Por Roberto Durrieu
Figueroa
Se percibe un
ambiente enrarecido en el país, en donde las valijas de dinero sucio, los
narcopolicías, sicarios, barrabravas, espías y campañas sucias comienzan a ser
parte de nuestra realidad habitual. A este triste ecosistema social, se le suma
la acusación del fiscal Nisman y su posterior asesinato o suicidio: las dos
hipótesis que mantienen en vilo a la opinión pública. En este contexto, hablar
de estricta división de poderes o de instituciones fuertes parece propio de un
cuento de hadas, de otra República.
Para salir del
problema, resulta fundamental analizar si la justicia federal penal está en
condiciones de asegurar lo esencial en un Estado de Derecho: independencia,
transparencia y efectividad en la investigación de los grupos mafiosos. La
historia del juez rosarino Juan Carlos Vienna muestra, a todas luces, lo
difícil (o imposible) que resulta poner tras las rejas al poder narco. Es el
magistrado que procesó a 36 miembros de la banda Los Monos, la más poderosa de
Rosario. Su osadía le costó dos atentados de muerte, contra él y sus hijas, uno
en la puerta de su casa. A partir de ahí, vive en distintos domicilios. Y,
encima, como dice el magistrado, "desarmar una banda no es la solución al
problema del narcotráfico; el delito y su dinero siempre van un paso
adelante". De hecho, el emblemático expediente tiene 19.000 fojas, pero la
justicia federal, la AFIP
y la Unidad
Antilavado aún tienen una gran deuda: ir tras la ruta del
dinero. La utilización de redes sociales anónimas, los sistemas e-banking,
"cuevas financieras" y la interposición de sociedades offshore o
pantalla, le permitió a la banda de Los Monos ocultar y reciclar el fruto económico
de sus crímenes, asegurándose impunidad.
Entonces, a la luz de
los ejemplos que desgraciadamente abundan, ¿no será hora de debatir sobre la
conveniencia de crear una corte penal especializada y supranacional contra la
delincuencia organizada extrema? El planteo resulta de lo más oportuno, si
tenemos en cuenta que hace unos pocos meses se conformó una comisión de
expertos -integrada principalmente por fiscales de México, Colombia y Ecuador-
que ideará la futura Corte Penal Regional (insertada, quizás, en la órbita de la Unasur o la OEA ) con jurisdicción sobre
delitos complejos, económicos y organizados que por su magnitud y gravedad
amenazan la estabilidad socioeconómica de las naciones.
La idea no es nueva.
En 1989, la Asamblea
General de las Naciones Unidas conformó un grupo de trabajo
dedicado a idear el Proyecto de Estatuto para la futura Corte Penal
Internacional. En 1994, este grupo de expertos finalizó un informe muy
detallado, que sugería incluir jurisdicción universal a los delitos de genocidio,
lesa humanidad y los de lavado de activos derivado del narcotráfico. La idea de
incluir delitos de narcolavado a gran escala fue bien recibida por los Estados
caribeños, africanos y sudamericanos que alegaban sufrir en carne propia el
poder desmesurado de los carteles de la droga y la corrupción. El canciller de
Trinidad y Tobago reconoció incluso que "los sistemas penales se
encuentran amenazados por bandas involucradas con el tráfico ilegal de droga,
personas y el lavado". Sin embargo, la propuesta de incluir delitos
económicos y transfronterizos no prosperó. De allí que la suscripción del
tratado de Roma en 1998 que da origen a la Corte Penal
Internacional sólo tiene jurisdicción sobre delitos internacionales sensu
stricto de genocidio, lesa humanidad y guerra.
La propuesta bajo
análisis aún plantea numerosos interrogantes de índole práctico y jurídico:
¿cómo asegurar la independencia, rectitud, pluralidad cultural y necesaria
eficacia de estas nuevas cortes? O mejor dicho: ¿cómo hacer para que el mejor y
más efectivo control de los grupos mafiosos que se pretende sea compatible con
el estricto respeto de las garantías individuales y del debido proceso? Éste y
otros debates aún permanecen abiertos.
