No, cambio antropológico
Riccardo Casioli
Brújula cotidiana,
06_11_2024
Recuperación de
víctimas, búsqueda de desaparecidos, recuento de daños, polémica y reacciones
furibundas de la población. La trágica riada que ha asolado la provincia de
Valencia y se ha cobrado 222 vidas (aunque el balance aún es provisional) no
deja de suscitar interrogantes sobre cómo ha sido posible semejante catástrofe.
Como siempre
ocurre en circunstancias similares, desgraciadamente, por un lado está el coro
(políticos y medios de comunicación) de los que ya han decidido que todo se
debe al cambio climático provocado por la actividad humana; y por otro las
voces (sobre todo en las redes sociales) de los que ven una conspiración o la
mano de alguien que, por no se sabe qué razón, disfruta provocando desastres
naturales.
Lo cierto es que
lo ocurrido en la Comunidad Valenciana -y en los días siguientes también en
Barcelona- es un suceso extremo, sí, pero no es nuevo en absoluto. La última
inundación desastrosa que sufrió Valencia fue en 1957 (al menos 81 muertos,
aunque según otras fuentes las víctimas superaron el centenar), pero se calcula
que desde 1321 ha habido al menos 75 grandes inundaciones. Por eso, tras la
de 1957, el entonces dictador Francisco Franco ordenó desviar el río Turia
fuera de la ciudad (y el cauce se convirtió en un parque). Esto no quita que
incluso después de 1957 se hayan producido eventos extremos en la provincia de
Valencia, el más reciente en enero de 2020, con inundaciones que no afectaron a
los principales núcleos de población.
Algo similar cabe
decir de Barcelona y toda Cataluña, comunidad autónoma sometida también a las
llamadas “riadas”, con lluvias tan intensas que desbordan numerosos cauces en
pocas horas. Hay que recordar que la peor catástrofe natural de la historia de
España se produjo en Barcelona en 1962 con las inundaciones provocadas por el
río Rubí, con un balance de más de 800 muertos.
Por lo tanto,
invocar el fantasmal cambio climático provocado por el hombre es una idiotez y
una falta de respeto a las víctimas, al igual que es ridículo sacar a colación
la “inseminación de nubes” que supuestamente se está produciendo en Marruecos.
Si hay alguna
responsabilidad humana en la gravedad del balance, probablemente se encuentre
en la gestión de la emergencia. De hecho, las imágenes de la televisión y las
redes sociales dan la clara impresión de ciudadanos sorprendidos, abrumados por
las aguas mientras realizaban sus actividades cotidianas. No en vano, gran
parte de la polémica se centra en el retraso con el que se comunicó la alerta
meteorológica. Podríamos hablar de un caso flagrante de subestimación y
superficialidad, más grave aún si se tiene en cuenta que los fenómenos extremos
en esa zona son recurrentes. También hay quien señala que la situación se ha
visto agravada por el auge de la construcción de finales de los 90 y principios
de los 2000, que ha multiplicado la edificación de zonas verdes, incluso cerca
de los ríos, dificultando la absorción del agua.
Pero también hay
una responsabilidad que es cultural e ideológica. A estas alturas, pase lo
que pase, la responsabilidad se atribuye al calentamiento global antropogénico.
Además, la política está dominada por la histeria ecológica, lo que produce una
serie de efectos secundarios nocivos. Mientras tanto, se abandonan los viejos
principios de sabiduría que acompañaron el desarrollo de la humanidad: los
fenómenos meteorológicos extremos son una realidad a la que el ser humano
siempre ha intentado adaptarse. Tanto es así que allí donde ha habido
desarrollo, las poblaciones se han vuelto menos vulnerables y, por tanto, el
balance de vidas perdidas ha disminuido a pesar del aumento de población.
Ciñéndonos a España, basta con ver este gráfico que muestra el número de
víctimas de las inundaciones en España en los últimos 80 años.
Ya que hablamos de
inundaciones, las obras de adaptación consisten en presas, diques, desvíos de
cauces (como en el caso de Valencia después de 1957), cuencas de laminación,
etc. Hoy en día, sin embargo, la ideología ecologista ha convencido a los
políticos de que es mejor intentar cambiar el clima reduciendo las emisiones de
CO2, dando por sentado que ésta es la causa de las catástrofes naturales. En la
práctica, es como decidir dejar de gastar diez euros para comprar un paraguas y
en su lugar gastar miles de euros en el vano empeño de detener la lluvia.
Una locura
ideológica que, sin embargo, ya es una política establecida; y la opinión
pública, aterrorizada por años de machacona propaganda, en nombre del clima
acepta el desguace de coches, la devaluación de las viviendas, los costes
desorbitados para adaptar las casas a la nueva normativa, las restricciones a
la circulación, el aumento de los costes energéticos y otras muchas cosas sin
pestañear. También forma parte de esta locura colectiva la ley europea de
“Restauración de la Naturaleza” que, en nombre de la protección de la
biodiversidad, impide terraplenes, presas y otras intervenciones que protegen a
las personas de las inundaciones.
Un segundo efecto
nefasto de esta ideología es el desplazamiento de la inversión desde la
observación de la realidad y la vigilancia y protección del territorio hacia la
construcción de modelos climáticos cada vez más sofisticados para predecir el
clima futuro. Así, cada vez hay menos datos reales y más proyecciones
estadísticas, lo que, por otra parte, es una paradoja porque las proyecciones
sobre el futuro son más fiables cuando se tienen más datos reales. No se
equivocan, por tanto, quienes se han preguntado estos días cómo es posible
afirmar con tanta certeza cómo será el clima dentro de 50 años cuando no se
puede predecir cómo será la tormenta dentro de dos horas.
Si pensamos por
ejemplo en Italia, cuyo territorio de norte a sur se caracteriza por una grave
inestabilidad hidrogeológica, ¿a dónde van a parar los muchos miles de millones
de euros destinados a las políticas climáticas? Desde luego no a la protección
del territorio, que en cambio se desfigura aún más con turbinas eólicas e
interminables extensiones de instalaciones fotovoltaicas.
Y vinculado a esto
hay un tercer factor, a saber, la descarga de responsabilidad por parte de
políticos y administradores. Como demuestra el caso de Valencia, pero también
lo que ha ocurrido en Italia (en Emilia Romagna por ejemplo) la responsabilidad
de los administradores que no ponen en marcha proyectos ya aprobados hace
décadas para evitar o limitar las inundaciones, que permiten edificaciones
imprudentes, que penalizan la agricultura, es enorme. Pero como la culpa
siempre es del calentamiento global antropogénico, se justifican con lo que
están haciendo para incentivar la energía verde, frenar el tráfico de coches y
otras cosas por el estilo. Y la culpa es del gobierno o de las empresas que no
hacen lo suficiente para reducir las emisiones de CO2.
Así que no nos
sorprendamos si a partir de ahora vemos una inversión de la tendencia a la baja
en el número de víctimas de catástrofes naturales: no es el cambio climático, sino
el cambio antropológico.