Por Claudio Jacquelin
Los prolegómenos del
abortado 7-D han expuesto como nunca antes tanto el definitivo rumbo político
que decidió tomar el Gobierno como el tinglado ideológico bajo el que se
refugia para justificar sus acciones y sus formas.
Con más o menos
énfasis, la gran mayoría de las voces del oficialismo que se manifestaron antes
de que los camaristas resolvieran prorrogar la medida cautelar que protege al
Grupo Clarín coincidieron no sólo en descalificar a los magistrados, sino en
algo mucho más medular, más definitorio.
La consigna
unánimemente esgrimida fue que el Poder Judicial, cuyos miembros no son
elegidos por el voto popular, no puede cuestionar, ni siquiera revisar, una ley
votada mayoritariamente por los representantes del pueblo.
El concepto vino a
ampliar lo que en los últimos 20 días empezó a ser expuesto desembozadamente:
la voluntad popular y, en consecuencia, los gobernantes elegidos
democráticamente no deben tener restricción alguna. Por eso, la Constitución no puede
impedir lo que el pueblo desea y como la única opción de futuro que el
cristinismo tiene es la re-reelección, no puede haber ningún otro límite para
que Cristina continúe en el cargo que no sea el voto popular.
Nada de esto es
nuevo, sobre todo en la praxis kirchnerista: desde la aniquilación de toda
instancia de control de los actos de Gobierno, la apropiación de los recursos
estatales, el acoso a voces críticas o las estatizaciones de bienes privados
sin indemnización previa, hasta las arbitrariedades y aprietes de Guillermo
Moreno, los negocios de los "amigos" de Amado Boudou, las
bravuconadas de Aníbal Fernández o el voluntarismo pseudocientífico de Axel
Kicillof.
Todo tiene la misma matriz,
el ejercicio del poder debe ser absoluto o es claudicación y traición al
pueblo. Lo que diferencia la nueva etapa de lo conocido es que hasta aquí se
trataba de cuestiones de facto, de acciones ejecutadas hasta con cierto
disimulo y algo de hipocresía y, en muchos casos, buscando que el relato las
atenuara o las justificara.
Ahora, en cambio, ya
no hay por qué disfrazar nada, ni siquiera el vínculo con Hugo Chávez o Rafael
Correa, aunque digan y hagan cosas que parecen inaceptables. Es que sólo son
inaceptables para quienes hablan otro idioma: el del "republicanismo
bobo" de la división de poderes y el respeto a la ley. El que denuncia
abusos de poder o clama por la subordinación a la Constitución. Es
el despreciable lenguaje de la "democracia formal".
El populismo es otra
cosa. Es la "democracia real". Por eso, ahora ya no hay nada que
justificar o explicar. El tinglado ideológico en el que ha decidido guarecerse
el cristinismo no sólo explica, sino que exige que no haya más límite que la voluntad
popular, que por mayoría absoluta y demoledora delegó su poder en Cristina
Kirchner. Aunque el 54 por ciento ya haya quedado muy lejos, y la brecha entre
legitimidad de origen y legitimidad de ejercicio se amplíe cada vez más.
Por eso, no deberá
sorprender que si en la disputa con Clarín la Corte no falla como el Gobierno espera, el
conflicto de poderes anunciado por el ministro Alak se haga realidad de manera
estruendosa. Sólo será un profecía autocumplida. Y justificada..