P. UNAMUNO
El Manifiesto,
2-2-2015
Ya está en las
librerías españolas el libro que ha desencadenado una de las más virulentas
confrontaciones académicas de los últimos años. Una herencia incómoda (ed.
Ariel), del biólogo y divulgador Nicholas Wade, antes editor científico en
Science y The New York Times, trata de la raza, y ésta es siempre una cuestión
controvertida desde el mismo momento en que buena parte de la comunidad
científica comparte la opinión del antropólogo Ashley Montagu de que "la
palabra misma 'raza' es en sí misma racista".
Wade, por el
contrario, sostiene que los notables –aunque aún preliminares– avances en el
conocimiento del genoma humano permiten afirmar que existen diferencias
intrínsecas entre grandes grupos de población y que hablar de ello no abre la
puerta al resurgimiento del racismo. "La ciencia trata de lo que es, no de
lo que debería ser", sentencia el autor inglés residente en EE. UU.
La tesis principal de
Una herencia incómoda es que, a la luz del estudio del genoma, la evolución
humana debe considerarse "reciente, copiosa y regional". En otras
palabras, que el hombre se halla en constante transformación genética, ha
cambiado de manera considerable en la Historia reciente, como en cualquier otro periodo
–lo que parece incontrovertible–, y lo ha hecho de forma diferente según el
entorno geográfico donde se ha asentado, principalmente –según Wade– en función
del continente que haya habitado.
Nada de esto parece
especialmente escandaloso, pero la hipótesis de que los rasgos distintivos de
las diversas razas trascienden evidencias físicas como el color de la piel y
afectan también a su comportamiento social, así como a sus logros culturales o
económicos, ha levantado en armas al mundo académico, al que Wade tacha de
actuar por inercia, motivos políticos o miedo a las acusaciones de racismo.
Carta de protesta
Publicado en
primavera, el libro provocó el rechazo de un grupo de 140 genetistas que
acusaban a Wade de haber malinterpretado su trabajo científico. Autoridades tan
prominentes como Evan Eichler, David Goldstein y Michael Hammer reprobaban al divulgador
a través de una carta publicada precisamente en la propia casa, hasta fechas
recientes, de Wade, The New York Times.
Rasmus Nielsen, de la Universidad de
California, puso voz al malestar del colectivo al manifestar la sensación de
que su investigación había sido "secuestrada por Wade para promover su
orientación ideológica". Exactamente el mismo argumento que esgrime el
divulgador, para quien la mayoría de los investigadores en este campo
"eluden el tema [de la raza] en lugar de arriesgarse a ser calumniados con
insinuaciones de racismo y de poner en peligro su carrera y su
financiación".
La edición española
del libro recoge ya la respuesta del autor a la carta de los genetistas. Su
posición se mantiene inalterada por cuanto la conclusión de que la raza tiene
un fundamento biológico: "lejos de ofrecer ninguna base para el
racismo", tan sólo pone de relieve la unidad genética esencial de la
humanidad.
Wade ha encontrado
también defensores de altura, si no directamente de sus tesis o conjeturas –él
admite que lo son–, sí al menos de su derecho a expresarlas sin que broten los
sarpullidos. E. O. Wilson, uno de los biólogos más respetados del mundo, ha
celebrado que Wade se ocupe de la diversidad genética"sin miedo a la
verdad".
Una herencia incómoda
es "una obra magistral" para James D. Watson, codescubridor del ADN y
él mismo un personaje polémico después de que diversas manifestaciones suyas,
en especial las referidas a la inteligencia de las personas negras, le valieran
la acusación de racista y le costaran el puesto de presidente del prestigioso
Laboratorio Cold Spring Harbor.
Acusaciones de
racismo
En el bando opuesto,
el que mantiene que obras como ésta son perniciosas porque alientan o al menos
proporcionan argumentos al racismo, se situaron con particular encono varios
investigadores que publican en el periódico digital The Huffington Post. Uno de
ellos, el antropólogo Agustín Fuentes jugaba en un post con el título del libro
puesto en cuestión al referirse a "la incómoda ignorancia de Nicholas Wade".
Fuentes criticaba,
por ejemplo, la arbitrariedad de establecer en tres, cinco o siete el número de
razas existentes, como hace Wade en diferentes partes del ensayo de acuerdo con
los criterios a que uno pretenda atenerse.
