Resumen
CARTA ENCÍCLICA
EVANGELIUM VITAE
JUAN PABLO II
SOBRE EL VALOR Y EL CARÁCTER INVIOLABLE
DE LA VIDA HUMANA (1995)
1. El Evangelio de
la vida está en el centro del mensaje de Jesús. Acogido con amor cada día por
la Iglesia, es anunciado con intrépida fidelidad como buena noticia a los
hombres de todas las épocas y culturas.
2. Todo hombre
abierto sinceramente a la verdad y al bien, aun entre dificultades e
incertidumbres, con la luz de la razón y no sin el influjo secreto de la
gracia, puede llegar a descubrir en la ley natural escrita en su corazón (cf.
Rm 2, 14-15) el valor sagrado de la vida humana desde su inicio hasta su
término, y afirmar el derecho de cada ser humano a ver respetado totalmente
este bien primario suyo. En el reconocimiento de este derecho se fundamenta
la convivencia humana y la misma comunidad política.
3. Hoy este
anuncio es particularmente urgente ante la impresionante multiplicación y
agudización de las amenazas a la vida de las personas y de los pueblos,
especialmente cuando ésta es débil e indefensa. A las tradicionales y dolorosas
plagas del hambre, las enfermedades endémicas, la violencia y las guerras, se
añaden otras, con nuevas facetas y dimensiones inquietantes.
Ya el Concilio
Vaticano II, en una página de dramática actualidad (Gaudium et spes), denunció
con fuerza los numerosos delitos y atentados contra la vida humana. « Todo lo
que se opone a la vida, como los homicidios de cualquier género, los
genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo suicidio voluntario; todo lo que
viola la integridad de la persona humana, como las mutilaciones, las torturas
corporales y mentales, incluso los intentos de coacción psicológica; todo lo
que ofende a la dignidad humana, como las condiciones infrahumanas de vida, los
encarcelamientos arbitrarios, las deportaciones, la esclavitud, la
prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; también las condiciones
ignominiosas de trabajo en las que los obreros son tratados como meros
instrumentos de lucro, no como personas libres y responsables; todas estas
cosas y otras semejantes son ciertamente oprobios que, al corromper la
civilización humana, deshonran más a quienes los practican que a quienes
padecen la injusticia y son totalmente contrarios al honor debido al Creador »
11. Pero nuestra
atención quiere concentrarse, en particular, en otro género de atentados,
relativos a la vida naciente y terminal, que presentan caracteres nuevos
respecto al pasado y suscitan problemas de gravedad singular, por el hecho de
que tienden a perder, en la conciencia colectiva, el carácter de « delito » y a
asumir paradójicamente el de « derecho », hasta el punto de pretender con ello
un verdadero y propio reconocimiento legal por parte del Estado y la sucesiva
ejecución mediante la intervención gratuita de los mismos agentes sanitarios.
13. Para facilitar
la difusión del aborto, se han invertido y se siguen invirtiendo ingentes sumas
destinadas a la obtención de productos farmacéuticos, que hacen posible la
muerte del feto en el seno materno, sin necesidad de recurrir a la ayuda del
médico.
Se afirma con
frecuencia que la anticoncepción, segura y asequible a todos, es el remedio más
eficaz contra el aborto. Se acusa además a la Iglesia católica de favorecer de
hecho el aborto al continuar obstinadamente enseñando la ilicitud moral de la
anticoncepción. La objeción, mirándolo bien, se revela en realidad falaz. En
efecto, puede ser que muchos recurran a los anticonceptivos incluso para evitar
después la tentación del aborto. Pero los contravalores inherentes a la
«mentalidad anticonceptiva» —bien diversa del ejercicio responsable de la
paternidad y maternidad, respetando el significado pleno del acto conyugal— son
tales que hacen precisamente más fuerte esta tentación, ante la eventual
concepción de una vida no deseada.
Lamentablemente la
estrecha conexión que, como mentalidad, existe entre la práctica de la
anticoncepción y la del aborto se manifiesta cada vez más y lo demuestra de
modo alarmante también la preparación de productos químicos, dispositivos intrauterinos
y vacunas que, distribuidos con la misma
facilidad que los anticonceptivos, actúan en realidad como abortivos en las
primerísimas fases de desarrollo de la vida del nuevo ser humano.
