sábado, 31 de diciembre de 2022

LA ADVERTENCIA DE BENEDICTO XVI

 

 sobre el riesgo de que Occidente olvide sus raíces culturales, sustento de los derechos humanos

 

Pablo Yurman

 

Infobae, 31 de Diciembre de 2022

 

Fue en ocasión de una visita de Estado a su Alemania natal, en septiembre de 2011, que Joseph Ratzinger, quien murió este sábado, dio un discurso ante el Parlamento en el cual, tras invocar una cita bíblica relacionada con la coronación del rey Salomón, abordó temas que aún hoy son tabú para el establishment alemán -el advenimiento del nazismo con la complicidad de parte de la sociedad- así como otros vinculados con los desafíos culturales presentes.

 

Respecto de éstos últimos, al hacer uso de la palabra ante los parlamentarios encargados de legislar para la sociedad alemana, el entonces Pontífice alertó sobre el riesgo de dar por sentado que siempre existió algo llamado “Teoría de los Derechos Humanos” o, para expresarlo en otros términos, que la idea de que la persona humana, por el sólo hecho de serlo, es titular natural de determinados derechos de los que no puede ser despojada de modo arbitrario por ninguna autoridad, siempre acompañó a la humanidad. Una suposición de tal calibre sería históricamente falaz e ingenua. Tal teoría, reconocida hoy como uno de los pilares de nuestra civilización, fue producto de un lento pero firme desarrollo cultural de siglos. Y el ámbito civilizatorio que dio lugar a la idea de respeto por los derechos fundamentales de la persona humana que emana de su dignidad inherente, fue la Europa de los siglos XV y XVI.

 

En palabras del entonces Obispo de Roma, Europa no es tanto un concepto geográfico sino antes que nada cultural. En tal sentido, Ratzinger afirmó que “la cultura de Europa nació del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma, el encuentro entre la fe en el Dios de Israel, la razón filosófica de los griegos y el pensamiento jurídico de Roma. Este triple encuentro configura la íntima identidad de Europa.”

 

Luego del discurso, en comentario al mismo, el jurista español Rafael Navarro Valls elaboró una metáfora para referirse a la Europa aludida por Ratzinger, continente al que definió como la “reunión de tres colinas: el Gólgota, la Acrópolis y el Capitolio.”

 

Esta idea no nos resulta ajena a los pueblos iberoamericanos que somos, guste o no, una rama de ese tronco cultural europeo, aunque con una impronta particular y propia en una geografía diferente.

 

Constituye un dato objetivo, por tanto, que la idea de respeto por los derechos fundamentales de la persona -por el sólo hecho de serlo y con independencia de cuestiones secundarias tales como sexo, raza, clase, etc.- no surge ni en China ni en la India, civilizaciones milenarias que precedieron a la occidental; ni en Arabia o sitio alguno de Oriente Medio, ni constituía el acervo cultural de los pueblos que habitaban América antes de 1492. ¿Por qué fue históricamente así? La pregunta es pertinente sobre todo en tiempos como los actuales en los que, cultura de la “cancelación” mediante, lo que históricamente conocíamos como Occidente parece no sólo renegar adolescentemente de sí mismo, sino incluso adoptar una actitud de suicidio colectivo en términos ético-valorativos.

 

Por tal motivo, en el citado discurso, Benedicto XVI expresó: “Sobre la base de la convicción sobre la existencia de un Dios creador, se ha desarrollado el concepto de los derechos humanos, la idea de la igualdad de todos los hombres ante la ley, la conciencia de la inviolabilidad de la dignidad humana de cada persona y el reconocimiento de la responsabilidad de los hombres por su conducta. Estos conocimientos de la razón constituyen nuestra memoria cultural. Ignorarla o considerarla como mero pasado sería una amputación de nuestra cultura en su conjunto y la privaría de su totalidad.”

 

Agudamente señalaba el Papa que, si fue la combinación y la complementariedad de esos elementos constitutivos del ADN cultural europeo a lo largo de siglos lo que permitió formular lo que denominamos hoy –y aún damos por sentado que está allí desde siempre- la teoría o el fundamento de los derechos humanos, entonces, si deliberadamente amputamos alguno de esos miembros, si consciente o inconscientemente renegamos de alguna de esas fuentes, el resultado final no será el mismo que aquél del que históricamente aún sacamos provecho. Es como retirar los pilares que sostienen la estructura. Tarde o temprano colapsará. Y si eso sucediera, de manera lógico-consecuencial no tendremos eso que hoy llamamos “fundamentos de los Derechos Humanos” y que en general valoramos como algo bueno de nuestra ecúmene cultural, máxime cuando la comparamos con otras.

 

Si renegamos obtusamente de la idea de Dios -con independencia de las creencias individuales, lo que aquí analizamos es la conciencia comunitaria de Dios-, entonces puede ocurrir, entre otras consecuencias, que desaparezca automáticamente la idea de fraternidad, en apariencia tan cara a los revolucionarios de 1789. La fraternidad entre los seres humanos, lo que hace o debería hacer que nos tratemos como hermanos, requiere un presupuesto: que reconozcamos una paternidad común, pues de lo contrario, no habría hermandad posible. Si desaparece de nuestro horizonte social la idea de un Padre común a todo el género humano, no pasará mucho tiempo antes de que los humanos no se traten como prójimos/hermanos sino como extraños, cuando no como enemigos mutuos.

 

Si renunciamos a la razón que heredamos del genio filosófico de los griegos, que forma parte de nuestro acervo cultural y que constituye una característica que distingue a los hombres de otras criaturas, desaparece con el tiempo el diálogo reflexivo como camino de dignificación del conjunto social, y corremos el riesgo de parecernos a otros ámbitos ajenos a nuestra tradición en los que la posibilidad de fundamentalismos e integrismos con fundamento sólo religioso constituyen una opción que está a la vuelta de la esquina.

 

Por último, si alejándonos de lo culturalmente heredado de Roma, nos deshiciésemos de la idea de justicia objetiva y bien común, conceptos que hoy naufragan en un océano de relativismo moral -cada uno crea su propia idea de lo bueno o de lo malo- y del más crudo individualismo, caeríamos fácilmente en un sistema jurídico que pareciera legitimar todo en base a mayorías parlamentarias y no con criterios objetivos.

 

Cuando un ordenamiento jurídico reconoce más “derechos” a una orangutana que a un niño por nacer, legitima la eliminación de moribundos a través de la eutanasia, o se muestra incapaz de definir claramente lo que es un varón o una mujer, son señales claras de que las palabras premonitorias y la advertencia de Joseph Ratzinger una década atrás no eran meras especulaciones ni constituían exageraciones.