra de sus antecesores, y la descalificación de la historia de la katholiké, universal por su naturaleza. En efecto, el mandato de Cristo a los Apóstoles, en el envío original, fue hacer que todos – panta ta ethnē - sean discípulos, esto es, pueblos cristianos. Esa totalidad no excluye a nadie; la incredulidad es la que excluye, y el mundo –el enemigo-, que impide la evangelización. Pero ahora Roma emplea un criterio sociológico o de psicología social, desarrollado a causa del “apriete” del mundo, de la moda, y la imposición de “nuevos derechos”.

 

Ahora el argumento es la inclusión de las personas trans. ¿Quién es un trans? Fundamentalmente – diré - es un homosexual que ha intentado cambiar de sexo por medio de cirugías, e ingesta de hormonas; un atentado contra su propia identidad. Estos casos indican el desprecio de la biología como realidad que integra la personalidad; y como dato teológico una rebeldía contra el plan de Dios, por el cual somos varón o mujer. Basta recordar el pasaje bíblico: “Dios dijo: hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza. Los creó varón y mujer” (Gen 1, 26-27).

Juan Pablo II enseñó bellamente que la imagen y semejanza divina está en la diversidad de los sexos, y en la referencia de uno al otro. Esa referencia es un valor original: “Después dijo el Señor Dios: No conviene que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada (un complemento)” (Gen 2, 18). El relato prosigue: “Con la costilla que había sacado del hombre, el Señor Dios formó una mujer y se la presentó al hombre. El hombre exclamó: ‘¡Ésta sí que es hueso de mis huesos, y carne de mi carne! Se llamará mujer (ishá) –es decir: varona-, porque ha sido sacada del hombre (ish)” (Gen 2, 22-23). La mutua referencia funda una realidad institucional. “Por eso el hombre deja a su padre y a su madre, y se une a su mujer, y los dos llegan a ser una sola carne” (Gen 2, 24). La escena del encuentro y de exclamación de felicidad del varón aparece en representaciones artísticas, mosaicos, por ejemplo, que sirvieron de catequesis para las personas sencillas: el hombre extiende sus brazos en señal de recepción y alegría. Estos elementos, texto e imágenes, han sido el fundamento de una cultura cristiana.

 

La manía inclusiva es inspirada ahora por el Dicasterio encargado de la Doctrina de la Fe, atento a las voces del mundo, más sonoras que las de la Biblia. La cuestión reciente es la posible admisión de los trans al sacramento del Bautismo que, como se sabe, es la puerta del ser cristiano. El criterio de solución ha de ser teológico; entonces, conviene recordar que, según la Tradición, el acceso al Bautismo –no se trata ahora de niños- está ligado a un proceso de conversión, que se concreta en una decisión de cambiar de vida, para adoptar la forma cristiana. La Gracia del Sacramento reclama el ejercicio de la libertad, y la corona con el don de Dios.

 

Pienso que la inclusión de un trans tiene la misma exigencia que el caso de un homosexual. Es verdad que aquel no puede remediar el estropicio que ha hecho de su identidad biológica, pero la sede de la conversión es la voluntad; podría decidir la aceptación de la forma del vivir cristiano que, entre las virtudes que la constituyen, cuenta la castidad. Es un cambio fundamental: no querer vivir ejerciendo la pseudoidentidad a la que ha accedido, por medio de una decisión errada. Parece difícil, pero es la exigencia de la Verdad.

 

Las cuestiones de “género” ocupan la atención prioritaria en la cultura vigente en el mundo. La Iglesia debe pronunciarse contra el desprecio de la noción metafísica de naturaleza, y reiterar una consecuencia perversa: el “cambio de sexo”. Éste es un preámbulo a la exclusión de los trans si no se cumplen las condiciones que el don del Bautismo exige. El caso corre paralelo a la situación de las personas homosexuales. La presión de la cultura mundana se impone como ocurre, por ejemplo, en la Iglesia alemana, y en la Iglesia holandesa.

 

El Catecismo de la Iglesia Católica aborda sintéticamente, y de manera intelectualmente decisiva la cuestión de los homosexuales en los números 2357-2359, en la sección sobre el sexto mandamiento del Decálogo, dedicados a “castidad y homosexualidad”. Hace notar allí que el origen psicológico de esta depravación permanece en gran medida sin explicación. Digamos que análogamente no es fácil de comprender el proceso que lleva a una persona a su intento de “cambiar de sexo”.

 

El testimonio de la Sagrada Escritura no deja lugar a dudas: no heredarán el Reino de Dios (1 Cor 6, 10). En este pasaje, como en 1 Tim 1, 10, se refiere el caso de los varones (ársenes), que incurren en el abandono del orden natural: se los llama arsenokoitais, es decir varones que tienen coito con varones. En Rom 1, 24-27 se dice que deshonran sus propios cuerpos. En el Antiguo Testamento se destaca el juicio contra Sodoma (Gen 19, 1-29); de allí que a los homosexuales se los llame, también, sodomitas.

 

Es una desgracia, ciertamente, pero no se la puede confundir con la fatalidad. El Catecismo señala que se trata de una tendencia objetivamente desordenada, y esas personas están llamadas a hacer en su vida la voluntad de Dios; deben ser tratadas con compasión, y delicadeza. Ésta es la base de su inclusión; están llamadas a la castidad, a educar la libertad interior, y con la ayuda de la Gracia pueden irse acercando a la perfección cristiana.

Una cosa es la tendencia objetiva, y muy otra el ejercicio; hoy en día se habla del “orgullo gay”, del ejercicio de la perversión como un ideal de vida. La propaganda pública suele ser agobiante; en algunas sociedades se impone su propósito de hacer cambiar el juicio de la mayoría de la población. El caso de los trans, y del “cambio de sexo” se va aceptando como algo normal, de allí que la inclusión propuesta por el oficialismo eclesiástico tenga un efecto pernicioso en el clima cultural.

 

La Iglesia en su enseñanza reivindica la auténtica humanidad del hombre. Se puede citar al respecto la Declaración Persona Humana, de la Congregación para la Doctrina de la Fe (1976), y el Magisterio de Juan Pablo II, pero actualmente han cambiado los aires: aquella Sagrada Congregación fue transformada en un Dicasterio, que debe dedicarse a la promoción de la teología, de la mala teología, y abstenerse de condenar a nadie. Es la inclusión del error, de la ambigüedad, y de la confusión, contra la grande y unánime Tradición eclesial.

 

Se va imponiendo mundialmente una presión para legitimar en las legislaciones nacionales los “nuevos derechos”. El papel de la Iglesia es fundamental para educar en la resistencia a esas imposiciones contrarias al Derecho, y a la libertad. La Agenda 2030 representa un peligro grave de extensión mundial de una nueva imagen del hombre; es insensato hacerla pasar sin una clara crítica y peor todavía adoptarla, siquiera parcialmente. La situación presenta inquietantes analogías con la situación de los fieles en el ámbito del Imperio Romano, en los tres primeros siglos. El testimonio (martýria) ha de afrontar el peligro del arrinconamiento y una sutil persecución, como ya ocurrió en el siglo XX en los países dominados por el Imperio Comunista; en cierto modo, lo que viene será peor. Es lógico que los fieles católicos miren a Roma, esperando que de la sede petrina venga la luz de la Verdad. Pero ¿será vana esa esperanza?

 

*Arzobispo Emérito de La Plata.