14. También las
distintas técnicas de reproducción artificial, que parecerían puestas al
servicio de la vida y que son practicadas no pocas veces con esta intención, en
realidad dan pie a nuevos atentados contra la vida. Más allá del hecho de que
son moralmente inaceptables desde el momento en que separan la procreación del
contexto integralmente humano del acto conyugal, 14 estas técnicas registran
altos porcentajes de fracaso. Este afecta no tanto a la fecundación como al
desarrollo posterior del embrión, expuesto al riesgo de muerte por lo general
en brevísimo tiempo. Además, se producen con frecuencia embriones en número
superior al necesario para su implantación en el seno de la mujer, y estos así
llamados «embriones supernumerarios» son posteriormente suprimidos o utilizados
para investigaciones que, bajo el pretexto del progreso científico o médico,
reducen en realidad la vida humana a simple «material biológico» del que se
puede disponer libremente.
Los diagnósticos
prenatales, que no presentan dificultades morales si se realizan para
determinar eventuales cuidados necesarios para el niño aún no nacido, con mucha
frecuencia son ocasión para proponer o practicar el aborto. Es el aborto
eugenésico, cuya legitimación en la opinión pública procede de una
mentalidad —equivocadamente considerada acorde con las exigencias de la
«terapéutica»— que acoge la vida sólo en determinadas condiciones, rechazando
la limitación, la minusvalidez, la enfermedad.
Siguiendo esta
misma lógica, se ha llegado a negar los cuidados ordinarios más elementales, y
hasta la alimentación, a niños nacidos con graves deficiencias o enfermedades.
Además, el panorama actual resulta aún más desconcertante debido a las
propuestas, hechas en varios lugares, de legitimar, en la misma línea del
derecho al aborto, incluso el infanticidio, retornando así a una época
de barbarie que se creía superada para siempre.
15. Amenazas no
menos graves afectan también a los enfermos incurables y a los terminales, en
un contexto social y cultural que, haciendo más difícil afrontar y soportar el
sufrimiento, agudiza la tentación de resolver el problema del sufrimiento
eliminándolo en su raíz, anticipando la muerte al momento considerado como más
oportuno.
En una decisión
así confluyen con frecuencia elementos diversos, lamentablemente convergentes
en este terrible final. Puede ser decisivo, en el enfermo, el sentimiento de
angustia, exasperación, e incluso desesperación, provocado por una experiencia
de dolor intenso y prolongado. Esto supone una dura prueba para el equilibrio a
veces ya inestable de la vida familiar y personal, de modo que, por una parte,
el enfermo —no obstante la ayuda cada vez más eficaz de la asistencia médica y
social—, corre el riesgo de sentirse abatido por la propia fragilidad; por
otra, en las personas vinculadas afectivamente con el enfermo, puede surgir un
sentimiento de comprensible aunque equivocada piedad. Todo esto se ve agravado
por un ambiente cultural que no ve en el sufrimiento ningún significado o
valor, es más, lo considera el mal por excelencia, que debe eliminar a toda
costa. Esto acontece especialmente cuando no se tiene una visión religiosa que
ayude a comprender positivamente el misterio del dolor.
Además, en el
conjunto del horizonte cultural no deja de influir también una especie de
actitud prometeica del hombre que, de este modo, se cree señor de la vida y de
la muerte porque decide sobre ellas, cuando en realidad es derrotado y
aplastado por una muerte cerrada irremediablemente a toda perspectiva de
sentido y esperanza. Encontramos una trágica expresión de todo esto en la
difusión de la eutanasia, encubierta y subrepticia, practicada
abiertamente o incluso legalizada. Esta, más que por una presunta piedad ante
el dolor del paciente, es justificada a veces por razones utilitarias, de cara
a evitar gastos innecesarios demasiado costosos para la sociedad.
Se propone así la
eliminación de los recién nacidos malformados, de los minusválidos graves, de
los impedidos, de los ancianos, sobre todo si no son autosuficientes, y de los
enfermos terminales. No nos es lícito callar ante otras formas más engañosas,
pero no menos graves o reales, de eutanasia. Estas podrían producirse cuando,
por ejemplo, para aumentar la disponibilidad de órganos para trasplante, se
procede a la extracción de los órganos sin respetar los criterios objetivos y
adecuados que certifican la muerte del donante.
