jueves, 28 de marzo de 2024

VICIOS DEL CULTO A LA CONSTITUCIÓN


 

POR MARTIN BUTELER

 

La Prensa, 24.03.2024

 

Se ha dicho que en nuestro país la Constitución Nacional es objeto de un culto que no tiene semejante en otros lugares del mundo. Sea lo que fuere de ello, se trata de un asunto que amerita una perenne reflexión, de suyo trascendente al orden del derecho positivo, propio en este caso de los constitucionalistas, abocados al estudio e interpretación del texto vigente.

 

En efecto, la sanción del texto original, allá por 1853, fue un acontecimiento de carácter esencialmente político, inteligible a la luz de la historia nacional que le sirvió de antecedente y marco; y que expresó, en este sentido, el triunfo de un determinado proyecto de nación sobre otro, con profundas implicancias ideológicas. Ignorarlo, o pretender que se trató de un evento aséptico, que dio sencilla y pacíficamente a luz los fundamentos sagrados de la Nación Argentina, conlleva la marginación de todo análisis crítico, que la realidad argentina desde entonces impone como una necesidad.

 

EL MALDITO

 

El carácter totémico del texto constitucional, antes apuntado, ha traído como consecuencia la inapelable condenación (¿ya felizmente superada?) de quien fuera a nuestro entender uno de los más grandes próceres de nuestra historia, a saber, Juan Manuel de Rosas; “el maldito de la historia oficial”, al decir de Pacho O´Donnell, que así subtituló su popular biografía de “El Restaurador de las Leyes”.

 

En efecto, la real o supuesta resistencia de Rosas a la adopción de una constitución formal escrita durante su largo gobierno, ha sido retorcida en su contra sin matiz alguno; con la lamentable consecuencia de no profundizarse su rico pensamiento en la materia. Ello agravado por la inclusión en el texto constitucional de la cláusula, todavía vigente, del art. 29, que gravita como un estigma sobre su figura, pese a haber asumido aquél sus omnímodos poderes (facultades extraordinarias y suma del poder público, sucesivamente), sin excepción, por expresa disposición de la Sala de Representantes, y no en virtud de acto de fuerza alguno.

 

Los prejuicios inveterados, de este modo, han terminado por clausurar toda sana discusión, sin que las sucesivas reformas (ya llevamos siete: 1860, 1866, 1898, 1949, 1957, 1972 y 1994), y las numerosas y frecuentes interrupciones debidas a golpes de estado y gobiernos militares de facto (cinco, de 1930 a la actualidad), nos hayan traído de vuelta la pregunta acerca del régimen político adecuado a nuestra realidad. Naturalmente, no se trata ya de algo susceptible de replanteamiento, como lo fue hasta 1853, sino sustancialmente irreversible; pero ello no empece la utilidad de una reflexión más profunda sobre el particular, corroborada por la actualidad política de aproximadamente los últimos 200 años.

 

Con la agudeza que caracterizaba todas sus reflexiones sobre el acontecer nacional, señalaba el P. Leonardo Castellani: “La inestabilidad traba decisivamente el progreso de cualquier país, pues no es sino falta de gobierno y guerra civil fría... La Argentina políticamente se halla en estado de pecado mortal; no existe en ella la causa eficiente de una nación, es decir, la autoridad; o sea, llanamente, el Estado sólido” (Lugones-Esencia del Liberalismo-Nueva Crítica Literaria, Ediciones Dictio, 1975, pp. 87-88).

 

Escribía Castellani con varias décadas de Constitución a cuestas, y constataba algo que quizá con mayor razón podríamos verificar hoy, otras tantas después. Ya había señalado Rosas el peligro, desde otro ángulo, en su famosa carta a Facundo Quiroga: “es en vano clamar por el Congreso y por Constitución bajo el sistema Federal, mientras cada Estado no se arregle interiormente y no dé bajo un orden estable y permanente pruebas prácticas y positivas de su aptitud, para formar federación con los demás; porque en este sistema el gobierno general no une sino que se sostiene por la unión” (20 de diciembre de 1834).

 

En síntesis, no basta la adopción de modelos foráneos (particularmente franceses y anglosajones), para dar solución al problema político nacional. Ello ha sido una tentación recurrente para las clases dirigentes e ilustradas de nuestro país de todos los tiempos, y aunque no se les puedan desconocer algunos éxitos, el fracaso está a la vista. No podía ser de otra manera, habida cuenta de los prejuicios ideológicos que están en la base del prurito extranjerizante antes denunciado.

 

¿Qué era, en el fondo, lo que sostenía el Restaurador? Que por encima de cualquier texto escrito (constitución formal), se debe atender a la constitución material e histórica, forjada lentamente a través del tiempo, mediante usos y costumbres que tienen una innegable dimensión jurídica (también normas escritas).

 

Si bien claro está, como dijimos antes, que la historia constitucional argentina nos muestra un proceso irreversible, un poco de claridad al respecto deviene indispensable, pues es evidente que la sanción de la Carta Magna no fue, ni sus reformas posteriores, el expediente apto para traer orden y estabilidad duraderas, por complejas y múltiples que se entiendan ser las causas de nuestra decadencia. Argentina no es Alemania, ni Francia, ni Inglaterra; es lógico, por tanto, que un idéntico sistema no funcione de la misma manera aquí y allá, siendo de elemental buen sentido tomar nota de las diferencias, y un funesto sinsentido la pretensión de suprimirlas.

 

DIVISION DE PODERES

 

Vamos con algún ejemplo, antes de terminar. Y para ello tomemos uno de los pilares del régimen constitucional republicano: la división de poderes. La posibilidad de conflicto es una debilidad inherente a la misma, pero esta posibilidad viene aquí agravada, no solo por nuestra particular idiosincrasia, sino también ahora por la desmedida expansión que a nuestro entender ha asumido la función judicial. De modo que al nivel de conflictividad que existe en un país como el nuestro entre los poderes políticos, sumamos el que entraña una suerte de co-gobierno de los jueces (desde el más humilde de los magistrados hasta la Corte Suprema), al amparo de un control de constitucionalidad de límites y alcances desconocidos; más que co-gobierno, por cierto, sería el desgobierno de que hablaba Castellani. ¿Es esto lo que pregonan los paladines de la democracia?

 

“Diálogo” y “consenso” como fines en sí mismos, y no ordenados al bien común, verdadero y único fin de la comunidad política, no conducen sino al caos (eufemísticamente le llaman “inseguridad jurídica”). No se trata de convertir al Congreso en escribanía del gobierno de turno, o al Poder Judicial en su corte de amanuenses; pero sí de advertir que el estricto apego a la formalidad constitucional no es genuino entre nosotros, y quizá ni siquiera posible. La experiencia política de siglos lo evidencia, y no debería ello sorprendernos en pueblos de tradición latina e hispánica como el nuestro, más propensos a consagrar la figura de un líder fuerte y con poderes vastos (piénsese en el “caudillo”, por ej., pero no exclusivamente), sin por ello caer en el centralismo, ni incurrir en el “atraso” que nos endilga la leyenda negra anti-española.

 

Todo lo señalado no implica desconocer los méritos del texto constitucional histórico y aún del vigente; tampoco cuestionar su autoridad como norma superior del ordenamiento positivo, pese a las críticas que legítimamente se le puedan hacer. Nuestro análisis obedece más bien a lo que entendemos la necesidad de pensar la realidad política argentina desde una perspectiva más amplia, y por lo mismo también más realista. Es lo que hicieron nuestros grandes próceres, y debe realizar en su tiempo cada generación.