El licenciado en
Ciencias Naturales afirma que la falta de acuerdo en los métodos de
clasificación, que han llegado a fijar entre tres y 60 razas, "no
significa que las razas no existan". Wade sostiene que, a partir de una
patria ancestral africana cuyos miembros comenzaron a dispersarse hace 50.000
años, la especie se ha desgajado en tres grandes grupos: el caucásico, el
compuesto por los asiáticos orientales y el que deriva de la población que se
quedó en África. A estas dos categorías suma la de los aborígenes australianos
y la de los americanos nativos, descendientes de pueblos siberianos que
arribaron a Alaska, y de ahí a todo el nuevo continente, a través del hoy
hundido puente de Beringia.
El libro de la
polémica se remonta a los grandes puntos de inflexión de la Historia –el paso de los
antepasados del hombre de los árboles al suelo, la invención de la agricultura,
la creación del Estado, la organización social occidental– para interpretarlos
en clave de las modificaciones genéticas impuestas por la selección natural
para superar los desafíos a que se enfrentaba cada grupo de población.
Éstos habrían
evolucionado por sendas ligeramente diferentes en la medida en que, al
separarse por continentes y no mezclarse debido a las barreras idiomáticas o al
sentimiento de territorialidad del hombre primitivo, cada uno habría legado a
sus descendientes sólo una parte del acervo genético común. De ahí, según Wade,
que cada raza presente su propia frecuencia (o abundancia relativa) en la
distribución de los alelos, que son las formas alternativas que puede tener un
mismo gen.
El editor científico
cita estudios según los cuales el 8% del genoma humano muestra evidencias de
haber estado bajo presión reciente de la selección natural, lo cual es visible
en la forma de grandes bloques que adoptan los genes sometidos a una mutación
beneficiosa para la especie. "Generación tras generación", señala,
"el bloque de ADN con la versión favorecida de un gen va siendo portado
por cada vez más gente".
Hasta aquí todo resulta
plausible. La cuestión se complica cuando Wade se zambulle en el terreno de las
especulaciones acerca de cómo la evolución ha hecho derivar a cada grupo en una
dirección determinada que no puede explicarse exclusivamente por razones
culturales. En su opinión, mínimas modificaciones del comportamiento social del
hombre dan como resultado conjuntos de población muy diferente.
Inclinación innata
La genética no sólo
no determina el comportamiento, defiende Wade, sino que representa apenas una
inclinación innata en absoluto decisiva. Ahora bien, "si todos los
individuos de una sociedad tienen propensiones similares, por leves que sean
(...), entonces [la sociedad] tenderá a actuar en aquella dirección" y,
dotándose de los instrumentos pertinentes, moldeará el comportamiento de sus
miembros así como –espinoso asunto– sus destrezas, incluidas las cognitivas.
Apoyado en este
argumento, el escritor, que en todo momento evita pronunciarse en términos de
superioridad de una raza sobre otra, avanza sin embargo por un campo de minas
al conjeturar que los europeos sentaron las bases de su posición dominante
durante siglos cuando acertaron a desarrollar "una forma particularmente
exitosa de organización social" y que ese firme apoyo no permite augurar, "desde
una perspectiva evolutiva, un declive inminente de Occidente".
Esa forma de
organización social sería el fruto de la propensión de un grupo humano, en este
caso el caucásico, a dotarse de una serie de instituciones y usos que se
adaptaban especialmente bien a "sus circunstancias locales
concretas", desarrollando así "un tipo de sociedad que era muy
favorable a la innovación". Más extraño resulta leer que pueden rastrearse
las bases genéticas de la "tendencia" de los africanos a regirse por
sistemas de carácter tribal o la de los chinos a ser reticentes al cambio y
sumisos.
Y no digamos nada de
la hipótesis de que los judíos asquenazíes (europeos) podrían haber
experimentado "una mejora genética de su capacidad cognitiva" debido
a su dedicación ancestral –en parte forzada, para decirlo todo– a actividades
complejas relacionadas con el préstamo de dinero.
"Cualesquiera
genes que aumentaran la inteligencia y que surgieran en una familia de la
población general se diluirían en la generación siguiente, pero podían acumularse
en la comunidad judía porque se disuadía el matrimonio con no judíos",
escribe Wade en el controvertido ensayo que ya puede leerse en español.