16. Otro fenómeno
actual, en el que confluyen frecuentemente amenazas y atentados contra la vida,
es el demográfico. Este presenta modalidades diversas en las diferentes
partes del mundo: en los Países ricos y desarrollados se registra una
preocupante reducción o caída de los nacimientos; los Países pobres, por el
contrario, presentan en general una elevada tasa de aumento de la población,
difícilmente soportable en un contexto de menor desarrollo económico y social,
o incluso de grave subdesarrollo. Ante la superpoblación de los Países pobres
faltan, a nivel internacional, medidas globales —serias políticas familiares y
sociales, programas de desarrollo cultural y de justa producción y distribución
de los recursos— mientras se continúan realizando políticas antinatalistas.
La anticoncepción,
la esterilización y el aborto están ciertamente entre las causas que
contribuyen a crear situaciones de fuerte descenso de la natalidad. Puede ser
fácil la tentación de recurrir también a los mismos métodos y atentados contra
la vida en las situaciones de «explosión demográfica».
20. Reivindicar el
derecho al aborto, al infanticidio, a la eutanasia, y reconocerlo legalmente,
significa atribuir a la libertad humana un significado perverso e inicuo: el de
un poder absoluto sobre los demás y contra los demás. Pero ésta es la muerte de
la verdadera libertad: «En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado
es un esclavo » (Jn 8, 34).
23. En semejante
contexto el sufrimiento, elemento inevitable de la existencia humana, aunque
también factor de posible crecimiento personal, es « censurado », rechazado
como inútil, más aún, combatido como mal que debe evitarse siempre y de
cualquier modo. Cuando no es posible evitarlo y la perspectiva de un bienestar
al menos futuro se desvanece, entonces parece que la vida ha perdido ya todo
sentido y aumenta en el hombre la tentación de reivindicar el derecho a su
supresión.
53. « La vida
humana es sagrada porque desde su inicio comporta "la acción creadora de
Dios" y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su
único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término:
nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo
directo a un ser humano inocente ».
55. En efecto, hay
situaciones en las que aparecen como una verdadera paradoja los valores
propuestos por la Ley de Dios. Es el caso, por ejemplo, de la legítima
defensa, en que el derecho a proteger la propia vida y el deber de no dañar
la del otro resultan, en concreto, difícilmente conciliables. Sin duda alguna,
el valor intrínseco de la vida y el deber de amarse a sí mismo no menos que a
los demás son la base de un verdadero derecho a la propia defensa. El mismo
precepto exigente del amor al prójimo, formulado en el Antiguo Testamento y
confirmado por Jesús, supone el amor por uno mismo como uno de los términos de
la comparación: « Amarás a tu prójimo como a ti mismo » (Mc 12, 31). Por tanto,
nadie podría renunciar al derecho a defenderse por amar poco la vida o a sí
mismo, sino sólo movido por un amor heroico, que profundiza y transforma el
amor por uno mismo, según el espíritu de las bienaventuranzas evangélicas (cf. Mt
5, 38-48) en la radicalidad oblativa cuyo ejemplo sublime es el mismo Señor
Jesús.
Por otra parte, «
la legítima defensa puede ser no solamente un derecho, sino un deber grave,
para el que es responsable de la vida de otro, del bien común de la familia o
de la sociedad ».
56. En este
horizonte se sitúa también el problema de la pena de muerte, respecto a
la cual hay, tanto en la Iglesia como en la sociedad civil, una tendencia
progresiva a pedir una aplicación muy limitada e, incluso, su total abolición.
sin que se deba
llegar a la medida extrema de la eliminación del reo salvo en casos de absoluta
necesidad, es decir, cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro
modo. Hoy, sin embargo, gracias a la organización cada vez más adecuada de la
institución penal, estos casos son ya muy raros, por no decir prácticamente
inexistentes.
De todos modos,
permanece válido el principio indicado por el nuevo Catecismo de la Iglesia
Católica, según el cual « si los medios incruentos bastan para defender las vidas
humanas contra el agresor y para proteger de él el orden público y la seguridad
de las personas, en tal caso la autoridad se limitará a emplear sólo esos
medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien
común y son más conformes con la dignidad de la persona humana ».