Pero parece existir
un primer consenso entre los expertos, respecto de cómo acotar la actuación y
jurisdicción de estas nuevas cortes. Se habla de por lo menos dos
restricciones. En primer lugar, la jurisdicción debe estar reservada para casos
graves y transnacionales. Un ejemplo podría ser el de la organización Los
Monos, que si bien actúa criminalmente en la ciudad de Rosario, con
ramificaciones en el Gran Buenos Aires y el norte del país, desde allí controla
la expansión del grupo criminal y el reciclado de sus ganancias astronómicas en
otros mercados de la región.
En segundo lugar, la
jurisdicción de estos tribunales especializados debería actuar en forma
complementaria a la justicia penal nacional. Así, conforme al principio de
complementariedad, la corte regional sólo podría actuar si el Estado que tiene jurisdicción
territorial sobre el caso se mostrara inactivo, renuente o genuinamente incapaz
de realizar la investigación y condena. Esto ocurre, por ejemplo, cuando se
denuncia que las organizaciones criminales pueden haber copado, de algún modo,
las fuerzas de seguridad de ciudades del interior del país. Por supuesto, los
narcopolicías de la esfera municipal o provincial que actúan como cómplices del
narcotráfico o la trata -principalmente en el norte del país- tratarán de
entorpecer la labor de la
Justicia. Esto se vivió en el primer juicio por el secuestro
y desaparición de Marita Verón; testigos amedrentados y una deplorable
actuación policial significaron el sobreseimiento, por ausencia de pruebas, de
los 13 acusados.
A su vez, los Estados
pueden contar con autoridades imparciales y honestas, pero no tener el
conocimiento técnico-jurídico ni el instrumental tecnológico necesario para
hacer frente a las verdaderas "empresas del delito", que cuentan con
ganancias astronómicas suficientes para sobornar a policías, políticos y
juzgados, y para, por qué no, contratar a los mejores y más efectivos sicarios
o profesionales en el arte del reciclado de activos. Las últimas estadísticas
de las Naciones Unidas indican que las ganancias anuales del narcotráfico son
superiores a los 400.000 millones de dólares. Suma envidiable para cualquier
empresa multinacional. En esta línea, William Gilmore, criminólogo de la Universidad de
Edimburgo, asegura que ha resultado difícil lograr condenas por narcolavado en
la mayoría de las jurisdicciones del mundo. Por ejemplo, dice, en el período
1998-2008 hubo sólo 357 juicios por lavado de activos en el Reino Unido y 136
condenas. Casi en el mismo período, Italia tenía sólo 538 juicios; mientras que
Estados Unidos contaba con 2034 juicios, de los que menos del 50% arribó a
condena. Entre 2003 y 2007, 786 personas fueron enjuiciadas en Hong Kong y
China por lavado, de las cuales sólo el 40% obtuvo condena. Y la India , en igual período,
tuvo seis juicios y ninguna condena por lavado de dinero. Esta dificultad,
intrínseca, de condenar a los autores de crímenes complejos y transfronterizos,
parece especialmente cierta en nuestro país, donde sólo existen cuatro condenas
por narcolavado.
En definitiva, la
disolución de la ex SIDE, y la creación, en reemplazo, de una nueva agencia
federal de inteligencia para investigar y evitar conflictos externos ligados al
terrorismo y a la criminalidad organizada, parecen oportunas: pero
insuficientes. Es tiempo de debatir algo más; es tiempo de crear fueros
judiciales especiales que aseguren la vida e independencia de los jueces y
fiscales que pretendan investigar a los grupos mafiosos con lazos comunes con
el poder de turno. Es tiempo de que los presidenciables comiencen a consensuar
y debatir estos temas que hacen al reclamo constante de la ciudadanía: más y
mejor seguridad individual.
El autor es abogado,
especialista en derecho penal económico e internacional