de una crisis religiosa
Por Jorge Martínez
La Prensa,
16.03.2025
Se cumplieron
cincuenta años de la publicación de La Iglesia Católica y las catacumbas de
hoy, libro breve pero agudo y profundo en el que Alberto Caturelli denunciaba
la crisis de fe que asediaba a los católicos a comienzos de la década de 1970,
rastreaba sus orígenes filosóficos y advertía sobre el desarrollo pernicioso
que podría tener en el futuro.
Como es la obra de
un filósofo, sus páginas resumen en poco espacio una densa discusión
intelectual en la que el autor apela a su erudición sin ocultar el dolor de
hombre creyente que veía zozobrar a la barca de Pedro.
La gran amenaza
que divisaba Caturelli (1927-2016) cuando escribió y revisó el libro, en 1973 y
1974, era la secularización, a la que consideraba “la más grande herejía en
toda la historia de la Iglesia”.
Este proceso de
secularización infiltrado en la Iglesia derivaba del inmanentismo filosófico
consolidado a partir del nominalismo, el empirismo y el idealismo. Caturelli
señalaba a Hegel como el ápice de esa genealogía contaminada. A su juicio el
inabordable dialéctico alemán era “el gran corruptor del alma en Occidente”;
Marx, Nietzsche y Sartre sólo habían sido tres de sus herederos más ponzoñosos.
No olvidaba el
autor que la Iglesia había sufrido desde siempre el asalto de ese espíritu
secularizante. El propio Judas lo había encarnado en la errada esperanza de un
Mesías que liberara al pueblo judío en un sentido meramente terrenal. Tantas
veces repetida, la embestida se había reforzado a partir de la Ilustración, la
filosofía germana del siglo XIX y el modernismo teológico.
Al momento de
publicar el libro, el peligro se llamaba “Teología de la Liberación” o
“tercermundismo”. Sus adeptos, apuntaba Caturelli, pregonaban un “monofisismo
invertido” que sólo destacaba la naturaleza humana de Jesucristo y lo
presentaba como un “redentor” social.
Imbuidos de Hegel
y Marx, estos repetidores de viejas herejías subvertidas practicaban un
profetismo reducido a la interpretación de la realidad histórica como “proceso
de liberación”. Dicha interpretación era también un activismo, una praxis, cuyo
destino último los empujaba hacia el socialismo marxista.
DOS CORRUPCIONES
Esta curiosa
“praxis” religiosa, que se había difundido entre los católicos gracias a
“cierta extraña y mundana vergüenza de su Fe”, se manifestaba en la corrupción
de lo sobrenatural, un proceso doble que terminaba por conducir también a la
corrupción de lo natural.
“No es posible,
para la conciencia cristiana, pensar en una naturaleza sana si de ella se
rechaza lo sobrenatural -señalaba Caturelli-. El rechazo de lo sobrenatural,
mella la naturaleza. También la inversa es verdadera, pues una naturaleza
corrompida en cuanto naturaleza hace casi imposible la inserción de los
sobrenatural”.
Los adalides del
inmanentismo en la Iglesia profesaban un Evangelio “demitificado”, relativizaban
la idea de santidad, olvidaban o suprimían el valor de la oración, vaciaban la
liturgia. Se regodeaban cultivando tres grandes negaciones: a la Santísima
Virgen María, al magisterio del Papa y a la presencia efectiva de Satán.
Habían ganado
terreno porque sacerdotes y laicos repetían “de oídas” esas supuestas novedades
con el afán de “estar al día” y no pasar por “reaccionarios”, “conservadores” o
ignorantes no “mentalizados” respecto del mundo en el que vivían. Fenómeno que,
corresponde decirlo, de ningún modo ha pasado de moda.
Esta
“demitificación” de lo sagrado iba a la par de una “desinstitucionalización”
general de la Iglesia. El desvío, alertaba Caturelli, llevaba a exaltar una
horizontalidad que pretendía suprimir la diferencia esencial que existe entre
los sacerdotes ordenados como tales y el sacerdocio común de los fieles.
Dicha
“indistinción” con el sacerdocio común, observaba el filósofo, “les hace
renunciar a todo distintivo (traje clerical) y hasta caer en ridículas chabacanerías
que nada tienen de apostólicas y ni siquiera de prudencia meramente humana”.
Eran la sal que no sala.
BUEN SACERDOTE
Por eso, entonces
como ahora, correspondía encomiar el “heroísmo callado” de tantos “sacerdotes
que, silenciosos y fieles, a veces parecen no existir”.