58. en el caso del
aborto se percibe la difusión de una terminología ambigua, como la de
«interrupción del embarazo», que tiende a ocultar su verdadera naturaleza y a
atenuar su gravedad en la opinión pública. Quizás este mismo fenómeno
lingüístico sea síntoma de un malestar de las conciencias. Pero ninguna palabra
puede cambiar la realidad de las cosas: el aborto procurado es la eliminación
deliberada y directa, como quiera que se realice, de un ser humano en la fase
inicial de su existencia, que va de la concepción al nacimiento.
60. Algunos
intentan justificar el aborto sosteniendo que el fruto de la concepción, al
menos hasta un cierto número de días, no puede ser todavía considerado una vida
humana personal. En realidad, « desde el momento en que el óvulo es fecundado,
se inaugura una nueva vida que no es la del padre ni la de la madre, sino la de
un nuevo ser humano que se desarrolla por sí mismo. Jamás llegará a ser humano
si no lo ha sido desde entonces. A esta evidencia de siempre... la genética
moderna otorga una preciosa confirmación. Muestra que desde el primer instante
se encuentra fijado el programa de lo que será ese viviente: una persona, un
individuo con sus características ya bien determinadas. Con la fecundación
inicia la aventura de una vida humana, cuyas principales capacidades requieren
un tiempo para desarrollarse y poder actuar »
: « El ser humano
debe ser respetado y tratado como persona desde el instante de su concepción y,
por eso, a partir de ese mismo momento se le deben reconocer los derechos de la
persona, principalmente el derecho inviolable de todo ser humano inocente a la
vida ».
62. La disciplina
canónica de la Iglesia, desde los primeros siglos, ha castigado con sanciones penales
a quienes se manchaban con la culpa del aborto y esta praxis, con penas más o
menos graves, ha sido ratificada en los diversos períodos históricos. El Código
de Derecho Canónico de 1917 establecía para el aborto la pena de excomunión. 69
También la nueva legislación canónica se sitúa en esta dirección cuando
sanciona que « quien procura el aborto, si éste se produce, incurre en
excomunión latae sententiae »,70 es decir, automática. La excomunión afecta a
todos los que cometen este delito conociendo la pena, incluidos también
aquellos cómplices sin cuya cooperación el delito no se hubiera producido:
Ante semejante
unanimidad en la tradición doctrinal y disciplinar de la Iglesia, Pablo VI pudo
declarar que esta enseñanza no había cambiado y que era inmutable. 72 Por
tanto, con la autoridad que Cristo confirió a Pedro y a sus Sucesores, en
comunión con todos los Obispos —que en varias ocasiones han condenado el aborto
y que en la consulta citada anteriormente, aunque dispersos por el mundo, han
concordado unánimemente sobre esta doctrina—, declaro que el aborto directo, es
decir, querido como fin o como medio, es siempre un desorden moral grave, en
cuanto eliminación deliberada de un ser humano inocente. Esta doctrina se
fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida
por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y
universal.
63. La valoración
moral del aborto se debe aplicar también a las recientes formas de intervención
sobre los embriones humanos que, aun buscando fines en sí mismos legítimos,
comportan inevitablemente su destrucción. Es el caso de los experimentos con
embriones, en creciente expansión en el campo de la investigación biomédica y
legalmente admitida por algunos Estados. Si « son lícitas las intervenciones
sobre el embrión humano siempre que respeten la vida y la integridad del
embrión, que no lo expongan a riesgos desproporcionados, que tengan como fin su
curación, la mejora de sus condiciones de salud o su supervivencia individual »,74
se debe afirmar, sin embargo, que el uso de embriones o fetos humanos como
objeto de experimentación constituye un delito en consideración a su dignidad
de seres humanos, que tienen derecho al mismo respeto debido al niño ya nacido
y a toda persona. 75
La misma condena
moral concierne también al procedimiento que utiliza los embriones y fetos
humanos todavía vivos —a veces « producidos » expresamente para este fin
mediante la fecundación in vitro— sea como « material biológico » para ser
utilizado, sea como abastecedores de órganos o tejidos para trasplantar en el
tratamiento de algunas enfermedades. En verdad, la eliminación de criaturas
humanas inocentes, aun cuando beneficie a otras, constituye un acto
absolutamente inaceptable.
Una atención
especial merece la valoración moral de las técnicas de diagnóstico prenatal,
que permiten identificar precozmente eventuales anomalías del niño por nacer.
En efecto, por la complejidad de estas técnicas, esta valoración debe hacerse
muy cuidadosa y articuladamente. Estas técnicas son moralmente lícitas cuando
están exentas de riesgos desproporcionados para el niño o la madre, y están
orientadas a posibilitar una terapia precoz o también a favorecer una serena y
consciente aceptación del niño por nacer. Pero, dado que las posibilidades de
curación antes del nacimiento son hoy todavía escasas, sucede no pocas veces
que estas técnicas se ponen al servicio de una mentalidad eugenésica, que
acepta el aborto selectivo para impedir el nacimiento de niños afectados por
varios tipos de anomalías. Semejante mentalidad es ignominiosa y totalmente
reprobable, porque pretende medir el valor de una vida humana siguiendo sólo
parámetros de « normalidad » y de bienestar físico, abriendo así el camino a la
legitimación incluso del infanticidio y de la eutanasia.
64. En el otro
extremo de la existencia, el hombre se encuentra ante el misterio de la muerte.
Hoy, debido a los progresos de la medicina y en un contexto cultural con
frecuencia cerrado a la trascendencia, la experiencia de la muerte se presenta
con algunas características nuevas. En efecto, cuando prevalece la tendencia a
apreciar la vida sólo en la medida en que da placer y bienestar, el sufrimiento
aparece como una amenaza insoportable, de la que es preciso librarse a toda costa.
La muerte, considerada « absurda » cuando interrumpe por sorpresa una vida
todavía abierta a un futuro rico de posibles experiencias interesantes, se
convierte por el contrario en una « liberación reivindicada » cuando se
considera que la existencia carece ya de sentido por estar sumergida en el
dolor e inexorablemente condenada a un sufrimiento posterior más agudo.
Además, el hombre,
rechazando u olvidando su relación fundamental con Dios, cree ser criterio y
norma de sí mismo y piensa tener el derecho de pedir incluso a la sociedad que
le garantice posibilidades y modos de decidir sobre la propia vida en plena y
total autonomía. Es particularmente el hombre que vive en países desarrollados
quien se comporta así: se siente también movido a ello por los continuos
progresos de la medicina y por sus técnicas cada vez más avanzadas. Mediante
sistemas y aparatos extremadamente sofisticados, la ciencia y la práctica
médica son hoy capaces no sólo de resolver casos antes sin solución y de
mitigar o eliminar el dolor, sino también de sostener y prolongar la vida
incluso en situaciones de extrema debilidad, de reanimar artificialmente a
personas que perdieron de modo repentino sus funciones biológicas elementales,
de intervenir para disponer de órganos para trasplantes.
En semejante
contexto es cada vez más fuerte la tentación de la eutanasia, esto es,
adueñarse de la muerte, procurándola de modo anticipado y poniendo así fin «
dulcemente » a la propia vida o a la de otros. En realidad, lo que podría
parecer lógico y humano, al considerarlo en profundidad se presenta absurdo e
inhumano. Estamos aquí ante uno de los síntomas más alarmantes de la « cultura
de la muerte », que avanza sobre todo en las sociedades del bienestar,
caracterizadas por una mentalidad eficientista que presenta el creciente número
de personas ancianas y debilitadas como algo demasiado gravoso e insoportable.
Muy a menudo, éstas se ven aisladas por la familia y la sociedad, organizadas
casi exclusivamente sobre la base de criterios de eficiencia productiva, según
los cuales una vida irremediablemente inhábil no tiene ya valor alguno.