“No me refiero
tanto -precisaba Caturelli- a aquellos sacerdotes a quienes Dios les ha
permitido fama personal, prestigio intelectual, etc., y, con ello, algunos
apoyos humanos legítimos. Aquí me refiero principalmente a los sacerdotes
anónimos (para el mundo), quizá sin ‘sabiduría’ (de la que admira el ‘mundo’);
a los que, ante el mito del ‘cambio’, dan la impresión de que ‘arrastran los
pies’; pienso en el sacerdote sencillo que predica con su ejemplo sin saberlo,
que aun cree en la Penitencia y en la oración y pasa horas en los
confesionarios, que se entrega de veras a los pobres sin publicar solicitadas
en los diarios; que es pobre y jamás ha ‘hablado’ y ‘predicado’ la pobreza,
para quien la realidad social no se ha polarizado (dialécticamente) entre
‘ricos’ y ‘pobres’ no sólo porque esa tensión no se explica por medios extraños
al Evangelio ni es necesaria, sino porque él ama sin hacer distinciones”.
Caturelli escribía
estas páginas cuando todavía se libraba la “guerra fría” y la Argentina y buena
parte de Hispanoamérica soportaba el embate de las guerrillas de izquierda que,
imitando a Cuba, pretendían hacer de los Andes una interminable “Sierra
Maestra”.
En la Iglesia aún
se vivía apogeo del “tercermundismo” junto a las secuelas del “espíritu” del
Concilio Vaticano II que, con la excusa de “actualizar” la pastoral religiosa a
los cambios sociales y culturales del siglo XX, había dado aires a los
promotores del inmanentismo y la desacralización.
Además, en 1972,
poco antes de la publicación del libro, se había conocido aquel discurso del
papa Pablo VI que contenía esta frase estremecedora: “Se diría que a través de
alguna grieta ha entrado el humo de Satanás en el templo de Dios”. Y más
adelante, la tremenda admisión: “Se creía que después del Concilio vendría un
día de sol para la historia de la Iglesia. Por el contrario, ha venido un día
de nubes, de tempestad, de oscuridad, de búsqueda, de incertidumbre y se siente
fatiga en dar la alegría de la fe”.
EL SIGLO XXI
Caturelli, quien
al menos en este libro no se manifestaba crítico del CVII, citaba y analizaba
ese desconcertante pronunciamiento papal, consciente de la gravedad que
revestía en tanto confirmaba lo avanzado del proceso que fustigaba en su propia
argumentación.
Es cierto que en
pontificados posteriores el “tercermundismo” fue perdiendo vigencia y llegó a
ser contenido hasta casi desaparecer, pero no así el espíritu inmanentista y
secularizador, que hoy, avanzado el siglo XXI, es una realidad mucho más
extendida que hace cinco decenios, y hasta parece ser aceptada y promovida
desde las máximas jerarquías eclesiásticas.
Un estado de cosas
que, según Caturelli, debía reencauzar al católico a cumplir con su “misión
primera”. Se trataba de “revertir el proceso del inmanentismo no solamente en
el plano del pensamiento general, sino en el plano de la vida cotidiana”.
Tarea ardua, casi
imposible para la “lógica” mundana, pero perfectamente válida para la “lógica
cristiana consustanciada con la fe por medio de la cual el cristiano sabe que
lo ‘imposible’ es posible y hasta necesario, que la ‘locura’ es la sensatez más
sólida, que la persecución del mundo es fuerza de la Iglesia, que la traición
cotidiana de muchos representa un oscuro misterio destructor del cual también saldrá
la luz y la fortaleza”.
A ello aludía el
autor con la expresión “catacumbas de hoy”, unas catacumbas que podían ser
“físicas” o “espirituales”, y desde las cuales “actuará el fermento de la
restauración de la Vida sobrenatural” en un mundo desquiciado que se ha quedado
sin fundamento y entró en crisis.
Lejos de las
consignas elementales de lo que hoy se llama “batalla cultural”, Caturelli
observaba que el primer objetivo de la “conciencia cristiana” no podía ser “una
superficial ‘conquista’ del mundo, sino la propia conversión cotidiana”. Oponer
la santidad a la degradación general, y frente a la “creciente marea de
secularización, un ahondamiento de la fe y de la imitación concreta de Cristo”.
El resultado era
incierto, como lo había sido para los primeros cristianos. Ellos se “limitaron
a ser cristianos y a evangelizar el mundo ya con su palabra, ya simplemente con
su sangre, y siempre con su ejemplo concreto. Nada de ‘planes’ muy estrictos,
sino la locura de ser cristianos hasta el fondo”.
Una locura que,
“desde el trasfondo de las ‘catacumbas’ de hoy”, sigue siendo “capaz de
sacralizarlo todo”.