65. Para un
correcto juicio moral sobre la eutanasia, es necesario ante todo definirla con
claridad. Por eutanasia en sentido verdadero y propio se debe entender una
acción o una omisión que por su naturaleza y en la intención causa la muerte,
con el fin de eliminar cualquier dolor. « La eutanasia se sitúa, pues, en
el nivel de las intenciones o de los métodos usados »
De ella debe
distinguirse la decisión de renunciar al llamado « ensañamiento terapéutico
»,
En la medicina
moderna van teniendo auge los llamados «cuidados paliativos »,
destinados a hacer más soportable el sufrimiento en la fase final de la
enfermedad y, al mismo tiempo, asegurar al paciente un acompañamiento humano
adecuado. En este contexto aparece, entre otros, el problema de la licitud del
recurso a los diversos tipos de analgésicos y sedantes para aliviar el dolor
del enfermo, cuando esto comporta el riesgo de acortarle la vida.
Ya Pío XII afirmó que es lícito suprimir el dolor por medio de
narcóticos, a pesar de tener como consecuencia limitar la conciencia y abreviar
la vida, « si no hay otros medios y si, en tales circunstancias, ello no impide
el cumplimiento de otros deberes religiosos y morales ». En efecto, en este
caso no se quiere ni se busca la muerte, aunque por motivos razonables se corra
ese riesgo. Simplemente se pretende mitigar el dolor de manera eficaz,
recurriendo a los analgésicos puestos a disposición por la medicina. Sin embargo,
« no es lícito privar al moribundo de la conciencia propia sin grave motivo »:
80 acercándose a la muerte, los hombres deben estar en condiciones de poder
cumplir sus obligaciones morales y familiares y, sobre todo, deben poderse
preparar con plena conciencia al encuentro definitivo con Dios.
En estas
situaciones, cuando la muerte se prevé inminente e inevitable, se puede en
conciencia « renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una
prolongación precaria y penosa de la existencia, sin interrumpir sin embargo
las curas normales debidas al enfermo en casos similares ».
Hechas estas
distinciones, de acuerdo con el Magisterio de mis Predecesores 81 y en comunión
con los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la eutanasia es una grave violación
de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de
una persona humana. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la
Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y
enseñada por el Magisterio ordinario y universal.
Semejante práctica
conlleva, según las circunstancias, la malicia propia del suicidio o del
homicidio.
66. Ahora bien, el
suicidio es siempre moralmente inaceptable, al igual que el homicidio.
La tradición de la
Iglesia siempre lo ha rechazado como decisión gravemente mala. el suicidio,
bajo el punto de vista objetivo, es un acto gravemente inmoral, porque comporta
el rechazo del amor a sí mismo y la renuncia a los deberes de justicia y de
caridad para con el prójimo, para con las distintas comunidades de las que se
forma parte y para la sociedad en general. 84 En su realidad más profunda,
constituye un rechazo de la soberanía absoluta de Dios sobre la vida y sobre la
muerte,
Compartir la
intención suicida de otro y ayudarle a realizarla mediante el llamado « suicidio
asistido » significa hacerse colaborador, y algunas veces autor en primera
persona, de una injusticia que nunca tiene justificación, ni siquiera cuando es
solicitada. « No es lícito —escribe con sorprendente actualidad san Agustín—
matar a otro, aunque éste lo pida y lo quiera y no pueda ya vivir... para
librar, con un golpe, el alma de aquellos dolores, que luchaba con las
ligaduras del cuerpo y quería desasirse ».
La opción de la
eutanasia es más grave cuando se configura como un homicidio que otros practican en una persona que no la pidió de
ningún modo y que nunca dio su consentimiento. Se llega además al colmo del
arbitrio y de la injusticia cuando algunos, médicos o legisladores, se arrogan
el poder de decidir sobre quién debe vivir o morir.
70. La raíz común
de todas estas tendencias es el relativismo ético que caracteriza muchos
aspectos de la cultura contemporánea. No falta quien considera este relativismo
como una condición de la democracia, ya que sólo él garantizaría la tolerancia,
el respeto recíproco entre las personas y la adhesión a las decisiones de la
mayoría, mientras que las normas morales, consideradas objetivas y vinculantes,
llevarían al autoritarismo y a la intolerancia.
En realidad, la
democracia no puede mitificarse convirtiéndola en un sustitutivo de la
moralidad o en una panacea de la inmoralidad. Fundamentalmente, es un «
ordenamiento » y, como tal, un instrumento y no un fin. Su carácter « moral »
no es automático, sino que depende de su conformidad con la ley moral a la que,
como cualquier otro comportamiento humano, debe someterse; esto es, depende de
la moralidad de los fines que persigue y de los medios de que se sirve. Si hoy
se percibe un consenso casi universal sobre el valor de la democracia, esto se
considera un positivo « signo de los tiempos », como también el Magisterio de
la Iglesia ha puesto de relieve varias veces. 88 Pero el valor de la democracia
se mantiene o cae con los valores que encarna y promueve: fundamentales e
imprescindibles son ciertamente la dignidad de cada persona humana, el respeto
de sus derechos inviolables e inalienables, así como considerar el « bien común
» como fin y criterio regulador de la vida política.
En la base de
estos valores no pueden estar provisionales y volubles « mayorías » de opinión,
sino sólo el reconocimiento de una ley moral objetiva
, es difícil no
ver cómo, sin una base moral objetiva, ni siquiera la democracia puede
asegurar una paz estable, tanto más que la paz no fundamentada sobre los
valores de la dignidad humana y de la solidaridad entre todos los hombres, es a
menudo ilusoria. En efecto, en los mismos regímenes participativos la
regulación de los intereses se produce con frecuencia en beneficio de los más fuertes,
que tienen mayor capacidad para maniobrar no sólo las palancas del poder, sino
incluso la formación del consenso. En un situación así, la democracia se
convierte fácilmente en una palabra vacía.
72. Por tanto, las
leyes que autorizan y favorecen el aborto y la eutanasia se oponen radicalmente
no sólo al bien del individuo, sino también al bien común y, por consiguiente,
están privadas totalmente de auténtica validez jurídica.
73. Así pues, el
aborto y la eutanasia son crímenes que ninguna ley humana puede pretender
legitimar. Leyes de este tipo no sólo no crean ninguna obligación de
conciencia, sino que, por el contrario, establecen una grave y precisa
obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia. Desde los
orígenes de la Iglesia, la predicación apostólica inculcó a los cristianos el
deber de obedecer a las autoridades públicas legítimamente constituidas (cf. Rm
13, 1-7, 1 P 2, 13-14), pero al mismo tiempo enseñó firmemente que « hay que
obedecer a Dios antes que a los hombres » (Hch 5, 29).
En el caso pues de
una ley intrínsecamente injusta, como es la que admite el aborto o la
eutanasia, nunca es lícito someterse a ella, « ni participar en una campaña de
opinión a favor de una ley semejante, ni darle el sufragio del propio voto »
Un problema
concreto de conciencia podría darse en los casos en que un voto parlamentario
resultase determinante para favorecer una ley más restrictiva, es decir,
dirigida a restringir el número de abortos autorizados, como alternativa a otra
ley más permisiva ya en vigor o en fase de votación.
En el caso
expuesto, cuando no sea posible evitar o abrogar completamente una ley
abortista, un parlamentario, cuya absoluta oposición personal al aborto sea
clara y notoria a todos, puede lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas
encaminadas a limitar los daños de esa ley y disminuir así los efectos
negativos en el ámbito de la cultura y de la moralidad pública. En efecto,
obrando de este modo no se presta una colaboración ilícita a una ley injusta;
antes bien se realiza un intento legítimo y obligado de limitar sus aspectos
inicuos.
82. Para ser
verdaderamente un pueblo al servicio de la vida debemos, con constancia y
valentía, proponer estos contenidos desde el primer anuncio del Evangelio y,
posteriormente, en la catequesis y en las diversas formas de predicación, en el
diálogo personal y en cada actividad educativa. A los educadores, profesores,
catequistas y teólogos corresponde la tarea de poner de relieve las razones
antropológicas que fundamentan y sostienen el respeto de cada vida humana.
87. En virtud de la
participación en la misión real de Cristo, el apoyo y la promoción de la
vida humana deben realizarse mediante el servicio de la caridad, que se
manifiesta en el testimonio personal, en las diversas formas de voluntariado, en
la animación social y en el compromiso político.
Y mientras, como
pueblo peregrino, pueblo de la vida y para la vida, caminamos confiados hacia «
un cielo nuevo y una tierra nueva » (Ap 21, 1), dirigimos la mirada a aquélla
que es para nosotros « señal de esperanza cierta y de consuelo ».142